Allí había estado, oculto a sus ojos por los rayos oblicuos del amanecer, justo en la acera de enfrente. Un enorme cartel de letras blancas sobre fondo azul y rojo.
THE BALKAN GRILL
Lo mejor de la cocina serbia
Se apresuró a cruzar la calle, tan rápido que un coche a punto estuvo de atropellarla. El eco del cláxon desvaneciéndose aumentó aún más su sobresalto. Lo ignoró, al igual que borró momentáneamente de sus pensamientos todo lo que quería gritarle a David por no haberla avisado de la nueva situación. Estaba completamente desconectada de la información, pero no podía permitirse parar, ahora menos que nunca.
«Tranquilízate, Kate. Ahora es el momento de analizar la situación con la cabeza fría. Tienes que entrar ahí y hablar con ellos. Son sólo unos testigos, nada más», pensó. Pero su mano derecha se metió bajo la chaqueta y aflojó ligeramente la pistola para que saliese fácil de la funda.
La puerta principal estaba cerrada con una persiana metálica que no dejaba ver el interior. Aparecía cubierta por una miríada de pegatinas y pintadas, pero la cerradura era sólida y estaba bien engrasada. El negocio parecía en funcionamiento, aunque era demasiado temprano para encontrarlo abierto. Dio un par de golpes en la persiana que sonaron a chatarra y no tuvieron ningún efecto.
«Debe de haber otra entrada», pensó.
Dio la vuelta al edificio del restaurante. Era un lugar pequeño, pegado en la cara norte al siguiente comercio, una lavandería coreana abandonada. La cara sur, donde estaba la puerta principal, hacía esquina con la calle 25. En la cara éste había un pequeño callejón corto y estrecho, alfombrado de colillas. Al fondo, una rata correteaba entre los cubos de basura. La entrada al callejón estaba obstruida por una desvencijada furgoneta marrón.
«Tengo que entrar en ese callejón y llamar a la puerta», pensó. Pero no parecía la mejor de las ideas. Sin un compañero que la apoyase, entrar ahí ella sola era un riesgo considerable. Si hubiese podido llamar a la central y avisar de sus movimientos, lo hubiese hecho sin dudarlo. Pero gracias a White toda ayuda del exterior quedaba descartada.
«Qué coño… La niña podría estar ahí. No hay más que pensar, gallina estúpida».
Insultarse para darse ánimos siempre había funcionado. Contra lo que cabía esperar, había sido Rachel la que lo había descubierto, el verano en el que tenían cinco y cuatro años respectivamente y Kate se había quedado atascada en lo alto de un árbol, a cinco metros de altura, sin atreverse a bajar. La rama sobre la que se apoyaba iba cediendo con un crujido sordo y continuado. Su hermana, temiendo que se partiese de golpe, le había gritado de todo hasta que consiguió que se atreviese a descender. El resto de los insultos no los recordaba, pero sí «gallina estúpida». Fue el que la obligó a superar el vértigo y buscar a tientas con los pies desnudos un asidero más bajo. Cuando ambas se abrazaron en el suelo, muertas de miedo, la rama cayó a un paso de ellas, arrastrando otras varias a su paso. Se quedaron mirándola con los ojos como platos y juraron no contarle jamás a nadie lo que había sucedido. Desde entonces «gallina estúpida» se había convertido en su piedra de toque, su contraseña particular, algo que nunca habían compartido con nadie.
Entró en el callejón. Para pasar entre la furgoneta y la pared tuvo que aplastarse, rascándose la espalda de la cazadora de cuero contra el hormigón, y agacharse luego para salvar un tubo de ventilación que en su día había sido blanco pero ahora aparecía devorado por el óxido. Cuando emergió al otro lado, su nariz se arrugó ante el olor denso y acre del contenedor.
Había una puerta metálica abierta de par en par. El interior estaba a oscuras, y Kate se paró un momento antes de pasar.
—¿Hola? ¿Hay alguien?
Recorrió casi a tientas lo que parecía una pequeña cocina. Su mano la fue orientando a través de superficies grasientas y recovecos que desembocaron en un pasillo, y éste en el salón principal del restaurante. Las mesas, unas veinte, también estaban a oscuras. Tan sólo la barra estaba iluminada. Tras ella, un viejo que había dejado atrás los setenta se tomaba un café y leía el periódico con las gafas en la punta de una nariz bulbosa y surcada de venitas rojas.
—Pase, agente. Siéntese.
Kate ocupó uno de los taburetes. Era demasiado bajo para ella, y tuvo que encorvarse sobre la barra para poder descansar bien los codos.
—¿Cómo sabe que soy policía?
—Sus ojos han ido de un lado a otro de la habitación cuando ha entrado. Y camina como si tuviera un tercer brazo.
Ella asintió. Por el momento le convenía que el viejo creyese que era policía. Cuanto más extraoficialmente pudiese mantener su presencia, mucho mejor.
—Las cazadoras están hechas a medida, pero nunca consiguen disimular el bulto.
—No es sólo eso, agente. ¿O es detective?
—Agente está bien.
El otro también asintió apretando los labios, para dejar claro que no era tampoco hombre dado a los tecnicismos. Sacó una taza de detrás del mostrador y la puso delante de Kate. Le sirvió café negro y espeso, y rellenó su propia taza.
—El bulto no se distingue, y menos con tan poca luz y con mi vista de topo. No, es la forma de andar. Algo de eso aprendí cuando era joven.
—¿De dónde es usted, señor…?
El duro acento de los Balcanes se hizo algo más pronunciado.
—Mi nombre es Ivo, y nací en Loznica, aunque llevo dieciocho años viviendo en este país. Vine cuando acabó la guerra. Buscaba algo que nunca encontré.
—¿Paz?
—No, dinero. Qué cosas tiene usted, agente.
El hombre se rio con una risa aspirada, grimosa y sin humor. Kate se removió inquieta en el taburete.
—¿Tan mal va el negocio?
—Voy a cumplir ochenta y aún tengo que trabajar. Pero podría estar peor. Desde que llegué aquí he hecho de todo para poder abrir este restaurante. Ahora nos defendemos como podemos. Pero tuvimos nuestros momentos. Una vez incluso vino el nadador ése, el de las medallas. Momir se puso como loco.
—¿Momir?
—Soy su hijo —dijo una voz que surgió de la oscuridad, a la izquierda de Kate. Ella pegó un respingo, y luego se maldijo por su estupidez y su fragilidad. Sentada a una de las mesas se intuía la figura de un hombre, cuya edad o cuyos rasgos ella no pudo determinar. El hombre encendió un cigarro, y durante un instante unos rasgos duros y crueles quedaron iluminados por la llama del mechero.
—Vamos a fingir que no he visto cómo encendía el cigarro en un restaurante.
—Está cerrado.
—Aun así, va contra la ley.
—Pero seguro que no piensa hacer nada al respecto —dijo la sombra.
Se preguntó cuántas veces no habrían jugado Momir y su padre a aquel juego de la intimidación con sus visitantes. Ambos eran más que el dueño de un restaurante y su hijo. Había algo sucio y peligroso en ellos. Si las almas de los seres humanos fuesen un diapasón, la mayoría vibraría con el tono armónico y predecible de la mediocridad. Algunas almas muy concretas emitían una vibración distinta, algo que incomodaba a Kate y que despertaba su instinto de cazadora. Y aquellos dos lo hacían con enorme fuerza. Deseó, no por última vez, tener una red de seguridad a la que poder encomendarse.
No había nada.
—Lo que ustedes hagan o dejen de hacer no me importa. He venido aquí por una de sus clientas: Svetlana Nikolic.
El viejo cambió una larga mirada con su hijo, y luego se encogió de hombros.
—No he oído ese nombre en mi vida.
—Estuvo comiendo aquí hace nueve días con otra persona. Una joven de Belgrado, atractiva, delgada. Llevaba un vestido azul.
Ivo fingió estar recordando. Sus ojos se elevaron hacia arriba a la derecha, señal clara de que mentía.
—No, no me suena, agente.
Kate no pudo soportarlo más. Dio un paso hacia adelante y agarró al viejo por la camisa. Al ver aquello, Momir fue en ayuda de su padre con la cabeza baja y los puños en alto. Eso era exactamente lo que Kate quería. El hijo era corpulento y de hombros anchos; si conseguía golpearla, ella no sería rival para él.
No podía permitir que la alcanzase.
Usando el cuerpo del viejo como contrapeso, Kate puso la planta del pie contra uno de los pesados taburetes y lo lanzó disparado contra Momir. El borde metálico del taburete le impactó en la pierna, haciéndole trastabillar. Cayó de boca a los pies de Kate, pero estaba muy lejos de estar derrotado. La agarró por las pantorrillas, intentando derribarla, mientras el viejo forcejeaba con algo que tenía bajo el mostrador.
«Un arma. Tiene un arma, joder».
Logró soltarse del agarrón de Momir. Alzando la bota, descargó el tacón sobre su espalda, notando cómo el aire escapaba de sus pulmones con un gemido ahogado. Dejó el pie allí, aplastándole contra el suelo, impidiéndole moverse.
—Suéltele, kurva. Maldita zorra.
Kate volvió la cabeza y se encontró con el cañón de un revólver apoyado contra su mentón.
—Escúcheme, Ivo. No me importan ni usted ni su hijo una puta mierda. Pero, por si no lo sabe, matar a un agente federal es cadena perpetua.
Ivo entrecerró los ojos, mirándola lleno de incredulidad. Estaban tan cerca que sus respiraciones se mezclaban. El aliento del viejo olía a café y a cebollas amargas.
—No es una federal. Sólo es otra de las recaderas del inspector Zallman, que quiere más de lo que podemos dar. Pues bien, esta vaca está seca, ¿me oye?
—¿Quién coño es Zallman?
—¿Cómo dice? —susurró Ivo.
—Le digo que no sé quién es ese Zallman.
En el suelo, Momir se removió con furia.
—No le hagas caso, padre. Está mintiendo.
—Oiga, voy a meter la mano en el bolsillo trasero del pantalón y voy a sacar mi identificación —dijo Kate, soltándole la camisa—. No apriete el gatillo, ¿vale?
Ivo no respondió, y Kate decidió tomárselo como un signo de que sus sesos no iban a acabar convertidos en gulash. Muy despacio y usando sólo dos dedos, extrajo la identificación y la sostuvo frente a su cara. Al verla, Ivo puso cara de asombro y retiró la pistola, poniéndola de nuevo bajo el mostrador.
—Yo… lo siento, señora. Creíamos que…
—Padre…
—¡Cállate, imbécil! —gritó Ivo, soltándole una retahíla de frases en su idioma—. ¡Y no te muevas! ¿Se puede saber por qué no se identificó como federal, señora?
—Eso no es de su incumbencia. Estoy aquí por un asunto de seguridad nacional que debe llevarse con la máxima discreción.
—Siento haber sacado el arma. Tenemos unas desavenencias con la policía local, que no vienen tampoco al caso. Como dicen en mi tierra, sto vise znas, vise patis. Cuanto más sabes, más sufres.
Kate asintió. Había oído rumores de que algunos elementos descontrolados de la policía de Baltimore habían montado un servicio de «protección», que consistía principalmente en extorsionar a los criminales de poca monta. Ivo y su hijo seguramente trapicheasen con drogas o con objetos robados usando el restaurante como tapadera. Todo aquello no podía importarle menos. Tan pronto tuviese la información que necesitaba, pensaba dejar que aquellos dos se las arreglasen como pudiesen.
—¿Y por qué iba entonces a preguntar por Svetlana Nikolic?
—No lo sé. Creíamos que era un truco. Y ha habido un montón de preguntas acerca de esa chica últimamente.
Kate se inclinó hacia delante, con los labios entreabiertos y el corazón agitado.
—¿Quién pregunta por ella?
—Gente.
—¿Qué clase de gente?
—La clase equivocada de gente. Gente que nos da miedo incluso a nosotros, señora. Y puede creer que mi hijo y yo hemos visto a la mayor colección de hijos de puta que alguna vez han respirado en esta tierra, svartno. De verdad.
—¿Cuándo vinieron y qué querían saber?
—Ayer por la tarde. Eran dos, y uno de ellos puso el brazo encima del mostrador, justo donde está usted. Se remangó el brazo y me mostró el tatuaje de una mano negra rodeada de alambre de espino. Me preguntó que si sabía lo que era y le dije que sí.
—¿Qué significa?
—Significa Crna ruka. La Mano Negra, los escuadrones de la muerte que mataron a miles en Kosovo. Locos sedientos de sangre. Soy un viejo duro, no soy un cobarde, pero créame que pasé miedo de verdad al ver aquel tatuaje.
Ivo se volvió hacia la barra, cogió una botella de rakia con dedos temblorosos y se sirvió un buen trago. Kate esperó pacientemente a que se lo bebiese antes de continuar.
—¿Qué querían?
—Preguntaron por el novio de Svetlana.
—¿Fue con él con quien comió hace unos días?
—Se llama Vlatko, es camarero en un bar en Mount Vernon. No sé por qué le están buscando, pero que Dios le ayude.
—¿El chico es amigo suyo?
—No, pero hemos hablado alguna vez. Venía de vez en cuando a tomar mi podvarak. Me dijo que le recordaba a la que hacía su madre.
—¿Venía él solo o venía con la chica?
—A veces solo, a veces con ella.
—¿Se conocieron aquí?
—No, por lo que les escuché hablar, se conocían de antes, de la madre patria. Habían sido amigos de niños, o algo así. La última vez que vinieron él estaba muy enfadado. Hablaban en voz baja, las cabezas muy juntas. Ella lloró, y se fue corriendo a mitad del segundo plato. No los volví a ver. Eso es todo.
—Ya veo. ¿Y cómo puedo encontrar a Vlatko?
—No lo sé.
Kate soltó un suspiro de exasperación.
—Escuche, Ivo. Usted está mintiendo y los dos lo sabemos. Podría amenazarle con desatar un infierno de hombres de negro sobre este lugar, pero no lo voy a hacer, porque no me parece la clase de tipo que ceda a las amenazas. ¿Verdad?
El viejo no respondió, se limitó a servirse otro trago.
—Yo creo que a usted le cae bien ese muchacho, y eso es bueno. Porque en estos momentos le sigue gente muy peligrosa, y yo soy la única oportunidad que tiene Vlatko de seguir respirando —añadió Kate.
Ivo suspiró a su vez, y fue un suspiro de resignación. Fue hasta la caja registradora, la abrió con un sonoro cling y levantó el compartimento delantero. Revolvió un manojo de papeles hasta que encontró la esquina de una página del Baltimore Sun, con algo escrito en ella. Se la alargó a Kate.
—Me dio este número para que le avisase por si alguna vez necesitaba un camarero. Ni siquiera sé si funciona.