Cuando vio la silueta del subfusil, comprendió que era verdad. Se dio cuenta de que hasta aquel momento no había creído del todo la historia de David. No porque le pareciese implausible, pues su día a día consistía en lidiar con amenazas potenciales e intentos de asesinato contra el Presidente —más de diez el año anterior, de los que la opinión pública no se había enterado—. Tampoco por ser enrevesada. Al contrario, su experiencia le decía que a menudo son las historias simples y que mejor encajan las que más veces acaban siendo mentira.
No, no lo había creído del todo porque no quería creer que fuese cierto.
Y sin embargo allí estaba la silueta de alguien desconocido, recortándose contra uno de los cristales translúcidos que hacía las veces de pasaluz junto a la puerta. Y en sus manos, la amenazante sombra de un arma. Había otro hombre junto a él, o al menos eso dedujo Kate, ya que alguien estaba forcejeando con una llave en la cerradura.
La agente contemplaba la escena asomada a la puerta del sótano, y por un instante dudó si volver a bajar e intentar salir por uno de los ventanucos, pero decidió que era una opción demasiado arriesgada. Tardaría en alcanzarlos y tendría que romperlos para salir, ya que eran de cristal fijo. El riesgo de que la descubriesen era demasiado alto. Tampoco podía quedarse en el sótano. Unos segundos más y estaría atrapada dentro, sin ningún lugar donde esconderse.
«No puedo arriesgarme a salir por las ventanas, no sin visibilidad. No sé cuántos hay ahí afuera».
Sin pensarlo más caminó agachada hacia el salón, pisando con cuidado para no hacer ruido. Sacó su arma con delicadeza y la sostuvo en posición de combate, en ángulo de 45 grados y apuntando al suelo. La usaría si no le quedaba más remedio, pero tenía que evitar a toda costa un enfrentamiento con los intrusos.
«No pueden verme aquí. Si no regresan, Julia muere. Si me encuentran, Julia muere».
A su espalda escuchó el ruido de la puerta de la calle al abrirse. Kate notó cómo su respiración se hacía más lenta y tranquila. La angustia y las dudas que la consumían en los últimos tiempos se esfumaron. Sus hombros se enderezaron, sus oídos se agudizaron, el pulso comenzó a bombearle en el cuello despacio pero con fuerza, como un batería manco tocando una marcha fúnebre.
«La única solución es desandar lo andado y desaparecer. Sin una maldita pista, mierda».
Recorrió los tres metros que la separaban de la terraza cubierta. Tal vez no fuese tan malo el que hubiesen aparecido los secuestradores. Si conseguía salir de allí inadvertida, podía seguirlos, o en el peor de los casos apuntar su matrícula.
«Tendremos a Julia de vuelta durmiendo esta misma noche en su cama, en lugar de en un agujero. Lo único que debo hacer es llegar hasta mi coche».
Abrió la puerta corredera, despacio para no hacer ruido. El riel iba muy duro, y Kate no tuvo más remedio que dejar el arma en el suelo y apoyar las dos manos sobre el cristal para conseguir que se moviese. Tras ella sonaban los pasos pesados de uno de los intrusos, aún en el pasillo. La abrió lo suficiente para deslizarse afuera, cogió el arma y cerró la puerta tras ella. Consiguió apartarse del cristal cuando el otro ya entraba en el salón.
«Bien. Ahora la puerta de la terraza y ya está. Estarás a salvo».
Se apartó de la puerta que daba al salón y caminó en cuclillas, pegada a la pared de la casa. La puerta estaba a sólo cuatro metros, en el otro extremo de la terraza. La cubierta estaba formada por una separación de madera a media altura y seis grandes ventanas de cristal.
Justo en ese momento, el hombre de dentro encendió la luz del salón. Un rectángulo de luz iluminó el espacio que acababa de abandonar Kate hacía escasos segundos. Y al otro lado apareció el rostro de un hombre, que gritaba a través de la ventana en un idioma extranjero.
«¡Mierda!».
Kate se apretó contra la pared, sin más protección que la sombra de la mesa de metal. Comprendió que lo único que la había salvado de ser vista había sido el resplandor de la luz del salón, que había cegado al hombre de fuera y creado para ella una zona de oscuridad. Se arrastró hacia la zona de los sofás, notando cómo su cuerpo desplazaba ligeramente las sillas sobre la madera y rezando para que no lo notasen.
El hombre de dentro también estaba gritando, aunque no tan alto y con voz mucho más grave. Algo debió de ordenarle al de fuera, porque éste abandonó el lugar donde estaba y se dirigió a la puerta.
Kate encogió el cuerpo como pudo y aferró más firmemente el arma. Notó que una gota de sudor le resbalaba lentamente por la espalda, y redujo su respiración al mínimo. Tenía miedo, pero no estaba nerviosa. Escondida entre el sofá y la pared, a merced de dos o más enemigos, sola y con todas las posibilidades en contra. Y a pesar de ello el chorro de adrenalina que corría por sus venas la hacía sentir viva y poderosa, como hacía mucho tiempo que no se había sentido.
Las suelas de los zapatos del intruso de fuera resonaban con fuerza sobre la tarima de la terraza. Debía de llevar zapatos de piel con suela de madera. El repiqueteo se detuvo junto a Kate, y ésta notó un escalofrío. El matón estaba tan cerca de ella que hubiese podido tocarlo con sólo extender el brazo. Le daba parcialmente la espalda mientras hurgaba con las manos en un paquete de tabaco. Ella escuchó con toda claridad el ruido del papel de celofán al abrirse, el golpeteo de las yemas de los dedos sobre la parte superior para sacar un cigarro, el rascado de la cerilla sobre la caja. Olió el fósforo, la primera calada del tabaco, la grasa del arma. Vio la dureza del rostro, las manos enormes y encallecidas cubiertas por guantes de látex, la inconfundible forma gruesa y ovalada bajo el cañón del subfusil.
«PP-19 Bizon. Fabricación rusa, cara y muy poco común fuera de sus fuerzas especiales y elementos muy peligrosos de las mafias de Europa del Este. Munición de 9 mm Parabellum. Menor potencia de impacto que mi MP5, pero capaz de crear una auténtica cortina de fuego. 64 disparos por cargador, el triple de lo normal».
«Si te pilla, esa bestia puede partirte en dos».
De haberse hallado en idéntica situación en cualquier misión normal, ella se hubiese puesto en pie, hubiese colocado su pistola contra la sien del sospechoso por sorpresa y le hubiese detenido allí mismo. Pero aquélla no era una misión normal ni ella podía actuar de forma convencional. Sólo podía rezar por que el intruso continuase su camino hacia el salón. Sin volverse hacia su precario escondite. Tan sólo con que encendiese las luces la descubriría.
«Por favor. Camina. Camina».
El hombre hizo un movimiento brusco y el corazón de Kate dio un vuelco. Pero no se volvió hacia ella, sino que entró en la casa.
«Ahora. Ahora o nunca».
Kate salió por el lado contrario del sofá y se arrastró hacia la puerta. El intruso la había dejado entreabierta, así que la agente pudo escurrirse por el hueco sin hacer ruido. Sintió un escalofrío cuando su cuerpo entró en contacto con la hierba empapada, pero no se atrevió a levantarse. No podía correr hacia la carretera, porque no sabía si habría alguno más afuera. Y había algo mucho más urgente: no podía irse sin desconectar el inhibidor, o terminarían descubriéndola.
En lugar de marcharse se arrastró hasta el cobertizo. Cerró la puerta tras ella y tiró del cable del inhibidor, apagando la máquina. Al cabo recibió un mensaje de David, enviado veinte minutos antes.
TEN CUIDADO, KATE. CREO QUE SABEN
QUE HAY ALGUIEN EN MI CASA. DAVID.
«¿Ah, sí? Gracias por la información, genio».
Se dejó caer entre el contenedor de reciclado y la máquina cortacésped, con la ropa chorreando y tiritando por el frío y la tensión.