KATE

Lo primero que hizo al despertar fue mirar el temporizador con la cuenta atrás en su teléfono.

28:06:03

«Doce horas malgastadas, y no he descubierto una mierda».

Pensó en su sobrina, en cómo cada una de las inspiraciones que tomaba la acercaba más a la muerte a medida que se agotaba el suministro de oxígeno del zulo donde se hallaba. La mente de Kate, su mente consciente, tomó el control de su respiración, y durante un par de minutos no pudo pensar en otra cosa que en hinchar los pulmones y exhalar el aire. Si dejaba de hacerlo, la respiración se detenía. Cuando era una niña le gastaba bromas a Rachel con eso. Le decía que no pensase en respirar, o no podría dejar de hacerlo y moriría. Rachel se asustaba, respiraba cada vez más deprisa y se mareaba, para disgusto de su madre.

«Todo esto es culpa mía».

Kate se desperezó, tratando a partes iguales de devolver la movilidad a sus agarrotados músculos y de sacudirse aquella angustiosa sensación de encima. Estaba desnuda salvo por un tanga deportivo. El resto de su ropa, apestando a sudor y manchada de césped, estaba hecha un guiñapo a los pies de la cama. Había sucumbido al cansancio durante un par de horas, pero a las cuatro de la madrugada su reloj interno la había despertado, como cada día. Su turno empezaba a las seis, pero hoy no iba a presentarse, por primera vez en once años de servicio.

No encendió las luces para ir a la cocina. Le gustaba caminar en la oscuridad y no tenía apenas muebles en el escaso recorrido entre el dormitorio y la nevera. Nunca cocinaba, pues consideraba una pérdida de tiempo absurda manchar sartenes para un solo comensal. Una suerte, porque sobre la ridícula encimera apenas había espacio para la cafetera y el contenido de la bolsa que había cogido en casa de los Evans. Encendió la cafetera y reanudó el estudio de los papeles, con el ruido del goteo y la promesa de la cafeína por toda compañía. Allí se ocultaba algo, lo sabía. Pero tenía que encontrarlo.

«Fui yo la que lo empezó todo».

El apartamento estaba en North Randolph Street, una calle plana y anodina, con tan poca personalidad como el resto de Arlington. Pagar 2500 dólares al mes por una cama, un sofá y una tele de 42 pulgadas le parecía a Kate un crimen mayor que muchos de los que había tenido que investigar. Pero el edificio tenía un garaje, y era una bendición no tener que ponerse a buscar un sitio donde aparcar al regresar del trabajo, o tener que meterse en el metro a las cinco de la mañana. Su sueldo anual rozaba las seis cifras, así que se lo podía permitir, pero para Kate no era cuestión de dinero, sino de sentido común. Habiendo crecido en una granja, aquel espacio minúsculo la ahogaba como una camisa tres tallas más pequeña. Y también, para qué negarlo, había heredado algo de la tacañería selectiva y maniática del viejo Jim Robson. Pero eso no lo admitiría ni siquiera bajo tortura.

«Si no le hubiese hablado de David a la Primera Dama».

Había roto todas las normas al hacerlo, pero creía estar obrando correctamente. Iban a bordo de la limusina presidencial, apodada cariñosamente la Bestia por el Servicio Secreto, de camino a la inauguración de una exposición en el Smithsonian. La Primera Dama hablaba por teléfono en la parte de atrás. Normalmente empleaba un tono de voz normal en presencia de los agentes del Servicio Secreto, como todos hacían al cabo de unos pocos meses. Los agentes eran tan reservados que los protegidos tendían a considerarlos receptáculos vacíos, como si la información que entraba en sus oídos se esfumase sin dejar rastro.

—Lo sé, Martin. Pero no es cuestión de eso —había dicho ella en voz baja. Y Kate había seguido controlando el tráfico desde su asiento en el lado del copiloto. Sólo con la siguiente frase hubo algo que llamó su atención—. No necesito a un buen neurocirujano, necesito uno en el que pueda confiar. Tendrás que abordar uno por uno a Colchie, a Hockstetter, a Evans…

Y en ese momento Kate giró la cabeza involuntariamente. No mucho, sólo unos pocos centímetros. Pero el movimiento no le pasó desapercibido a la Primera Dama, que apretó el botón que subía el panel de separación entre la zona del conductor y la de los pasajeros. Kate se maldijo por su torpeza, pero no pudo hacerlo durante mucho rato. Instantes después la furgoneta frenó junto a la puerta del museo y Kate tuvo que bajarse de la limusina y enfrentarse a una nube de flashes y a los gritos de júbilo de los simpatizantes.

Aquella misma tarde, ella la mandó llamar. Estaba junto a la pista de tenis, viendo jugar a sus hijas, con los brazos cruzados y la mirada perdida, a mundos de distancia. Kate carraspeó con delicadeza para que ella se percatase de su presencia.

—Agente Robson —la saludó ella, muy seria.

—Señora.

—Antes en la limusina ha escuchado una conversación privada.

Kate no respondió.

—No necesito recordarle que la divulgación de cualquier información reservada conllevaría la expulsión inmediata de la agencia y posibles cargos criminales —prosiguió su protegida.

—Señora, si duda de la lealtad del Servicio Secreto a estas alturas, es que no ha aprendido nada en los últimos años —dijo Kate.

El tono era educado, las palabras duras. Décadas de entrega total a la política habían entrenado a la Primera Dama para absorber los ataques más sutiles con diplomacia. Pero aquél no era un día normal ni un asunto normal. Sus hombros temblaron, como si tuviese frío, aunque el día era caluroso.

Consolarla era impensable, así que Kate fingió no darse cuenta de que estaba llorando.

—Está bien. Estoy bien —dijo la Primera Dama cuando logró recomponerse—. Siento haber sido tan brusca, Kate. Sé que es usted leal, y mis hijas la adoran, ya lo sabe. Usted y Onslow son sus agentes preferidos. Por la noche cuando cenamos siempre están diciendo: «Yo me pido a Kate, tú te la llevaste la semana pasada, mamá».

—Son una niñas estupendas —dijo Kate con una sonrisa.

—Sí que lo son, ¿verdad?

Durante un par de minutos sólo se oyó el golpeo de las raquetas y el botar de las pelotas sobre la cancha. Kate observó a las dos hermanas con nostalgia y pensó en sus días de juegos con Rachel. Se ponía hecha una furia y dejaba de jugar cuando creía que no podía ganar.

—En realidad me alegro de que me escuchase. Necesito desesperadamente contárselo a alguien, a una mujer. Todos los que lo saben son hombres, y abordan los problemas como hombres. Los esquivan o los embisten. Usted no está casada, ¿verdad?

Alta y fuerte como era, y soltera recalcitrante, Kate se había ganado una injusta fama de lesbiana entre sus compañeros que le preocupaba bien poco.

—Por ahora me he librado, señora.

—Pero seguro que entiende a qué me refiero.

—Eso creo, señora.

Hubo un nuevo silencio.

—El Presidente está enfermo, Kate. Como si no tuviésemos suficientes problemas, suficientes quebraderos de cabeza. Como si no fuese bastante tener que sonreír mientras capeamos cada crisis, cada intriga, cada estéril lucha de poder. Se ponen en pie cuando entramos, pero están pensando en cómo sacar partido de nosotros antes de que terminen los aplausos. Si descubren lo que él tiene…

Kate se mordió el labio inferior durante unos segundos antes de contestar. Sabía que era un error. Y sin embargo lo hizo.

—Señora, lamento haberme comportado antes de forma poco profesional. Me di la vuelta involuntariamente porque mencionó usted a mi cuñado.

—¿Su cuñado es neurocirujano?

—El doctor David Evans, en el St. Claire.

—¿Es un buen médico?

—No tengo ni idea, señora. Pero es una buena persona.

«Si me hubiese estado callada, Julia estaría durmiendo en su cama ahora mismo».

Era otro de los síes condicionales que debía añadir a la larga lista de su propia vida.

Pero si no fuese Julia, habrían secuestrado al hijo de alguien. Otro niño inocente que no tendría una tía agente federal para tratar de rescatarlo. El viejo Jim Robson siempre decía que las cosas sucedían por una razón. Tal vez por eso le había tocado a Julia. Para que ella la rescatase.

«Bueno, Dios, si estás escuchándome, puedes meterte tus razones donde te quepan», pensó Kate, dándole el primer sorbo al café humeante.

Kate y su Hacedor aún no habían hecho las paces desde lo sucedido a Rachel. A aquellas horas de la mañana y sin apenas dormir, era poco probable que la situación fuese a cambiar.

«Necesito una señal. Un indicio. Algo a lo que agarrarme. Tiene que estar aquí», pensó mientras barría con los ojos los papeles extraídos de la basura una y otra vez.

Le dio un largo trago a la taza de café. Aún no se había enfriado lo suficiente, y el líquido bajó ardiente por su garganta, abrasándola. No ayudaría nada a su incipiente ardor de estómago, pero serviría para espabilarla.

Había desechado cartones y embalajes. Y formado con el resto tres pilas frente a ella. Una de folletos publicitarios, otra de facturas, otra de papeles aparentemente sin importancia.

Nada.

Tomó la libreta de notas e hizo rápidos apuntes de lo que sabía de Svetlana Nikolic. Para empezar, aquél no era su verdadero nombre, con total seguridad. Había accedido desde su portátil a la base de datos de Seguridad Nacional y no había encontrado ningún registro de ella como visitante. O había entrado en el país de forma ilegal o con un alias. Si hubiese podido abordar el caso como una investigación antiterrorista normal con los recursos necesarios, habría acotado la búsqueda a un número de días previo al momento en que se había presentado en casa de David y después buscado en todos los aeropuertos de la Costa Este a una mujer de sus características. Incluso así hubiese llevado cientos de horas de trabajo de una docena de agentes, sin resultados garantizados.

Por ese lado la investigación estaba en un callejón sin salida.

Su siguiente pista había resultado infructuosa. Kate creyó que el número de teléfono del director de tesis de Svetlana que ésta había facilitado como referencia podría ser de ayuda. David, obviamente, no recordaba el número, pero le había dado las claves de acceso web de su operador de telefonía móvil y el día aproximado de la llamada. No costó demasiado encontrarlo en el histórico de facturas, era uno de los pocos teléfonos no habituales. La línea estaba desconectada. Una búsqueda por Internet le descubrió que pertenecía a una centralita virtual, seguramente un servicio situado en la India, que recibía llamadas fingiendo ser quien quisiese el cliente. Podía contratarse algo así por diez pavos al mes más uno extra por cada llamada. Proporcionar cobertura a la niñera falsa había costado once dólares.

«¿Cómo pudiste ser tan ingenuo, Dave?».

Otro punto muerto.

Era absurdo. Los secuestradores no sólo se habían preocupado de asesinar a Svetlana, sino que habían eliminado cualquier rastro de su existencia. La habían hecho desaparecer de la faz de la tierra, como si nunca hubiera existido.

Su cuñado también había mencionado la conversación entre Svetlana y Jim Robson, que era lo que le había hecho conducir hasta su casa en plena noche. Aunque Kate no creía que hubiese nada al final de ese hilo, estaba tan desesperada que estaba dispuesta a tirar de él con tal de arrojar alguna luz sobre lo ocurrido. La pregunta era cómo hacerlo sin despertar las sospechas de su padre.

Aún era demasiado temprano para llamar al viejo, pero no para otra llamada que debía hacer urgentemente.

Marcó el número de su superior.

—McKenna —respondió una voz dura al segundo ring.

—Estoy enferma, jefe.

—No, no lo estás.

Kate se sobresaltó tanto que estuvo a punto de tirar la taza de café al suelo. ¿Sabía algo McKenna?

—Tengo una gripe intestinal, señor.

—Robson, no has estado enferma en toda tu vida, joder. ¿Tienes que pillar un virus justo hoy? Tenemos el informe táctico de lo de mañana.

—Estoy mal de verdad. Me ha dado duro —dijo, con voz normal. Sabía que la manera más fácil de pillar a alguien que miente sobre su salud para no ir al trabajo es lo mal que casi todo el mundo finge voz de enfermo.

—¿Sabes cómo me estás jodiendo, Robson? Mañana tenemos un operativo muy especial y muy peligroso. Tengo que destacar a un equipo muy selecto de hombres, la salida es secreta y además todos los civiles se han vuelto locos en la Casa Blanca. Llevo aquí desde las dos de la mañana.

—Lo siento, señor, pero de verdad que no estoy en condiciones.

—Robson, dime cuántos ochentaycuatros llevamos en lo que va de mes.

La ley 18 84 prohíbe a los estadounidenses atentar contra la vida del Presidente. Siempre que sea posible, los intentos de asesinato contra el Presidente se resuelven fuera de los focos, con acciones rápidas y juicios a puerta cerrada, para no alentar la aparición de imitadores. Esa política incluye oscuros eufemismos para los magnicidas en potencia, y uno de ellos es ochentaycuatros.

—Tres —admitió Kate, cada vez más nerviosa.

—El último logró colar un rifle a setenta pasos de Renegade, Robson. Ellos cada vez son más y nosotros menos. Mañana es la salida más jodida del año, y lo sabes. No puedes dejarme tirado.

—Puede llevar a otro al informe táctico, señor.

—¡No, Robson, no puedo! Renegade me ordenó específicamente que sólo doce personas supiesen de la salida de mañana, y ya le parecían muchas. Y Rennaissance me dijo que una de ellas tenías que ser tú. ¿Quieres que despierte a Renegade y le diga que tengo que meter en el ajo a alguien más?

—Lo… lo siento, señor. Intentaré recomponerme lo antes posible. Iré esta noche a leer el informe táctico por mi cuenta.

—Esta noche, una mierda. Cuatro horas, Robson. Bájate a la farmacia, cómprate una botella de Pepto Bismol tamaño familiar y preséntate aquí antes de las diez. Ya tendrás tiempo de ponerte mala mañana cuando acabe el servicio. Mira qué suerte, es un hospital. Seguro que el listillo de tu cuñado te hace descuento.

—Pero, señor…

Su jefe colgó antes de que ella pudiese añadir nada más.

Kate se quedó inmóvil, con el teléfono aún en la oreja y el cuerpo en tensión, atenazada por el dilema.

Una orden directa del supervisor Eric McKenna era tan tajante como si estuviese escrita en piedra por el dedo de fuego de Dios. A nadie se le ocurriría discutir una llamada como ésa. Si te pide que vayas a trabajar enfermo, con fiebre y diarrea, simplemente lo haces. No hay otra opción.

Si ella fuese una agente menos comprometida, problemática y respondona, ignorar la orden de presentarse allí en tres horas supondría una sanción, pero no levantaría sospechas. Pero teniendo en cuenta que David iba a operar al Presidente y las circunstancias que rodeaban a la intervención, aquello era impensable. Y ella era lo contrario de problemática. Tantos años de leal servicio y cumplimiento se volvían ahora en su contra.

Si no se presentaba, sospecharían. Podrían mirar con lupa a David y descubrirlo todo.

La frustración y la ansiedad que se cocían a fuego lento en su interior desde hace horas llegaron a un punto de ebullición.

—¡Joder! —gritó, barriendo con el brazo los inútiles papeles de la encimera. La taza de café iba incluida, y se hizo añicos contra el suelo.

Frustrada, Kate se agachó para recoger el desastre cuando vio algo que le llamó la atención. Pegado a la goma del sobre de uno de los folletos publicitarios había un pequeño rectángulo de papel doblado que se le había pasado antes por alto.

Al desdoblarlo y leerlo se le aceleró el corazón.

Allí estaba, por fin, la pista que necesitaba.