KATE

Kate comprobó la dirección una vez más antes de bajar del coche. Allí estaba: el cruce de la calle 25 con Greenmount Avenue, en Baltimore.

Había sabido que aquel papel era importante desde que lo tuvo en la mano. Era un ticket de gasolinera arrugado, de lo más común. Pero la hora y el lugar le hicieron sospechar al instante. Era imposible que Dave estuviese en Baltimore a la una de la tarde un día entre semana, cuando se suponía que debía encontrarse en el hospital. Le hubiese gustado llamarle o enviarle un mensaje para comprobarlo y evitar seguir una pista falsa, pero era demasiado arriesgado. Y tampoco tenía más indicios que investigar.

El recibo marcaba 24,71 dólares, por tanto, debía haber repostado unos siete galones. Quienquiera que fuese había pagado en efectivo, así que Kate no podía estar segura. Pero su intuición le decía que aquel pedazo de papel había pertenecido a Svetlana.

Se estremeció de frío al salir. La cazadora de cuero apenas le ofrecía protección contra el aire fresco de la madrugada. Se subió las solapas, aunque no le sirvió de gran cosa.

La luz amarillenta del amanecer proyectaba una sombra deforme y alargada de Kate sobre el suelo cuarteado de la acera. Había aparcado a dos manzanas de la gasolinera para poder estirar un poco las piernas y hacerse una idea general del barrio. No mejoró en mucho lo que ya sabía de Greenmount. Aquélla era una de las zonas más peligrosas del país. Había profusión de edificios abandonados por todas partes, convertidos en casas de crack y refugios de vagabundos. No se veía un alma por las calles, sólo el silencio se escurría entre los edificios desiertos, a lomos del viento gélido.

Los comercios de la zona se ahogaban ante la falta de clientes. Las posibilidades de sufrir un crimen violento si paseabas por allí de noche eran de una entre nueve. De día las cosas eran algo más tranquilas, pero ciertamente no era un barrio en el que detenerse por gusto.

«¿Qué estabas haciendo aquí, Svetlana?», se preguntó Kate, mirando alrededor.

Una chica tímida, delgada y minúscula. Una mosquita muerta, según Dave. Una mosquita muerta que había resultado ser el topo de un asesino psicópata de la peor clase: de los que nadie sabe que existen.

«Aun así no era lugar para ella. ¿Estabas de paso hacia otro sitio?».

Si era así, Kate no tendría nada. Contuvo el impulso de salvar corriendo los últimos metros que la separaban de la gasolinera y salir de dudas de una vez por todas. Para obtener información de un testigo potencial nunca puedes parecer desesperado. Si es hostil, lo usará en tu contra. Si es un buen ciudadano, tendrá tantas ganas de ayudarte que probablemente se invente la mitad de lo que diga, incluso sin darse cuenta.

Cuando vio a Rajesh Vajnuli, Kate comprendió que el encargado de la gasolinera sería de los segundos. Era un tipo tan servicial y eficiente que parecía capaz de estar en dos lugares al mismo tiempo. Tenía que languidecer en aquel lugar desolado, sin clientes por los que desvivirse. Cuando Kate le mostró su placa y quedó claro que no era uno de ellos, su entusiasmo no se mitigó ni lo más mínimo. La tradicional desconfianza del inmigrante hacia las fuerzas del orden brillaba por su ausencia.

—¿De verdad es del Servicio Secreto? —dijo Vajnuli, con su voz chillona y un acento que se revolcaba en las eses como un niño en la nieve recién caída—. ¿Igual que en aquella serie, ya sabe, la de Jack Bauer?

—No, ése era de la UAT. Una agencia inventada.

Kate se enfrentaba a aquella clase de preguntas constantemente. Cuando un acto público era avisado con antelación, un agente podía pasar horas cara a cara con el público que esperaba al Presidente. La gente se aburría, y la única distracción era el tipo de traje y gafas de sol que aguantaba firme a pocos metros de ellos. Desde que estaba en el servicio de la Primera Dama ya no le tocaban esa clase de asignaciones. Así que ya no tenía que responder tan a menudo vaguedades sobre el Área 51 o el asesinato de Kennedy.

—¿La UAT no existe? —dijo el otro, perplejo.

—Me temo que no.

—¿Está de broma? ¿Y si alguien quiere hacer explotar una central nuclear? ¿Quién nos defiende de las amenazas terroristas?

—El FBI, la CIA, la NSA y otras treinta y tres agencias más. Escuche, señor Vajnuli…

—Llámeme Rajesh.

—Señor Vajnuli, necesito que me preste atención. Mire este recibo —dijo, alargándoselo—. Su nombre está impreso en él. ¿Fue usted quien atendió a esta clienta?

—Sí, eso pone aquí, ¿ve? Pero no estoy seguro de quién es…

—Una chica joven, de veinticuatro años. Delgada, pómulos marcados, acento de Europa del Este.

—Oh, sí. Fue hace unos días. Estuvo aquí, yo la atendí.

—¿Sabe cómo se llama? ¿La había visto antes?

—No, señora, lo siento.

—Me gustaría ver sus grabaciones de seguridad.

Vajnuli se inclinó hacia adelante con aire confidencial.

—Verá, no se lo diga a nadie, pero el sistema de guardar grabaciones es muy caro. Así que sólo tenemos las de las últimas veinticuatro horas. Sólo para que la policía vea quién nos ha atracado.

«Por supuesto que no las guardáis. Porque eso hubiese sido demasiado fácil», pensó Kate, masajeándose el puente de la nariz.

—Ya, y ese día no le atracaron, ¿verdad?

—No, está siendo una temporada buena. Llevamos más de un mes sin ningún atraco. Casi como en mi Bombay natal.

—Y seguro que no se acordará de ella.

—Al contrario, agente Robson, tengo una memoria excelente, y mucho más para las chicas guapas —dijo levantando una ceja dos veces. O intentándolo, al menos, ya que apenas sobresalían por encima del cristal de las gafas, gruesos como botellas de Coca-Cola.

Kate enarcó a su vez las cejas, pero no en respuesta al coqueteo de Vajnuli, sino sorprendida por el adjetivo que el encargado había empleado.

—¿La definiría usted como guapa?

—Oh, por supuesto. No tanto como usted, claro. Era bajita y muy delgada, pero llevaba un vestido suave de algodón azul y lo rellenaba en las partes adecuadas, ya me entiende. E iba muy maquillada. Por eso me llamó la atención. Por aquí no es normal.

—Tampoco que pagase en efectivo, ¿no?

—Ahí se equivoca, señora. Muchos de mis clientes suelen echar gasolina a diario. Vienen con un par de pavos o con un billete de cinco, y así van tirando. Alguno hay que tiene que llevar la tele a la casa de empeños a mitad de semana para pagar la gasolina o la comida.

—¿No hay nada más que pueda contarme?

—¿Qué ha hecho, ha atracado un banco, o algo?

—No estoy autorizada a revelar esa información —dijo ella, haciendo un gesto ambiguo con la mano, un viejo truco que había aprendido en sus días de investigadora de fraudes. Podría significar cualquier cosa, su única finalidad era satisfacer la curiosidad del testigo momentáneamente y que siguiese hablando.

Vajnuli se mordió el labio varias veces antes de continuar.

—Bueno, fue muy educada. Eso lo recuerdo.

—¿Al pagar?

—No sólo eso, también me pidió permiso para dejar el coche en el parking de la gasolinera. Está ahí para los clientes del túnel de lavado, pero qué narices…, el túnel lleva roto un año y no parece que la empresa quiera invertir dinero en arreglarlo. No creo que tarden en cerrar este sitio.

Kate miró por la ventana. Desde el mostrador había una buena vista del hueco reservado para los coches, tan sólo un par de rayas pintadas sobre el asfalto.

—Me pidió que le echase un ojo —continuó el encargado—. Le dije que sí, claro. Aunque si se lo hubiesen llevado, lo máximo que habría podido hacer yo hubiese sido decirle luego cuántos fueron. Hay un dicho en mi país: «Nunca te interpongas entre el oso y su miel».

—Es un dicho muy sabio. ¿Sabe cuánto tardó la chica en regresar?

—No, no lo sé. Media hora, una hora, no me fijé. Estoy ocupado, ¿sabe? —dijo levantando un libro más grueso que el brazo de Kate titulado Visiones avanzadas de física cuántica—. Tengo un doctorado que convalidar.

—Ya veo. Gracias por su ayuda.

—¿No va a dejarme una tarjeta con su número de teléfono? Ya sabe, por si recuerdo algo y tengo que ponerme en contacto con usted urgentemente —sugirió el encargado, haciendo bailar sus cejas de nuevo.

—No será necesario, señor. Que tenga un buen día.

Kate salió de la tienda. El ruido de la puerta automática al cerrarse la salvó de la despedida del muy decepcionado Vajnuli. Afuera, el aire cortante de la mañana venía cargado del olor pesado y pegajoso de la gasolina.

«Un vestido suave de algodón».

«Muy arreglada».

Había tardado cincuenta minutos en llegar hasta Baltimore. Si estaba aquí a la una, tenía que haber salido de casa a mediodía. David siempre llevaba a Julia al colegio de camino al hospital. Svetlana les habría preparado el desayuno y luego habría tenido el campo libre para acicalarse.

¿Por qué una supuesta estudiante recatada que siempre usaba ropa informal se arreglaría y conduciría sesenta kilómetros un día entre semana? ¿Tendría una entrevista de trabajo a espaldas de David? Entonces, ¿cuál era su verdadero papel dentro de la casa? ¿Era posible que ella no formase parte de la trama?

«No, ni de coña. Porque ella le dio el teléfono de su director de tesis. Era un teléfono amañado. Ella tenía que saberlo».

Lo que realmente le desconcertaba era esa descripción de Svetlana. El encargado de la gasolinera era un joven salido y solitario, dispuesto a tirarle los tejos a toda mujer que hiciese sonar el ding dong de la puerta.

Kate era una mujer hermosa a su manera. Su cuerpo duro y fibroso irradiaba una energía especial, pero en eso era mala juez de sí misma. Cuando se miraba en el espejo de su dormitorio sólo era capaz de fijarse en los codos puntiagudos y en la celulitis que empezaba a acumularse debajo de las nalgas y que las carreras diarias no conseguían eliminar.

«Hay que estar muy desesperado para ligar con una agente del Servicio Secreto», pensó.

Probablemente el encargado sólo era un pervertido que se emocionaba con cualquier cosa. Pero aun así la descripción de David de Svetlana estaba en las antípodas de aquella percepción.

¿Podía ser que él no se hubiese fijado en la niñera? ¿Un hombre sano y heterosexual que no se fijase en una veinteañera con buenas tetas metida en su propia casa? Incluso a pesar del duelo, lo que Kate sabía acerca de la naturaleza masculina le indicaba que algo así no era posible.

«Excepto si hablamos de David, ¿verdad? El que nunca tuvo ojos para nadie que no fuese Rachel desde el mismo momento en que la conoció».

Era la gran fiesta de primavera en Georgetown, el evento legendario que se celebraba cada año frente a las puertas del campus. La primera para Kate, que se moría de ganas de ir. La segunda para su hermana, cuyo carácter tranquilo y reflexivo no encajaba con aquellas celebraciones multitudinarias. Le había dicho que no, pero Kate no era de las que conocen el significado de la palabra rendición. Se había presentado en su residencia con una cartulina enorme que ponía NECESITO FIESTA.

—No vas a arrastrarme hasta ahí abajo —insistió Rachel, poniendo los ojos en blanco y volviendo a su escritorio.

—No puedes hacerme esto, Rae. ¡Va a ser la caña!

—No, no lo será. Habrá alcohol y un montón de tíos borrachos intentando meternos mano.

—Pues eso, el paraíso. Venga, ¿cuál es tu problema? Llevo todo el invierno quemándome las cejas para preparar los parciales. Mi culo tiene forma de silla. Observa —dijo meneándolo delante de la cara de su hermana, que intentaba en vano concentrarse en un libro de anatomía—. ¿No lo ves muy plano?

—Quita el pandero de mi cara, novata —dijo Rachel, riéndose—. He dicho que no iremos y no iremos.

Así que habían ido. Habían bailado, habían bebido y cuando le tocó ir a por la segunda copa, Kate había empujado accidentalmente el brazo de un chico alto, moreno, de ojos verdes. Habían charlado de banalidades, de cosas sin importancia. Kate podía recordar hasta la última de las líneas de aquel diálogo que habían mantenido, pero eso no importaba. Porque la única frase que contaba de verdad de la conversación (sólo proferida porque Rachel no paraba de tirarle del brazo diciéndole que se quería marchar) fue:

—David, te presento a mi hermana.

Y eso fue todo. La cabeza de David se volvió hacia Rachel tan rápido que hubiese hecho palidecer de envidia a la niña de El exorcista. Cuando media hora después Rachel le dijo que David (no te lo vas a creer, resulta que está estudiando medicina como yo) la había invitado a tomar algo lejos de la fiesta y le preguntó que si no le importaba, la sonrisa de Kate le tembló en el rostro, pero dijo que no, que por supuesto que no. Tendría muchos años para arrepentirse de aquella mentira, para preguntarse qué habría ocurrido si ella hubiese dicho lo que de verdad sentía. Que ella le había visto primero, que Rachel ni siquiera estaría en aquella fiesta de no haber sido por ella, que no era justo en absoluto…, pero nada hubiese borrado aquel giro de cabeza estilo Linda Blair, ni el brillo en la mirada de David al contemplar a su hermana por primera vez.

No, David no se habría fijado en Svetlana, al menos de aquella manera. Y sin embargo la frase del encargado indicaba algo, algo importante.

«Se había arreglado para alguien».

Tenía una cita con alguien, alguien a quien no podía ver los fines de semana porque le había dicho a David que no tenía novio. David decía que los días de descanso los pasaba encerrada en su cuarto, estudiando.

Pero sí había alguien. Un novio. Y si había un novio, había una conexión. Un hilo del que tirar.

«O lo habría si supiese hacia dónde fue desde aquí. No pudo ir demasiado lejos, si fue andando. Una cafetería, o tal vez…»

El sonido de llamada del móvil interrumpió sus pensamientos. Descolgó enseguida al ver que era su jefe.

—¿Qué cojones pasa, Robson? —La voz de McKenna sonaba pastosa y cabreada.

—No sé a qué se refiere, señor.

—Llevo toda la puta noche despierto preparando el operativo de protección en el Saint Claire. Y antes de empezar la reunión va el jefe del servicio médico y me dice que hay cambio de planes, que iremos a Bethesda. El cirujano no va a ser tu cuñado, sino un capullo de Baltimore que ni siquiera ha pasado ni un puñetero control de seguridad, ni informes, nada. Podría ser Osama afeitado.

Rachel guardó silencio, demasiado atónita como para responder.

—¿Sigues ahí, Robson, o la diarrea ha terminado contigo?

—Osama está muerto, señor —fue todo lo que acertó a decir.

—Ya, bueno, eso dice Renegade. Yo digo que sin foto no cuela. Pero tú sí que lo vas a estar como no te presentes aquí cagando leches.

Colgó.

Rachel se quedó mirando el teléfono, sin comprender nada. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Quién había tomado aquella decisión? Porque si había sido la Casa Blanca, aquello dejaba a David en una malísima posición, convirtiendo a Julia en un lastre innecesario.

Kate rugió de rabia y de impotencia, al no poder comunicarse con David para saber qué demonios estaba sucediendo. Habían acordado que sólo él iniciaría el contacto. Cualquier otra opción era demasiado peligrosa.

«Dios, ¿qué más puede suceder?».

Un enorme tráiler pasó por delante de ella, tapándole el sol durante unos instantes. Cuando regresó, los rayos volvieron a deslumbrarla y tuvo que hacerse una visera con la mano.

Y entonces miró al frente y comprendió dónde había ido Svetlana.