KATE

La noche se había cerrado sobre Silver Spring. Una suave llovizna perlaba de minúsculas gotas la espalda de Kate mientras ésta rebuscaba en el maletero hasta encontrar lo que necesitaba: una bolsa de lona negra del tamaño de un bolso de mano.

La puso dentro de su cazadora, bajo la que se ocultaba también la cartuchera de su SIG Sauer P229. Cruzó la calle y caminó por la acera con tranquilidad, como si fuese una residente más volviendo a casa tras un largo día. Rebasó la casa, comprobando discretamente que no hubiese nadie cerca, y saltó la valla blanca.

Usando el pequeño cobertizo del jardín como protección, corrió pendiente abajo hasta alcanzar la pared de atrás de éste. La hierba estaba empapada por efecto de la lluvia, y en los últimos metros estuvo a punto de caerse. Terminó frenando contra la estructura de plástico usando el hombro derecho. Pegada a la pared, llegó hasta la puerta del cobertizo. Las luces del jardín no se habían encendido, pues los Evans, muy concienciados con el medio ambiente, no usaban temporizadores ni sensores, sino que las conectaban manualmente cuando estaban en casa. Aun así el tenue resplandor que llegaba del patio de los vecinos trazaba una difusa sombra de Kate contra el césped. La casa más cercana estaba bastante lejos, y no había muchas posibilidades de que la viesen irrumpir en la propiedad de su cuñado. Pero podrían verla y avisar a la policía, que mandaría un coche patrulla. En cuyo caso los secuestradores pensarían que había sido David quien les había avisado. Eso no podía ocurrir.

«Tengo que abrir esto cuanto antes».

El cobertizo estaba cerrado con un candado, pero no un buen Master, sino una guarrería de importación comprada en Home Depot. Al viejo Robson le hubiese dado algo sólo de verlo. Kate tardó menos de cinco segundos en forzarlo usando el clip de sujeción de un boli. Ventajas de tener un padre ferretero.

Entró cerrando la puerta tras de sí, pero no encendió la luz, en lugar de eso sacó su linterna para orientarse en el pequeño habitáculo. Apartó un saco de fertilizante y encontró la manguera del riego automático. Los Evans tenían aspersor eléctrico, que se conectaba al enchufe instalado dentro del cobertizo. Desenchufó el aspersor y sacó de debajo de su cazadora la bolsa de lona. Abrió la cremallera y extrajo un aparato de color gris oscuro, provisto de tres antenas y de un transformador con selector de voltaje. Aquél era el inhibidor de frecuencia estándar que se instalaba en las residencias temporales o en los coches de los protegidos cuando corrían riesgo de sufrir un ataque con coche bomba. Bloqueaba cualquier señal electromagnética en un radio de cincuenta metros a la redonda. Radio, teléfonos móviles, GPS, todo. En el caso del Presidente, se empleaba un todoterreno cargado de maquinaria especializada que provocaba una burbuja de 200 metros en torno a la caravana presidencial. Las únicas señales que podían atravesar esa barrera eran los teléfonos de las personas autorizadas y las comunicaciones del Servicio Secreto.

Kate colocó las antenas del inhibidor en posición vertical, cambió el selector de voltaje de 12 a 110 v, lo conectó a la red eléctrica y esperó ansiosa a que las seis luces pasasen de un naranja parpadeante a un estable verde lima. Sacó la Blackberry del trabajo y el Nokia recién comprado. Ambos mostraban el aviso de NO SERVICE. Aquel inhibidor era mucho menos sofisticado que el todoterreno especial.

Apagó la linterna y entreabrió la puerta del cobertizo, mirando hacia la casa. Si la intuición no le fallaba, las cámaras de White tenían que estar conectadas mediante una tarjeta SIM, enviando sus imágenes empleando su propia conexión. Un profesional no las conectaría al propio Internet de la víctima, pues era demasiado fácil detectarlas y el flujo de datos dependería del operador. Kate hubiese podido comprobarlo de forma muy sencilla si tuviese el detector de dispositivos ocultos que solía usar en la agencia, pero el suyo se había roto la semana anterior y los del departamento técnico no le habían enviado uno de repuesto aún.

No quedaba más remedio que jugársela. En aquel momento los secuestradores ya sabían que algo no iba bien. Estarían mirando a unos monitores llenos de ruido blanco, preguntándose qué había ocurrido. Y a pesar de que sabían que David estaba en el hospital, sería cuestión de tiempo que enviasen a alguien.

En el mejor de los casos dispondría de unos pocos minutos.

—Aquí vamos —susurró, como hacía siempre antes de comenzar una misión. El mantra servía tanto para darse ánimos como de encantamiento para alejar la mala suerte.

Abrió la puerta y corrió hacia la casa. Llegó hasta la parte trasera en pocas zancadas. Se agachó junto a la pared cubierta de hiedra y rebuscó en el parterre de buganvillas la piedra falsa donde David le había dicho que guardaban la llave de la puerta de atrás. No fue capaz de localizarla en la oscuridad, pero antes de seguir buscando probó a girar el pomo, que se abrió a la primera.

«Típico de David —pensó Kate—. No les habrá costado demasiado llenar tu casa de micros, desde luego».

La puerta trasera daba a una terraza cubierta de suelo de madera, con un par de sofás enfrentados y una mesa de metal, donde los Evans solían pasar las tardes jugando al backgammon mientras Julia correteaba por el jardín.

Allí era donde había sucedido. Aquella noche en que Rachel trabajaba hasta tarde y ella había bebido una copa de más.

Kate apartó la vista. La mera evocación del recuerdo la hacía sentir culpable. Él había sido un caballero en todos los sentidos y no se había vuelto a hablar del asunto, pero las cosas ya no habían vuelto a ser igual entre ellos.

Abrió la puerta corredera de cristal y entró en el salón. No pudo evitar mirar la repisa de la chimenea. La foto de la boda de Rachel y David era la misma que estaba en el salón de sus padres. Kate había estado en unas cuantas bodas y visto unas cuantas novias. Siempre se convertían en maestras de ceremonias y princesas de su propia fiesta. Pero no su hermana, para la que toda aquella gente no estaba allí. Sólo estaba su recién estrenado marido.

David tenía los ojos verdes y el pelo negro azulado. Un pelo digno de una canción, había dicho Rachel. En los últimos meses las sienes se le habían vuelto plateadas, y pequeñas arrugas se marcaban en el rostro fuerte y anguloso. Tras la muerte de su esposa, David había envejecido cinco años de golpe, como si ella fuese su único vínculo con la alegría.

«La querías —pensó Kate, sintiéndose a punto de llorar—. La querías de verdad, y eso hace todavía más difícil perdonarte, David. Ojalá alguien me mirase alguna vez como os mirabais vosotros dos. Si yo tuviese a alguien a quien quisiera de ese modo, no permitiría que le sucediese nada».

Junto a la de la boda había una foto enmarcada de David con su hija. Estaban en un parque. Ella iba subida sobre sus hombros y él tenía la boca muy abierta y una expresión cómica mientras simulaba que iba a morderle la rodilla. Julia se partía de risa.

«Pero es un padre estupendo, capaz de darle en un solo día muchos más besos y abrazos a Julia de los que nos daba papá a nosotras en todo un año. Un hombre despistado y un poco desastre, cierto. Podría pasar más tiempo con la niña, cierto. ¿Qué padre hoy en día no peca de lo mismo? Pero cuando están juntos no existe nada más en el mundo. Julia lo mira con una admiración infinita, el sol sale y se pone con su padre. Y David se esfuerza. Se aprende de memoria los nombres de cada personaje de la tele, le cuenta cuentos. A su torpe manera, pero realmente intenta acercarse a ella».

Se apartó de la repisa de la chimenea moviendo la cabeza. Los sentimientos contradictorios parecían pelearse por su corazón, tirando de él en varias direcciones a la vez.

«Tengo que dejar de sentirme así. Vamos, concéntrate, Kate. Tenemos que encontrar rastros de ella. Puntos de apoyo, pistas».

—Necesito saber cómo era ella, David. Necesito una foto.

—No tengo ninguna —había respondido él—. Hice alguna la semana pasada en la que salía ella jugando con Julia, pero aún no las había pasado al ordenador.

—Tenemos que pensar en alguna forma en la que me la puedas mandar desde el teléfono.

—No podría aunque quisiera. Toda la biblioteca de fotos del iPhone ha sido borrada. Fue lo primero que se me ocurrió comprobar anoche cuando aún creía que era ella la que se había llevado a Julia.

Kate cruzó el salón y la cocina y llegó hasta el cuarto de Svetlana. Aún persistía el olor a lejía en todas las superficies. David no mentía cuando dijo que tenían que haber restregado obsesivamente hasta el último rincón de la habitación. Revisó la cama, la cómoda, sacó los cajones de ésta y miró debajo. Escudriñó el suelo del pequeño armario empotrado, la mesa y la papelera.

Vacía.

Como todo lo demás.

Intentó visualizar a Svetlana en aquella habitación. Durmiendo, estudiando o fingiendo que lo hacía. Tumbada en la cama, mirando al techo, planeando cuál sería su siguiente movimiento. Cómo ganarse la confianza de una familia destrozada por el dolor tras la muerte de Rachel. ¿La habrían amenazado los secuestradores o lo habría hecho por dinero?

«Claro que en el pecado llevaste la penitencia, Svetlana. Esto es todo lo que ha quedado de ti: olor a lejía».

Fue hasta el vestíbulo de la entrada, donde se camuflaba la puerta del sótano bajo la escalera que llevaba al piso de arriba. Bajó los crujientes escalones de madera empleando la linterna bien apuntada al suelo para no caerse, evitando que el haz de luz se acercase a las ventanas. No quería encender ninguna bombilla que alertase a los secuestradores de que había alguien más en la casa.

Echó un vistazo en la parte trasera. Las bicicletas estaban colgadas de la pared, no bloqueando el paso, y el cadáver de Svetlana había desaparecido. Allá donde David afirmaba que la había visto la noche anterior no había nada, salvo de nuevo el olor a lejía. Tocó la pared con los dedos. La vieja pintura de las paredes del sótano aparecía húmeda y algo descascarillada en el lugar donde el cadáver debía de haber estado apoyado.

En ese momento un rectángulo de luz entró a través de las estrechas ventanas del sótano. Kate ladeó la cabeza, escuchando, y se puso inmediatamente alerta. El coche no pasó de largo, como habían hecho un par de ellos en el rato transcurrido desde que había entrado. Las ruedas se detuvieron a pocos metros. El motor se apagó y se escucharon unos pasos sobre la calzada.

Ya estaban allí.