Ahora que ya le he puesto el «Fin» a esta historia de mi vida, me parece prudente hacerme una carrerita hasta aquí, volver al punto anterior al principio, a la puerta principal, por decirlo así, para presentar esta excusa a los invitados que acaban de llegar: «Os prometí una autobiografía, pero ha habido un malentendido en la cocina. ¡Resulta que también es un diario del turbulento verano pasado! Podemos mandar a alguien a buscar pizzas, si hace falta. Pasad, pasad».
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Soy el viejo pintor americano Rabo Karabekian, un hombre tuerto. Nací de padres inmigrantes en San Ignacio, California, en 1916. Empiezo esta autobiografía setenta y un años después. Para aquellos que no estén familiarizados con los misterios ancestrales de la aritmética, eso quiere decir que estamos en el año 1987.
No nací cíclope. Fui privado de mi ojo izquierdo en Luxemburgo, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, mientras mandaba un pelotón de Ingenieros del Ejército, todos ellos, curiosamente, artistas de un tipo u otro en la vida civil. Éramos especialistas en camuflaje, pero por aquel entonces luchábamos por nuestras vidas igual que la infantería común y corriente. Los integrantes de la unidad éramos artistas, pues había alguien en el ejército que suponía que nosotros seríamos especialmente buenos en camuflaje.
¡Y lo éramos! ¡Ya lo creo! Cómo alucinaban los alemanes cuando tenían que decidir si lo que había detrás de nuestras líneas era peligroso para ellos o no. Sí, y además se nos permitía vivir como artistas, alegremente despreocupados respecto al vestido y la cortesía militares. Nunca dependíamos de una unidad tan cotidiana como una división, ni siquiera de un cuerpo. Las órdenes venían directamente del Cuartel General Supremo del Cuerpo Expedicionario Aliado, que nos asignaba temporalmente a cualquier general que hubiera oído rumores de nuestras sorprendentes ilusiones. Era nuestro jefe durante unos días, permisivo y fascinado y finalmente agradecido.
Y luego nos íbamos otra vez.
Como yo había ingresado en el ejército regular y había ascendido a teniente dos años antes de que los Estados Unidos decidieran apostar por la victoria, habría podido alcanzar el rango de teniente coronel por lo menos hacia el final de la guerra. Pero renuncié a cualquier otro ascenso más allá del de capitán para permanecer con mi feliz familia de treinta y seis hombres. Fue mi primera experiencia con una familia tan grande. La segunda vino después de la guerra, cuando me encontré a mí mismo convertido en amigo y supuesto par de los pintores americanos que ahora han entrado en la historia del arte como fundadores de la escuela del Expresionismo Abstracto.
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Mi madre y mi padre tuvieron familias más grandes que esas dos mías en el Viejo Mundo, y sus parientes eran, por supuesto, parientes consanguíneos. Perdieron a sus parientes consanguíneos en la matanza que hizo el Imperio Turco de cerca de un millón de ciudadanos armenios acusados de traidores por dos motivos: primero, porque eran inteligentes y tenían educación, y segundo, porque muchos de ellos tenían familiares al otro lado de la frontera de Turquía con su enemigo, el Imperio Ruso.
Era una época de Imperios. Esta también lo es, aunque no lo parezca.
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El Imperio Alemán, aliado de los turcos, envió observadores militares impasibles para que evaluaran el primer genocidio de este siglo, una palabra que entonces no existía en ninguna lengua. Ahora todo el mundo entiende que esta palabra significa un esfuerzo cuidadosamente planeado para matar a todos los miembros, sean hombres, mujeres o niños, de una determinada subfamilia de la raza humana.
Los problemas que plantean proyectos tan ambiciosos son puramente industriales: cómo matar a todos esos animales enormes e ingeniosos barato y rápido, asegurarse de que nadie se escape, y después deshacerse de montañas de carne y huesos. Los turcos, en su esfuerzo pionero, no tenían ni la aptitud para llevar a cabo una empresa tan grande ni la maquinaria especializada necesaria. Los alemanes harían una excelente exhibición de ambas cosas sólo un cuarto de siglo después. Los turcos se limitaron a llevarse a todos los armenios que pudieron encontrar en sus casas o lugares de trabajo o descanso o recreo o culto o educación o lo que sea, hacerles desfilar por el campo y privarles de agua y comida y cobijo, y dispararles y golpearles y demás hasta que pareció que todos habían muerto. Después, los perros se encargaron de limpiar aquel maremágnum.
Mi madre, que todavía no era mi madre, se hizo la muerta entre los cadáveres.
Cuando llegaron los soldados, mi padre, que todavía no era su marido, se escondió entre la mierda y las meadas de un retrete que había detrás de la escuela de la que él era profesor. Las clases habían acabado, y mi futuro padre estaba completamente solo en la escuela escribiendo poemas, me contó una vez. Entonces oyó que los soldados se acercaban y adivinó sus intenciones. Mi padre no llegó a ver ni oír la carnicería. Para él, la quietud del pueblo del que, al anochecer, era el único habitante, cubierto de mierda y meadas, fue el recuerdo más terrible de la masacre.
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Aunque los recuerdos del Viejo Mundo que conservaba mi madre eran más espantosos que los de mi padre, porque ella estuvo allí, en medio de los campos de exterminio, ella consiguió de alguna manera echarse la matanza a la espalda, encontrar alicientes en los Estados Unidos, y soñar despierta en un futuro familiar aquí.
Mi padre nunca lo consiguió.
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Soy viudo. Mi mujer, de soltera Edith Taft, que fue mi segunda esposa, murió hace dos años. Me dejó esta casa de diecinueve habitaciones en la playa de East Hampton, Long Island, que había sido propiedad de su familia anglosajona de Cincinnati, Ohio, durante tres generaciones. Seguro que sus antepasados nunca imaginaron que pudiera caer en manos de un hombre con un nombre tan exótico como Rabo Karabekian.
Si los fantasmas se aparecen por aquí, lo hacen con unos modales tan episcopalistas que por ahora nadie lo ha notado. Si me encontrara con alguno de estos espectros en la escalera principal, y si él o ella me hicieran saber que no tengo derechos sobre esta casa, les diría: «La Estatua de la Libertad tiene la culpa».
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Mi querida Edith y yo estuvimos felizmente casados durante veinte años. Ella era nieta de William Howard Taft, el vigesimoséptimo presidente de los Estados Unidos y el décimo juez del Tribunal Supremo. Era la viuda de un banquero de Cincinnati, un caballero llamado Richard Fairbanks, Jr., descendiente de Charles Warren Fairbanks, de Indiana, senador de los Estados Unidos y luego vicepresidente con Theodore Roosevelt.
Nos conocimos mucho antes de que su marido muriera, cuando la persuadí a ella, y también a él, aunque esta propiedad era de ella, no de él, para que me alquilara el almacén de patatas, que no utilizaban, a fin de que yo instalara allí un estudio. Nunca se habían dedicado al cultivo de patatas, claro. Sólo le habían comprado unas tierras que había hacia el norte, lejos de la playa, a un granjero vecino para impedir que fueran urbanizadas. Y el terreno incluía el almacén de patatas.
Edith y yo no llegamos a conocernos bien hasta después de que muriera su marido y mi primera mujer, Dorothy, y nuestros dos hijos, Terry y Henri, me abandonaran. Vendí nuestra casa de Springs, un pueblo que está a diez kilómetros al norte de aquí, e hice del granero de Edith no sólo mi estudio sino mi hogar.
Esa vivienda inverosímil, por cierto, no se ve desde la casa, donde estoy escribiendo ahora.
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Edith no había tenido hijos de su primer marido, y había sobrepasado la edad fecunda cuando yo la metamorfoseé y pasó de ser Mrs. Richard Fairbanks, Jr., a ser Mrs. Rabo Karabekian.
De modo que éramos una familia diminuta en esta enorme casa, con sus dos pistas de tenis y su piscina, y sus cocheras y su almacén de patatas, y sus trescientos metros cuadrados de playa privada frente al océano Atlántico.
Alguien podría pensar que a mis dos hijos, Terry y Henri Karabekian, a los que bauticé en honor de mi mejor amigo, Terry Kitchen, y del artista al que Terry y yo más envidiábamos, Henri Matisse, podría gustarles venir aquí con sus familias. Terry tiene dos hijos. Henri tiene una hija.
Pero no me hablan.
«¡Así sea! ¡Así sea!» —grito en este desierto de pulcritud—. ¡Me importa un bledo!». Perdonad este arrebato.
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Mi querida Edith, como todas las grandes Madres de la Tierra, era una multitud. Incluso cuando estábamos los dos solos aquí con el servicio, ella llenaba este arca victoriana con amor y júbilo y una intensa actividad doméstica. A pesar de lo privilegiada que había sido durante toda su vida, cocinaba con el cocinero, cuidaba el jardín con el jardinero, se encargaba de hacer la compra, daba de comer a los perros y a los pájaros, y hacía amistad con los conejos de campo, las ardillas y los mapaches.
Pero también solíamos hacer muchas fiestas, y teníamos amigos que se quedaban a pasar unas semanas aquí, sus amigos y familiares, sobre todo. Ya he dicho cómo estaban y están las cosas con mis pocos parientes consanguíneos, todos ellos descendientes descarriados. En cuanto a mis familiares sintéticos del Ejército: algunos murieron en la pequeña batalla en la que a mí me hicieron prisionero, y que me costó un ojo. A los que sobrevivieron no he vuelto a verlos y no he tenido noticias suyas desde entonces. Puede ser que no estuvieran tan orgullosos de mí como yo lo estaba de ellos.
Cosas que pasan.
Los miembros de mi otra gran familia sintética, los Expresionistas Abstractos, están casi todos muertos, por causas muy diversas que van desde la mera vejez al suicidio. Los pocos supervivientes, al igual que mis parientes consanguíneos, ya no me hablan.
«¡Así sea! ¡Así sea!» —grito en este desierto de pulcritud—. ¡Me importa un bledo!». Perdonad este arrebato.
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Todos los sirvientes se marcharon poco después de que muriera Edith. Dijeron que, sencillamente, esto había quedado demasiado solitario. Así que contraté a unos nuevos y les ofrecí unos sueldos fabulosos para que nos soportaran a la soledad y a mí. Cuando Edith estaba viva, y la casa estaba viva, el jardinero y las dos sirvientas y la cocinera vivían aquí. Ahora sólo la cocinera, que, como digo, es nueva, vive aquí, y ocupa todos los aposentos de los sirvientes del tercer piso junto con su hija de quince años. Ella está divorciada, es nativa de East Hampton y tiene unos cuarenta años, creo yo. Su hija, Celeste, no trabaja para mí, sino que simplemente vive aquí y se come mi comida y entretiene a esos escandalosos y obstinadamente ignorantes amigos suyos en mis pistas de tenis y en mi piscina y en mi playa privada.
Ella y sus amigos me ignoran, como si yo fuera un veterano senil de alguna guerra olvidada que sueña despierto para evadirse de lo poco que queda en su vida de guarda de museo. ¿Por qué iba a ofenderme? Esta casa, además de ser un hogar, acoge la colección privada de Expresionismo Abstracto más importante del mundo. Como no he hecho ningún trabajo útil durante décadas, ¿qué otra cosa soy, realmente, sino un guarda de museo?
Y, tal como un simple guarda de museo tendría que hacer, yo contesto lo mejor que puedo a la pregunta que me hace un visitante tras otro, formulada de distintas maneras, por supuesto: «¿Qué se supone que significan estos cuadros?».
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Estos cuadros, que no tratan de ninguna otra cosa más que de sí mismos, eran propiedad mía mucho antes de que me casara con Edith. Valen tanto como todos los bienes raíces, las acciones y los bonos, incluyendo una participación en el equipo profesional de fútbol americano de los Cincinnati Bengals, que Edith me dejó. Así que no se me puede acusar de ser un típico americano cazador de fortunas.
Puede que haya sido un pintor horrible, pero ¡vaya coleccionista!