¡Nos ha puesto a mí y a esta casa patas arriba!
Habría podido darme cuenta de lo despótica que es cuando se dirigió a mí por primera vez: «Cuéntame cómo murieron tus padres». Quiero decir que aquéllas eran las palabras de una mujer que estaba bastante acostumbrada a obligar a la gente a hacer lo que a ella le parecía mejor, como si fueran tuercas de una máquina y ella una llave inglesa.
Y aunque no hubiera detectado las señales de advertencia en la playa, hubo muchas más en la cena. Se comportaba como si fuera una clienta de un restaurante de lujo, arrugando el hocico después de probar el vino que yo mismo había catado y declarado potable, y declarando que la ternera estaba demasiado hecha, y diciéndole a Slazinger que se llevara su servicio a la cocina con el de ella, y anunciando que iba a encargarse de hacer los menús mientras estuviera aquí, ya que mi sistema circulatorio y el de Paul estaban evidentemente, a juzgar por nuestra palidez y la apatía de nuestros movimientos, atrofiados por el colesterol.
* * *
¡Era ultrajante! Se sentó delante de un Jackson Pollock por el que un coleccionista anónimo de Suiza acababa de ofrecerme dos millones de dólares, y dijo:
—¡Yo no lo tendría en mi casa!
Así que le pregunté en tono áspero, después de lanzarle un guiño a Slazinger, qué tipo de cuadros le gustaban.
Me contestó que no estaba en la Tierra para que las cosas le gustaran, sino para aprender.
—Necesito información igual que necesito vitaminas y minerales —dijo—. A juzgar por tus cuadros, tú huyes de los hechos como si fueran veneno.
—Me imagino que te gustaría más contemplar a George Washington cruzando el Delaware —le dije.
—¿Y a quién no? —me contestó—. Pero te diré lo que realmente me gustaría ver aquí a raíz de la conversación que mantuvimos en la playa.
—¿Qué es…? —dije, arqueando las cajas y guiñándole de nuevo un ojo a Slazinger.
—Me gustaría un cuadro con un poco de hierba y de tierra en la base —dijo.
—Marrón y verde —sugerí.
—Vale. Y cielo en la parte superior.
—Azul.
—Y algunas nubes, quizá —continuó.
—No hay ningún problema.
—Y entre el cielo y la tierra…
—¿Un pato? —la interrumpí—. ¿Un organillero con su mono? ¿Un marinero y su novia sentados en un banco del parque?
—No. Ni un pato, ni un organillero, ni un marinero con su novia —me dijo—. Una montaña de cadáveres yaciendo esparcidos por el suelo. Y muy cerca de nosotros, la cara de una hermosa niña de dieciséis o diecisiete años. Está atrapada bajo el cuerpo exánime de un hombre, pero ella todavía está viva, y mira fijamente la boca abierta de una anciana muerta cuya cara está a sólo unos centímetros de ella. De esa boca desdentada salen diamantes y esmeraldas y rubíes.
Hubo un silencio.
Y luego dijo:
—Podrías construir una nueva religión, una religión mucho más necesaria, además, a partir de un cuadro así. —Asintió con la cabeza mientras contemplaba el Pollock—. Lo único que se puede hacer con un cuadro como éste es ilustrar el anuncio de un remedio para resacas o de pastillas para el mareo.
* * *
Slazinger le preguntó qué era lo que la había traído a los Hampton, si no conocía a nadie aquí. Contestó que esperaba encontrar un poco de paz y tranquilidad para poder dedicarse plenamente a escribir una biografía de su marido, el neurocirujano de Baltimore.
Slazinger se pavoneó de haber publicado once novelas y la trató con condescendencia, porque ella era una aficionada.
—La gente se piensa que cualquiera puede ser escritor —dijo con ligera ironía.
—No me digas que es delito intentarlo —dijo ella.
—Es un delito pensar que es fácil —contestó él—. Pero si de verdad eres una persona seria, te darás cuenta en seguida de que es la cosa más difícil que hay.
—Especialmente si no tienes absolutamente nada que decir —continuó ella—. ¿No crees que ésta es la principal razón por la que la gente lo encuentra tan difícil? Si saben escribir frases enteras y saben usar un diccionario, ¿no es ésa la única razón por la que encuentran que escribir es difícil: que no saben nada y que no les importa nada?
Entonces Slazinger le robó una frase al escritor Truman Capote, que murió hace cinco años, y que tenía una casa a sólo unos kilómetros al oeste de aquí:
—Creo que estás hablando de mecanografiar, y no de escribir.
Ella identificó inmediatamente la fuente de su agudeza:
—Truman Capote —dijo.
Slazinger se salvó por los pelos.
—Como todo el mundo sabe.
—Si no tuvieras una cara tan amable —dijo ella—, sospecharía que te estabas riendo de mí.
Pero escuchad esto, lo que ella me dijo esta mañana mientras desayunábamos. Escuchad esto y decidme quién jugaba con quién en aquella cena, hace dos semanas: Mrs. Berman no es una escritora amateur y no está escribiendo una biografía de su difunto marido. Eso era sólo un cuento para ocultar su verdadera identidad y el propósito de su estancia aquí. Me hizo jurar que guardaría el secreto, y me confesó que en realidad estaba en los Hampton reuniendo datos para escribir una novela sobre adolescentes de clase obrera que conviven en una bulliciosa colonia de verano con los hijos y las hijas de unos multimillonarios.
Y ésta no iba a ser su primera novela. Sería la número veintiuno de una serie de novelas para jóvenes asombrosamente sinceras y tremendamente populares, varias de las cuales ya habían sido llevadas al cine. Las había escrito bajo el seudónimo de «Polly Madison».
* * *
Guardaré el secreto, desde luego, aunque sólo sea para salvarle la vida a Paul Slazinger. Si se entera de quién es ella en realidad ahora, después de habérselas dado tanto de escritor profesional, hará lo que hizo Terry Kitchen, mi otro único amigo íntimo. Se suicidará.
¡En términos de éxito comercial, en el mercado literario, Circe Berman es a Paul Slazinger lo que la General Motors es a una fábrica de bicicletas de Albania!
¡Punto en boca!
* * *
Aquella primera noche dijo que ella también coleccionaba cuadros.
Le pregunté qué tipo de cuadros. Me contestó:
—Litografías de niñas columpiándose.
Nos dijo que tenía más de cien, todas diferentes, pero todas de niñas columpiándose.
—Supongo que lo encontrarás espantoso —me dijo.
—No, en absoluto —le contesté—, siempre que no se muevan de Baltimore.
* * *
Recuerdo que también aquella noche nos preguntó a Slazinger y a mí, y luego a la cocinera, y también a su hija, si sabíamos de algún caso real de chicas de familias relativamente pobres de la región que se hubieran casado con los hijos de familias ricas.
—Hoy en día no creo que puedas encontrar cosas así ni en las películas —dijo Slazinger.
—Los ricos se casan con los ricos. ¿En qué mundo vive? —dijo Celeste.
* * *
Pero volvamos al pasado, que es de lo que se supone que trata este libro. Mi madre recogió las joyas que se habían caído de la boca de la muerta, pero no tocó las que todavía había dentro. Siempre que me contaba la historia, ponía mucho énfasis en esto: no había sacado nada de la boca de la anciana. Todo lo que quedaba allí seguía siendo auténtica propiedad privada de la mujer.
Y mi madre se alejó a rastras después del anochecer, después de que los asesinos se hubieran ido a casa. Ella no era del pueblo de mi padre, al que no conocería hasta que ambos cruzaran la frontera con Persia, que estaba poco vigilada, a unos cien kilómetros del escenario de la matanza.
Los armenios persas los acogieron. Luego decidieron ir juntos a Egipto. Mi padre fue el que habló más, porque mi madre tenía la boca llena de piedras preciosas. Cuando llegaron al Golfo Pérsico, mi madre vendió las primeras piezas de su tesoro para comprar los pasajes para un pequeño carguero que les llevaría a El Cairo, por el Mar Rojo. Y fue en El Cairo donde conocieron al criminal Vartan Mamigonian, un superviviente de una masacre anterior.
—Nunca te fíes de un superviviente —solía advertirme mi padre, pensando en Vartan Mamigonian— hasta que no hayas averiguado lo que hizo para seguir con vida.
* * *
Mamigonian se había forrado fabricando botas militares para el ejército británico y el ejército alemán, que pronto lucharían uno contra otro en la Primera Guerra Mundial. A mis padres les ofreció el trabajo más sucio y peor pagado. Ellos estaban tan locos que le contaron a Mamigonian, ya que éste era, como ellos, un superviviente armenio, lo de las joyas de mi madre y le confesaron sus intenciones de casarse e irse a París para unirse a la numerosa y muy culta colonia armenia de aquella ciudad.
Mamigonian se convirtió en su más ardiente consejero y protector, deseoso de encontrarles un lugar seguro donde guardar las joyas en una ciudad famosa por sus despiadados ladrones. Pero mis padres ya las habían puesto en un banco.
Mamigonian se inventó toda una fantasía que ofreció como solución para vender las joyas. Debió de encontrar San Ignacio, California, en un atlas, pues ningún armenio había estado allí, y era imposible que hubieran llegado al Próximo Oriente noticias de cualquier tipo sobre esa ciudad soporífera. Mamigonian dijo que tenía un hermano en San Ignacio. Falsificó cartas de su supuesto hermano para demostrarlo. Las cartas, además, decían que el hermano se había hecho tremendamente rico en muy poco tiempo. Había muchos otros armenios en San Ignacio, y a todos les iba muy bien. Estaban buscando un profesor para sus hijos que hablara bien el armenio y conociera la gran literatura en esa lengua.
Como incentivo para tal profesor, le venderían una casa y veinte acres de árboles frutales a un precio muy bajo. El «hermano rico» de Mamigonian adjuntaba una foto de la casa, así como la escritura.
Si Mamigonian conocía a un buen profesor en El Cairo al que pudiera interesarle el empleo, escribía el inexistente hermano, Mamigonian tenía la autorización para venderle la escritura. Eso le aseguraría a mi padre un empleo de maestro, y le convertiría en uno de los propietarios más poderosos de la idílica San Ignacio.