Se estaba muy solo aquí desde que Edith murió. Los amigos que teníamos eran suyos, no míos. Los pintores me rehúyen, pues el ridículo que mis propios cuadros inspiraron y merecieron animó a los Filisteos a argumentar que la mayoría de los pintores eran o charlatanes o locos. Pero puedo soportar la soledad, si hace falta.
La soporté cuando era niño. La soporté varios años en Nueva York durante la Gran Depresión. Y después de que mi primera mujer y mis dos hijos me abandonaran, en 1956, y de que yo dejara la pintura, busqué la soledad y la encontré. Fui un ermitaño durante ocho años. Ese fue mi empleo de jornada completa como mutilado de guerra, ¿qué os parece?
* * *
Y tengo un amigo que es mío, todo mío. Es el novelista Paul Slazinger, un mutilado de la Segunda Guerra Mundial, como yo. Duerme solo en una casa que está junto a mi vieja casa de Springs.
Digo que duerme allí, porque viene por aquí casi cada día, y seguramente estará en algún rincón de esta propiedad ahora mismo, mirando un partido de tenis, o sentado en la playa, contemplando el mar, o jugando a cartas con la cocinera en la cocina, o escondiéndose de todos y de todo y leyendo un libro donde prácticamente nadie va nunca, en el fondo del almacén de patatas.
Creo que ya no escribe mucho. Y, como digo, yo ya no pinto nada. Ni siquiera hago garabatos en el bloc de notas que hay junto al teléfono de abajo. Hace un par de semanas me sorprendí a mí mismo haciendo exactamente eso, y rompí deliberadamente la punta del lápiz, partí el lápiz en dos, y tiré su cuerpo roto a la papelera, como si fuera una cría de serpiente de cascabel que hubiera querido envenenarme.
* * *
Paul no tiene dinero. Cena aquí conmigo cuatro o cinco veces por semana, y durante el día se atiborra de comida que coge directamente de mi nevera y de mis fruteros, así que estoy seguro de que soy su fuente básica de nutrición. Se lo he dicho muchas veces, después de cenar: «Paul, ¿por qué no vendes tu casa, te guardas un poco de dinero para ir tirando y te vienes a vivir aquí? Mira todo el espacio que tengo. Y ya no voy a tener esposa, ni novia, y tú tampoco. ¡Por Dios! ¿Quién iba a querernos? ¡Si parecemos dos iguanas destripadas! ¡Múdate! Yo no te molestaré y tú no me molestarás a mí. Es lo más sensato».
Su respuesta nunca varía mucho de ésta: «Sólo puedo escribir en casa». Una casa vacía con una nevera en quiebra.
Un día dijo lo siguiente sobre esta casa: «¿Quién podría escribir en un museo?».
Pues bien, ahora yo estoy averiguando si se puede o no. Estoy escribiendo en este museo.
Sí, es verdad. Yo, el viejo Rabo Karabekian, que ya he fracasado en las artes visuales, voy a hacer un intento con la literatura. Un hijo legítimo de la Gran Depresión, aunque, para no correr riesgos, me aferro a mi empleo de guarda de museo.
¿Cómo es que una carrera tan interesante ha sido reemplazada por otra tan trillada? Cherchez la femme!
¡Una mujer enérgica y testaruda y voluptuosa y relativamente joven a la que, por lo que yo recuerdo, no invité, se ha instalado en mi casa!
Dijo que no soportaba verme y oírme sin hacer nada en todo el día, y que debería hacer algo, hacer cualquier cosa. Y si no se me ocurría nada mejor que hacer, ¿por qué no escribir mi autobiografía?
¿Y por qué no?
¡Es tan autoritaria!
Siempre estoy haciendo lo que ella dice que debo hacer. Durante nuestros veinte años de matrimonio, mi querida Edith nunca, jamás, pensó en algo que yo debiera hacer. En el ejército conocí a varios coroneles y generales como esta nueva mujer de mi vida, pero ellos eran hombres, y éramos una nación en guerra.
Esta mujer, ¿es una amiga? No sé qué demonios es. Lo único que sé es que no piensa marcharse hasta que le parezca bien, y que estoy cagado de miedo.
Socorro.
Se llama Circe Berman.
* * *
Es viuda. Su marido era un neurocirujano de Baltimore, y ella todavía tiene una casa en esa ciudad, una casa tan grande y vacía como ésta. Su marido, Abe, murió de una hemorragia cerebral hace seis meses. Ella tiene cuarenta y tres años, y ha elegido esta casa como un lugar agradable donde vivir y trabajar mientras escribe la biografía de su marido.
Nuestra relación no tiene ninguna connotación erótica. Yo soy veintiocho años mayor que Mrs. Berman, y me he vuelto tan feo que sólo un perro podría amarme. Es verdad que parezco una iguana destripada, y para colmo soy tuerto. Basta y sobra.
Así es como nos conocimos: ella se paseaba sola una tarde por mi playa privada, sin saber que era privada. Nunca había oído hablar de mí, porque detesta el arte moderno. No conocía ni un alma en los Hampton, y se hospedaba en el Maidstone Inn, en el pueblo que queda a unos dos kilómetros y medio de aquí. Había ido caminando desde allí hasta la playa pública, y luego había cruzado mi frontera.
Yo bajé a tomar mi baño de la tarde, y allí estaba ella, vestida, haciendo eso que Paul Slazinger hace tan a menudo: sentarse en la arena y contemplar el mar. El único motivo por el que me importaba que estuviera allí, o que cualquiera estuviera allí, era mi grotesco físico y el hecho de que tendría que quitarme el parche antes de meterme en el agua. Hay un verdadero desastre ahí debajo, algo así como unos huevos revueltos. Me daba vergüenza que me vieran de cerca.
Paul Slazinger dice, por cierto, que la condición humana se puede resumir en una sola palabra, y ésta es la palabra: Vergüenza.
* * *
De modo que decidí no bañarme y quedarme tomando el sol a cierta distancia de ella.
Sin embargo, me acerqué lo suficiente para decir «Hola».
Esta fue su respuesta, no poco curiosa: «Cuéntame cómo murieron tus padres».
¡Qué mujer más tétrica! Tiene algo de bruja. ¿Quién, sino una bruja, podría haberme persuadido para que escribiera mi autobiografía?
Acaba de asomar la cabeza por la puerta de esta habitación para decirme que ya va siendo hora de que vaya a Nueva York, donde no he estado desde que Edith murió. Apenas he salido de esta casa desde que Edith murió.
Nueva York, allá voy. ¡Es terrible!
* * *
—Cuéntame cómo murieron tus padres —me dijo. Yo no podía dar crédito a mis oídos.
—¿Cómo dice?
—¿Qué gracia tiene decir «Hola»? —me preguntó.
Me había dejado seco.
—Siempre he pensado que era mejor que nada —le dije—, pero es posible que estuviera equivocado.
—¿Qué significa «Hola»? —insistió.
Y yo le contesté:
—Siempre he creído que significaba «Hola».
—Pues no —dijo ella—. Significa: «No hables de nada importante». Significa: «Estoy sonriendo, pero no escuchando, así que lárgate».
Luego confesó que estaba harta de hacer ver que saludaba a la gente.
—Siéntate aquí —me dijo— y cuéntale a mamá cómo murieron tus padres.
«¡Cuéntaselo a mamá!». ¡Aguanta!
Tenía el cabello liso y negro, y unos ojos castaños y grandes, como los de mi madre. Pero era mucho más alta que mi madre, y un poco más alta que yo, a propósito. También era mucho más proporcionada que mi madre, que se había permitido el lujo de engordarse bastante, y a la que no le importaba demasiado el aspecto de su peinado o de su ropa. A mamá no le importaba, porque a papá no le importaba.
Y esto le conté a Mrs. Berman sobre mi madre:
—Murió cuando yo tenía doce años, de una infección de tétanos que evidentemente cogió cuando trabajaba en una fábrica de conservas de California. La fábrica estaba construida sobre un solar donde antes había existido una cuadra de caballos de alquiler, y las bacterias del tétanos a menudo se instalan en el intestino de los caballos sin causarles ningún daño, y luego, cuando son excretadas, se convierten en esporas muy resistentes, pequeñas semillas blindadas. Una de ellas, que se había escondido entre la suciedad que había alrededor y debajo de la fábrica, fue un día exhumada y la enviaron a dar un paseo. Después de un largo sueño, se despertó en el Paraíso, algo que a todos nos gustaría hacer. El Paraíso era un corte que mi madre tenía en la mano.
—Hasta luego, mamá —dijo Circe Berman.
Esa palabra, mamá, otra vez.
—Por lo menos no tuvo que soportar la Gran Depresión, que empezó sólo un año después —dije.
Y por lo menos no tuvo que ver a su único hijo volver de la Segunda Guerra Mundial convertido en cíclope.
—¿Y cómo murió tu padre? —me preguntó.
—En el Bijou Theatre, en San Ignacio, en 1938 —le expliqué—. Fue al cine solo. Ni siquiera se había planteado la posibilidad de volverse a casar. Todavía vivía en California, encima del pequeño taller en el que había dado su primer paso en la economía de los Estados Unidos de América. Yo llevaba cinco años viviendo en Manhattan, y trabajaba como dibujante para una agencia de publicidad. Cuando terminó la película y se encendieron las luces, todo el mundo se fue a casa excepto mi padre.
—¿Qué película era? —me preguntó.
—Capitanes intrépidos, protagonizada por Spencer Tracy y Freddie Bartholomew.
* * *
Lo que mi padre aprendió de aquella película, que era sobre los pescadores de bacalao del Atlántico Norte, sólo Dios lo sabe. Quizá no llegara a ver más que el principio antes de morir. Y si llegó a ver algo, debió de obtener una pesarosa satisfacción por el hecho de que la película no tuviera nada que ver con nada de lo que él había visto ni con nadie a quien hubiera conocido. Agradeció las pruebas de que el planeta que había conocido y amado durante su juventud había desaparecido completamente.
Era su forma de honrar a todos los amigos y familiares que habían perecido en la masacre.
* * *
Podría decirse que aquí se convirtió en su propio turco, maltratándose y despreciándose a sí mismo. Habría podido estudiar inglés y llegar a ser un respetado profesor allí en San Ignacio, o volver a escribir poesía, o traducir al inglés a los poetas armenios que tanto amaba. Pero nada era lo suficientemente humillante. Sólo una cosa: que él, con toda su educación, se convirtiera en lo que su padre y su abuelo habían sido: zapateros.
Era bueno en su oficio, que había aprendido de niño, y que yo aprendería de niño. ¡Pero cómo se quejaba! Por lo menos se compadecía de sí mismo en armenio, una lengua que sólo mi madre y yo entendíamos. No había ningún otro armenio en ciento cincuenta kilómetros a la redonda de San Ignacio.
«Estoy buscando a William Shakespeare, vuestro más grande poeta», decía mientas trabajaba. «¿Has oído hablar de él?». Se sabía a Shakespeare de memoria en armenio, y solía citarlo a menudo. «Ser o no ser…», por ejemplo, era, para él, Linel kam chlinel…
«Arráncame la lengua si me pescas hablando armenio», decía. Este era el castigo que imponían los turcos en el siglo diecisiete a los que hablaban otra lengua que no fuera el turco: les arrancaban la lengua.
«¿Quién es esta gente y qué estoy haciendo aquí?», decía, con indios, vaqueros y chinos pasando por la calle.
«¿Cuándo van a levantar un monumento a Mesrob Mashtots en San Ignacio?», decía. Mesrob Mashtots inventó el alfabeto armenio, que no se parece a ningún otro, unos cuatrocientos años antes del nacimiento de Cristo. Los armenios, por cierto, fueron el primer pueblo que hizo del cristianismo su religión nacional.
«Un millón, un millón, un millón», decía. Esta es la cifra generalmente aceptada del número de armenios que fueron asesinados por los turcos en la masacre de la que mis padres escaparon. Correspondía a dos terceras partes de los armenios turcos, y a cerca de la mitad de los armenios de todo el mundo. Ahora somos unos seis millones, incluidos mis dos hijos y tres nietos, que no saben nada de Mesrob Mashtots, y a los que este personaje no les importa nada.
«¡Musa Dagh!», decía. Este es el nombre de un lugar de Turquía donde un reducido grupo de ciudadanos armenios mantuvieron a raya a los milicianos turcos durante cuarenta días y cuarenta noches, antes de ser exterminados. Fue por aquel entonces cuando mi padre, mi madre y yo, que iba en el vientre de mi madre, llegamos sanos y salvos a San Ignacio.
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«Gracias, Vartan Mamigonian», decía. Este es el nombre de un gran héroe nacional armenio que fue a la cabeza de un ejército perdedor contra los persas en el siglo quinto. Sin embargo, el Vartan Mamigonian al que se refería mi padre era un armenio fabricante de zapatos de El Cairo, Egipto, metrópolis políglota de la que mis padres escaparon después de la masacre. Fue él, superviviente de una masacre anterior, el que convenció a mis ingenuos padres, que se habían conocido en una carretera que llevaba a El Cairo, de que sólo en una ciudad podrían hacerse de oro, y de que esa ciudad era San Ignacio, California. Pero ésta es una historia que contaré en otra ocasión.
«Si alguien ha descubierto el sentido de la vida» —decía mi padre—, «es demasiado tarde. Ya no me interesa».
«Nunca se oye una palabra descorazonadora, y el cielo no está siempre nublado», decía. Estas, por supuesto, son palabras de la canción americana «Home on the Range», que él había traducido al armenio. Las encontraba idiotas.
«Tolstoi hacía zapatos», decía. Esto es un hecho, desde luego: el más notable de los escritores rusos y de los idealistas, en un esfuerzo por hacer algo útil, se dedicó durante un tiempo a hacer zapatos. Dejadme decir que también yo sabía hacer zapatos si hacía falta.
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Circe Berman dice que ella sabe hacer pantalones si hace falta. Como me dijo cuando nos encontramos en la playa, su padre tenía una fábrica de pantalones en Lackawanna, Nueva York, hasta que se arruinó y se ahorcó.
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Si mi padre hubiera conseguido sobrevivir a Capitanes intrépidos, protagonizada por Spencer Tracy y Freddie Bartholomew, y hubiera vivido para ver los cuadros que pinté después de la guerra, varios de los cuales llamaron mucho la atención de la crítica, y algunos de los cuales vendí por lo que en aquellos tiempos eran cantidades importantes de dinero, seguramente habría estado entre la gran mayoría de americanos que se mofaron de ellos y los abuchearon. No me habría dejado por los suelos sólo a mí. También habría dejado por los suelos a mis amigos expresionistas abstractos, Jackson Pollock y Mark Rothko y Terry Kitchen y otros, pintores que ahora están, no como yo, considerados como los artistas más brillantes que jamás hayan producido no sólo los Estados Unidos, sino el maldito mundo entero. Pero lo que ahora me tiene en ascuas, y no he pensado en ello durante años es: que no habría dudado ni un momento en dejar por los suelos a su propio hijo, en dejarme por los suelos a mí.
Así que, gracias a la conversación que Mrs. Berman entabló conmigo en la playa hace sólo dos semanas, estoy sufriendo un arrebato de resentimiento adolescente hacia mi padre, ¡que lleva casi cincuenta años enterrado! ¡Dejadme salir de esta infernal máquina del tiempo!
Pero es imposible salir de esta infernal máquina del tiempo. Se me ocurre pensar ahora, aunque sea lo último en lo que me apetece pensar, pero no tengo alternativa, que mi propio padre se habría reído tan fuerte como cualquiera cuando mis cuadros, a causa de imprevistas reacciones químicas entre el apresto de mis lienzos y la pintura acrílica de paredes y las cintas adhesivas de colores que les había aplicado, se autodestruyeron.
Es decir, las personas que habían pagado quince —o veinte, o hasta treinta— mil dólares por un cuadro mío se encontraron a sí mismas contemplando lienzos en blanco, listos para un nuevo cuadro, y anillitos de cintas adhesivas de colores, y en el suelo unas cosas que parecían Krispis de arroz pasados.
* * *
Lo que acabó conmigo fue un milagro de la posguerra. Será mejor que les explique a mis lectores jóvenes, si los hay, que la Segunda Guerra Mundial tuvo muchas de las características del prometido Armagedón, una guerra final entre el bien y el mal después de la cual sólo tendrían sentido los milagros. El café instantáneo fue uno de esos milagros. El DDT fue otro. Dijeron que mataba a todos los bichos, y casi lo hizo. La energía nuclear iba a hacer que la electricidad fuera tan barata que no harían falta los contadores. También haría impensable otra guerra. ¡El milagro de los panes y los peces estaba superadísimo! Los antibióticos vencerían todas las enfermedades. Lázaro no moriría jamás: un programa para hacer del Hijo de Dios un personaje obsoleto, ¿qué os parece?
Sí, y había desayunos milagrosos y pronto cada familia tendría su propio helicóptero. ¡Había nuevos tejidos milagrosos que se podían lavar en agua fría y que no necesitaban planchado! ¡Era una guerra en la que valía la pena luchar!
Durante la guerra había una palabra que describía el increíble desorden causado por el hombre: fubar, que eran las siglas de fucked up beyond all recognition[1]. Pues bien, el planeta entero está ahora fubar por culpa de los milagros de posguerra, pero, a principios de los 60, yo fui de los primeros en quedar totalmente arruinado por uno de ellos: una pintura acrílica para paredes cuyos colores, según los anuncios de aquel tiempo, «sobrevivirían a la sonrisa de la Mona Lisa».
La pintura se llamaba Sateen Dura-Luxe. La Mona Lisa todavía sonríe. Y si el dueño de la droguería de tu barrio lleva un cierto tiempo en el negocio, se reirá de ti cuando le preguntes si conoce el Sateen Dura-Luxe.
* * *
—Tu padre tenía el síndrome del superviviente —me aseguró Circe Berman aquel día, en la playa—. Se avergonzaba de no haber muerto como todos sus amigos y familiares.
—También se avergonzaba de que yo no estuviera muerto —le dije.
—Interprétalo como una emoción noble pero desviada —me dijo.
—Era un padre muy desconcertante. Me resulta desagradable que me haya hecho recordarlo.
—Ya que lo hemos rescatado —me dijo—, ¿por qué no intentas perdonarle ahora?
—Ya lo he hecho cientos de veces —contesté—. Esta vez seré listo y exigiré un recibo.
Luego afirmé que mi madre tenía más derecho al síndrome del superviviente que mi padre, ya que había estado en medio de la matanza, haciéndose la muerta, con gente encima, y con gritos y sangre por todas partes. Por aquel entonces ella no era mucho mayor que la hija de la cocinera, Celeste.
Mi madre yacía allí, contemplando el rostro del cadáver de una anciana desdentada que había a pocos centímetros. La boca de la anciana estaba abierta, y en su interior, y también en el suelo, debajo de su boca, había una fortuna en joyas por engastar.
—Si no llega a ser por aquellas joyas —le dije a Mrs. Berman—, yo no sería ciudadano de este gran país, y no estaría en posición de hacerle saber que está usted invadiendo mi propiedad privada. Aquella casa de allí, la de detrás de las dunas, es mía. ¿Se ofendería usted si un viejo viudo solitario e inofensivo la invitara, por consiguiente, a una copa, si es que bebe usted, y luego a una cena con un viejo amigo mío igualmente inofensivo?
Me refería a Paul Slazinger.
Ella aceptó. Y después de la cena me oí decir a mí mismo:
—Si prefiere quedarse aquí, en lugar de alojarse en el hotel, no le quepa duda de que será bienvenida.
Y le di las mismas garantías que ya le había dado muchas veces a Paul Slazinger:
—Prometo no molestarla.
Seamos sinceros. Hace un rato dije que no tenía ni idea de cómo había llegado ella a compartir esta casa conmigo. Seamos sinceros. Yo la invité.