KATE

La larga espera fue una tortura.

Kate aguardaba, la espalda contra la pared del cobertizo y la pistola apuntando a la puerta, repasando una y otra vez lo sucedido, dudando de si había cometido un error al meterse en aquella ratonera. Esperar allí la estaba poniendo aún más nerviosa. Subir la loma hasta la carretera sin saber si había alguien más esperando era una locura. Se planteó contestar el SMS de David, para ver si podía contarle algo, pero no quería perder ni un instante la concentración.

De pronto hubo un sonido carraspeante, una tos de fumador. Y enseguida al otro lado de la puerta se escuchó una voz, esta vez hablando en inglés. Kate pegó el oído contra la pared del cobertizo y consiguió distinguir las palabras del intruso.

—No, no he podido llamarle antes. No, no, línea de móvil no funsionaba. Ya, ya comprendo. Habrá sido fallo de la operadora. Ya le dije que Verison era grande porquería.

Silencio.

—Le he dicho que ya hemos mirado completo. Dejan y mi hermano dan vueltas por vesindario, no vehículos sospechosos, nada de furgonetas, nada.

Silencio.

—Sí, sí, yo comprendo. Registraremos otra ves toda casa. Pero aquí no hay nadie. Lo sé porque puse trampa siega con pelo pegado con saliva en puerta fuera, pelo cae si abres puerta y pelo seguía mismo sitio, ¿usted comprende?

Otro silencio.

—Sí, recuerdo Estambul. No culpa mía entonces.

Un nuevo silencio, esta vez más largo.

—Usted es el que paga —dijo el intruso con voz muy tensa.

«Van a registrarlo todo de nuevo. Si ven el candado abierto, entrarán. Puedo abatir al primero, pero los demás no serán tan estúpidos. Dispararán a través de las paredes del cobertizo, y estaré lista. Este plástico endeble no detendría ni a un mosquito».

Pero Kate no podía hacer nada salvo esperar con el dedo en el gatillo.

Afuera, la llovizna se convirtió en verdadera lluvia. Las gotas rebotaban con fuerza en el techo del cobertizo, como balas cayendo dentro de un cubo de playa. Kate creyó escuchar en dos ocasiones cómo un coche se ponía en marcha, pero no logró estar segura.

Nadie entró en el cobertizo ni escuchó más ruidos en el jardín. El tiempo se estiró y se desvaneció en aquella asfixiante oscuridad, que le hizo pensar en Julia y en el calvario que debía de estar sufriendo. Esperó durante dos horas que se le hicieron eternas, sintiéndose inútil e impotente. Se dio cuenta de que toda la preparación, toda la energía que desprendía, toda la fuerza de su posición dependía fundamentalmente de la actitud de los demás. Ella era la agente especial Robson, del Servicio Secreto. Anunciar eso a un sospechoso provocaba un miedo instantáneo, porque ella no era sólo una mujer fuerte con una pistola, era la cara de Leviatán. Tocarla a ella era tirar de la capa de Superman, o escupir al viento. Nadie juega con el Servicio Secreto.

Sin embargo, actuando a escondidas y con miedo no era más que el familiar asustado de una víctima. Comenzaba a dudar de si seguirle la corriente a David no había sido más que un tremendo error.

Finalmente decidió que era imposible que los intrusos continuasen en la casa. Se puso en pie, con los músculos doloridos por haber estado tanto rato en la misma postura. Flexionó los brazos y las piernas varias veces antes de salir. Debía desentumecerlos para lograr alcanzar la carretera lo más rápido posible.

Estaba abrumada por la magnitud de su fracaso. Su plan había sido un desastre. Se marchaba sin haber logrado registrar el lugar a fondo, pero ahora volver a encender el inhibidor de señal y entrar en la casa estaba completamente descartado. Aquel truco no volvería a funcionar, levantaría demasiadas sospechas.

Recogió el aparato e iba a atravesar la puerta cuando una idea cruzó por su mente y se dio la vuelta. En el cobertizo estaba el contenedor de reciclado de los Evans, donde guardaban en tres compartimentos separados el aluminio, el plástico y el papel. En Silver Spring el camión de reciclado pasaba una vez por semana.

«Tal vez se les haya pasado por alto. Vamos, por favor. Sólo necesitamos un pequeño golpe de suerte…»

Levantó la tapa y sacó la bolsa azul del compartimento de papel. Pesaba muy poco.

«No es gran cosa, pero es menos que nada».

Abrió la puerta, volvió a colocar el candado en su sitio y corrió de vuelta hacia su coche, bajo la lluvia, preguntándose si entre aquel puñado de papeles habría algo que le conduciría hasta su sobrina secuestrada.