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Llevo tanto años trabajando en el mundo del arte, en el mundo de la pintura, que puedo soñar despierto con el pasado como si me diera un paseo por una serie de galerías, un paseo por el museo del Louvre, por ejemplo, domicilio de la Mona Lisa, cuya sonrisa ha durado tres décadas más que el milagro de posguerra del Sateen Dura-Luxe. Los cuadros expuestos en la que será la última galería de mi vida son reales. Puedo tocarlos, si me apetece, o, siguiendo las recomendaciones de la viuda Berman, alias «Polly Madison», venderlos al mejor postor o, según sus consideradas palabras, «Mandarlos a la mierda» en cualquier caso.

A lo lejos, en museos imaginarios, están mis propios cuadros expresionistas abstractos, milagrosamente resucitados por el Gran Crítico para el Día del Juicio, y luego los cuadros de algunos europeos, que yo compré por unos pocos dólares o tabletas de chocolate o calcetines de nailon cuando era soldado, también los anuncios que yo había diseñado a ilustrado antes de ingresar en el ejército, más o menos cuando me llegó la noticia de la muerte de mi padre en el Bijou Theatre de San Ignacio.

Todavía más lejos están las ilustraciones para revistas que hacía Dan Gregory, de quien fui aprendiz desde que tuve diecisiete años hasta que él me echó. Me faltaba un mes para cumplir los veinte cuando me echó. Más allá de la Galería Dan Gregory hay unas obras sin enmarcar que realicé en mi adolescencia, cuando yo era el único artista de cualquier edad o condición con domicilio en San Ignacio.

La sala más alejada de mi chochez, sin embargo, justo en la puerta por la que entré en 1916, está dedicada a una fotografía y no a un cuadro. El motivo es la magnífica casa blanca con una larga avenida sinuosa y una puerta cochera, presuntamente ubicada en San Ignacio, que mis padres, en El Cairo, creyeron comprarle a Vartan Mamigonian con casi todas las joyas de mi madre.

Esa foto, junto con una escritura falsa, llena de firmas y salpicada de lacre, estuvo en la mesita de noche de mis padres durante muchos años, en el diminuto apartamento que había encima del taller de reparación de calzado de mi padre. Yo suponía que él la habría tirado, como hizo con otros muchos recuerdos después de que muriera mamá. Pero cuando estaba a punto de subirme al tren, en 1933, para ir a buscar fortuna a Nueva York durante la Gran Depresión, mi padre me regaló la fotografía.

—Si por casualidad encuentras esta casa —me dijo en armenio—, dime dónde está. Esté donde esté, me pertenece.

* * *

No conservo aquella foto. Cuando volvía a Nueva York, después de ser una de las tres personas que asistieron al funeral de mi padre en San Ignacio, donde no había estado desde hacía cinco años, rompí en pedazos la fotografía. Lo hice porque estaba furioso con mi difunto padre. Llegué a la conclusión de que se había estafado a sí mismo y había estafado a mi madre mucho más de lo que Vartan Mamigonian les había estafado. No fue Mamigonian el que obligó a mis padres a permanecer en San Ignacio en lugar de mudarse a Fresno, por ejemplo, donde sí había una colonia armenia, cuyos miembros se ayudaban unos a otros y mantenían vivos el idioma antiguo y las costumbres y la religión, y al mismo tiempo se sentían más y más felices de estar en California. ¡Mi padre habría vuelto a ser un respetado profesor!

Oh, no, no fue Mamigonian quien le engañó para que se convirtiera en el más infeliz y solitario de los zapateros de todo el planeta.

* * *

A los armenios les ha ido estupendamente en este país en el poco tiempo que llevan aquí. Mi vecino del oeste es F. Donald Kasabian, vicepresidente ejecutivo de la Metropolitan Life. Aquí mismo, pues, en el selecto East Hampton, y también justo en la playa, tenemos a dos armenios viviendo lado a lado. Lo que antes era la finca de J. P. Morgan en Southampton es ahora la propiedad de Kevork Hovanessian, que también era dueño de la Twentieth Century-Fox hasta que la vendió la semana pasada.

Y los armenios no sólo han tenido éxito en los negocios. El gran escritor William Saroyan era armenio, igual que el Dr. George Mintouchian, el nuevo rector de la Universidad de Chicago. El Dr. Mintouchian es un famoso experto en Shakespeare, algo que también mi padre podría haber sido.

Y Circe Berman acaba de entrar en esta habitación y ha leído lo que hay en mi máquina de escribir, que son las diez líneas anteriores. Ya se ha marchado. Me ha dicho otra vez que no cabe duda de que mi padre tenía el síndrome del superviviente.

—Todos los que están vivos son supervivientes, y todos los que están muertos no lo son —le he dicho—. Así que todos los que están vivos deben tener el síndrome del superviviente. O eso o la muerte. ¡Estoy hasta las narices de que la gente me diga con orgullo que son supervivientes! ¡Nueve de cada diez son caníbales o millonarios!

—Todavía no has perdonado a tu padre por ser lo que tuvo que ser —me ha contestado—. Por eso gritas ahora.

—No estaba gritando —le he dicho.

—Te oyen hasta en Portugal.

Ahí es donde acabas si te haces a la mar desde mi playa privada y navegas derecho hacia el este, tal como ella había averiguado con ayuda del globo terráqueo de la biblioteca. Acabas en Oporto, Portugal.

—Envidias a tu padre por su sufrimiento —me ha dicho.

—¡Yo tuve mi propio sufrimiento! Por si no te has dado cuenta, soy tuerto.

—Tú mismo me dijiste que apenas sentiste dolor, y que la herida cicatrizó muy bien —me ha contestado, lo cual es cierto. No recuerdo que me hiriesen, sólo recuerdo que se acercaba un tanque alemán blanco y que había unos soldados alemanes vestidos de blanco en una pradera cubierta de nieve, en Luxemburgo. Estaba inconsciente cuando fui hecho prisionero, y así me mantuvieron a base de morfina hasta que me desperté en un hospital militar instalado en una iglesia, al otro lado de la frontera, en Alemania. Ella tenía razón: no tuve que soportar más dolor en la guerra del que un civil pueda experimentar en el sillón del dentista.

La herida cicatrizó tan deprisa que en seguida me enviaron a un campo como si fuera un prisionero cualquiera.

* * *

A pesar de todo, insistí en que tenía derecho al síndrome del superviviente, como mi padre, y ella me preguntó dos cosas. La primera fue:

—¿Te crees a veces una buena persona en un mundo donde casi todo el resto de buenas personas están muertas?

—No —contesté.

—¿Crees a veces que debes de ser un malvado, ya que todas las buenas personas han muerto, y que la única manera de salvar tu nombre sería estar muerto también?

—No.

—Puede que tengas derecho al síndrome del superviviente, pero no lo has cogido. ¿Quieres probar con la tuberculosis?

* * *

—¿Cómo es que sabes tanto sobre el síndrome del superviviente? —le pregunté. No tenía nada de grosero hacerle esta pregunta, ya que ella me había contado durante nuestro primer encuentro en la playa que ella y su marido, aunque ambos eran judíos, no habían tenido noticia de ningún familiar que pudieran tener en Europa y que pudiera haber sido asesinado en el Holocausto. Ambos provenían de familias que vivían en los Estados Unidos desde hacía varias generaciones, y que habían perdido todo contacto con los parientes europeos.

—Escribí un libro sobre ese tema —me contestó—. Es decir, escribí sobre la gente como tú, hijos de padre o madre que hubieran sobrevivido a algún asesinato en masa. Se llama The Underground.

Ni que decir tiene que no he leído ni este ni ningún otro libro de Polly Madison, aunque por lo que he visto ahora que he empezado a buscarlos, son tan fáciles de conseguir como un paquete de chicles.

* * *

No hace ninguna falta que salga de la casa para comprar un ejemplar de The Underground o de cualquier otro libro de Polly Madison, me comunica Mrs. Berman. Celeste, la hija de la cocinera, los tiene todos.

Mrs. Berman, la peor enemiga de la intimidad que jamás he conocido, también ha descubierto que Celeste, que sólo tiene quince años, ya toma píldoras anticonceptivas.

* * *

La formidable viuda Berman me contó el argumento de The Underground. Tres niñas —una negra, una judía y una japonesa— se sienten unidas entre ellas y separadas del resto de sus compañeras de clase por razones que no saben explicar. Forman un pequeño club al que llaman, también por razones que no saben explicar, «The Underground».

Pero entonces resulta que las tres tienen padres o abuelos que sobrevivieron a alguna catástrofe provocada por el hombre, y que, sin pretenderlo, les transmitieron la idea de que los malos eran los vivos y los buenos eran los muertos.

La negra era descendiente de un superviviente de la masacre de ibos en Nigeria. La japonesa era descendiente de un superviviente del bombardeo de Nagasaki. La judía era descendiente de un superviviente del Holocausto nazi.

* * *

The Underground es un título maravilloso para un libro como ése —le dije.

—Ya lo creo. Estoy muy orgullosa de mis títulos.

¡Realmente se cree que ella es el no va más y que todos los demás somos tontos, tontos, tontos!

* * *

Dice que los pintores deberían contratar a escritores para que les pusieran títulos a sus cuadros. Los títulos de los cuadros que hay en las paredes de mi casa son «Opus nueve», «Azul y naranja óxido», etcétera. El más famoso de mis cuadros, que ya no existe, y que medía diecinueve metros de largo y dos metros de alto, y adornaba el vestíbulo de la central de la Compañía GEFF en Park Avenue se llamaba, simplemente, «Azul de Windsor número diecisiete». El azul de Windsor era un tono de Sateen Dura-Luxe, tal como salía del bote.

—Los títulos son poco comunicativos a propósito —le expliqué.

—¿Qué gracia tiene estar vivo —dijo ella— si no puedes ser comunicativo?

Sigue sin respetar mi colección de arte, a pesar de que en las cinco semanas que lleva instalada aquí ha visto a gente inmensamente respetable, procedente de países tan lejanos como Suiza y Japón, adorar algunos de ellos como si los cuadros fueran casi dioses. Ella estaba aquí cuando le vendí un Rothko, descolgándolo directamente de la pared, a un enviado del Museo Getty por un millón y medio de dólares.

Su comentario fue:

—Menos mal que te has librado de esa basura. Te estaba destrozando el cerebro porque no tenía ningún contenido. ¡Deshazte del resto de una vez!

* * *

Hace un momento, cuando hablábamos sobre el síndrome del superviviente, me he preguntado si mi padre hubiera deseado que castigaran a los turcos por lo que habían hecho con los armenios.

—Yo le pregunté lo mismo cuando tenía unos ocho años, me parece, pensando que la vida tal vez podía ser más sabrosa si nosotros pensábamos vengarnos de alguna forma —le dije.

»Mi padre, que estaba trabajando en su pequeño taller, dejó a un lado las herramientas y se puso a mirar por la ventana —continué—, y yo también miré por la ventana. Recuerdo que en la calle había una pareja de indios luma. La reserva luma estaba a sólo ocho kilómetros, y a veces los forasteros que pasaban por la ciudad me confundían con un chico luma. Eso me encantaba. Por aquel entonces no estaba nada orgulloso de ser armenio.

»Finalmente, mi padre contestó así a mi pregunta: “Lo único que quiero de los turcos es que admitan que su país es un lugar mucho más feo y mucho menos alegre desde que nosotros nos fuimos”.

* * *

Hoy, después de comer, me fui a dar un largo paseo por los límites de mi territorio, y me encontré a mi vecino del norte en nuestra frontera común, que corre a unos seis metros al norte del almacén de patatas. Se llama John Karpinski. Es un nativo. Cultiva patatas, como su padre, pero cada acre de su tierra debe de valer ahora cerca de ochenta mil dólares, pues las ventanas del segundo piso de las casas que se podrían construir en esos campos tendrían vista al mar. Tres generaciones de Karpinskis han crecido en esa propiedad, de modo que para ellos, hablando como lo haría un armenio, ése es su propio trozo de tierra sagrado y ancestral al pie del Monte Ararat.

Karpinski es un hombre enorme que casi siempre lleva pantalones de peto, y todo el mundo le llama «Big John». Big John es un mutilado de guerra, como Paul Slazinger y yo, pero él es más joven que nosotros, y la suya fue otra guerra. La suya fue la guerra de Corea.

Y a su único hijo, «Little John», lo mató una mina en la guerra de Vietnam.

Guerras para todos los gustos.

* * *

Mi almacén de patatas y los seis acres que lo acompañan pertenecían al padre de Big John, que se los vendió a mi querida Edith y a su primer marido.

Big John manifestó curiosidad por Mrs. Berman. Le asegure que nuestra relación era puramente platónica, y que más o menos ella se había invitado sola, y que yo me alegraría el día en que ella regresara a Baltimore.

—Me recuerda a un oso —me dijo—. Si se te mete un oso en casa, es mejor que te vayas a un hotel hasta que el oso se decida a salir.

Antes había muchos osos en Long Island, pero desde luego ya no queda ninguno. Me contó que sus conocimientos sobre los osos se los había transmitido su padre, quien, cuando tenía sesenta años, se vio obligado a subirse a un árbol para escapar de un oso pardo del Yellowstone Park. Después de aquello, el padre de John leyó todos los libros sobre osos que encontró.

—Tengo que decir algo en favor del oso —dijo John—: consiguió que el viejo volviera a leer.

* * *

¡Mrs. Berman es una metomentodo! Entra aquí y lee lo que hay en mi máquina de escribir y ni siquiera se le ocurre pedir permiso para hacerlo.

—¿Por qué no utilizas nunca el punto y coma? —me pregunta. O—: ¿Por qué lo partes todo en pequeñas secciones en lugar de dejar que el texto fluya, sin más? —Cosas así.

Y cuando la oigo moverse por esta casa, no sólo oigo los pasos: también oigo los cajones que se abren y se cierran, y también los armarios. Ha investigado cada rincón y cada grieta, incluido el sótano. Un día salió del sótano y me dijo:

—¿Sabes que tienes doscientos treinta y tres litros de Sateen Dura-Luxe ahí abajo? —¡Los había contado!

La ley prohíbe tirar el Sateen Dura-Luxe en vertederos corrientes, porque se ha descubierto que con el tiempo se deteriora y se convierte en un veneno muy peligroso. Para deshacerme legalmente del material, tendría que enviarlo a un vertedero especial que hay cerca de Pitchfork, Wyoming, y nunca me he decidido a hacerlo. De modo que allí está, en el sótano, después de todo este tiempo.

* * *

El único rincón de la propiedad que no ha explorado es mi estudio, el almacén de patatas. Es una estructura muy larga y estrecha sin ventanas, con puertas correderas y una salamandra en cada extremo, construida para almacenar patatas y nada más. La idea es ésta: un granjero podría mantener una temperatura constante ahí dentro, hiciera el tiempo que hiciera, con las estufas encendidas y las puertas cerradas, y sus patatas ni se helarían ni brotarían hasta que él estuviera dispuesto a venderlas.

Fueron, de hecho, las estructuras como ésta, de dimensiones tan poco comunes, además de los terrenos, que antes eran bastante baratos, las que hicieron que muchos pintores vinieran a vivir aquí cuando yo era joven, especialmente pintores que trabajaban con lienzos excepcionalmente grandes. Yo nunca habría podido trabajar en los ocho paneles que formaban el «Azul de Windsor número diecisiete» si no hubiera alquilado el almacén de patatas.

* * *

La impertinente viuda Berman, alias «Polly Madison», no puede entrar en el estudio, ni siquiera echar una miradita al interior, porque el estudio no tiene ventanas, y porque hace dos años yo, personalmente, después de la muerte de mi mujer, cerré las puertas de un extremo con clavos de quince centímetros desde el interior, e inmovilicé las puertas del otro desde el exterior, de arriba abajo, con seis enormes candados y un montón de cerrojos.

Ni siquiera yo he vuelto a entrar desde entonces. Y sí, hay algo ahí dentro. No se trata de una broma pesada. Cuando me muera y me entierren junto a mi querida Edith, y los ejecutores de mi testamento abran por fin esas puertas, encontrarán algo además de aire. Y no será ningún símbolo patético, como un pincel partido en dos o mi Corazón Púrpura tirado en un suelo, por lo demás, barrido y vacío.

Y no hay ningún chiste malo ahí dentro: ni un cuadro de patatas, como si estuviera devolviéndoles el almacén a las patatas, ni un cuadro de la Virgen María con un sombrero hongo sosteniendo una sandía, ni ninguna cosa parecida.

Ni un autorretrato.

Ni nada con mensaje religioso.

¿Intrigante? Ahí va una pista: es más grande que una panera y más pequeño que el planeta Júpiter.

* * *

Ni siquiera Paul Slazinger ha conseguido adivinar lo que hay allí dentro, y me ha dicho más de una vez que no entiende cómo nuestra amistad puede continuar, si yo no le considero capaz de guardar un secreto.

El almacén se ha hecho bastante famoso en el mundo del arte. Cuando les enseño la colección de la casa a los visitantes, muchos de ellos me preguntan si puedo enseñarles también lo que hay en el almacén. Les digo que pueden ver el exterior del almacén, si quieren, y que de hecho el exterior es un hito significativo en la historia del arte. La primera vez que Terry Kitchen utilizó una pistola de pulverización para pintar, su blanco fue un tablero viejo que había apoyado contra el almacén.

—En cuanto a lo que hay en el interior del almacén —les digo—, es el insignificante secreto de un viejo loco, como el mundo descubrirá cuando yo me vaya a la gran subasta de arte del cielo.