KATE

Desde donde estaba apenas podía ver el tejado.

La tarde terminaba, y un cielo plomizo y perturbador parecía a punto de colapsar sobre la casa de los Evans. Las nubes colgaban pesadas y densas, conteniendo el aliento.

La agente especial Kate Robson las imitaba, respirando muy despacio, intentando concentrarse. Hacía tres años que no vigilaba una casa, y en la época en la que lo hacía siempre estaba junto a un compañero y al menos un par de unidades de apoyo de las fuerzas locales. Tenían contacto permanente por radio con la central, y sobre todo, cuando se acercaban, se aseguraban muy bien de que los sospechosos tuviesen muy claro quién estaba aporreando su puerta.

Desde que había comenzado a proteger a la Primera Dama, su preparación exhaustiva de cada uno de los escenarios en los que tenía que intervenir estando de servicio se realizaba con mapas, fotografías y visitas previas. En los casos más complejos empleaban simulacros virtuales realizados con un poderoso y potente software que recreaba hasta el último detalle de los lugares que iban a visitar, contando con al menos tres rutas alternativas. El programa incluso reproducía los interiores de los edificios a la perfección a partir de los planos de la construcción y de las fotos que tomaban los agentes destacados en avanzadilla semanas antes del evento.

Kate nunca había trabajado así, con tanta incertidumbre y tan pocas cartas en la mano. Y lo que era peor, con la vida de su sobrina en juego.

Comenzó a elaborar mentalmente una lista de las cosas que no podía hacer, pero terminó saturándose. Todo lo que se le ocurría estaba fuera de su alcance. No contaba con equipo ni con tiempo para iniciar una acción camuflada, no podía acercarse directamente a la casa, pues no sabía si las cámaras apuntaban también hacia afuera, no podía saber si había alguien más vigilando en la distancia… Terminaba antes haciendo la lista de lo que sí podía hacer.

Su primera baza era el conocimiento de la casa. Aunque llevaba muchos meses sin visitarla, sabía de memoria su disposición. Acceder sería relativamente sencillo. Hacerlo sin ser vista sería otro cantar.

Pasó un coche junto al suyo y Kate se encogió instintivamente en el asiento, hasta que se dio cuenta de que aquella actitud era más sospechosa que estar simplemente sentada en el coche. Llevaba un Ford Taurus negro perteneciente a la flota del Servicio Secreto, con el que supuestamente debería volver al trabajo al día siguiente. Los agentes los usaban con casi total normalidad como coches particulares al finalizar su turno, uno de los escasos beneficios de su trabajo. El «casi» incluía un pequeñísimo detalle: nadie que no perteneciese a la agencia podía subir al coche. Esas eran las estrictas normas del Servicio Secreto, lo cual en esencia significaba que si tenías familia, estabas obligado a comprarte otro vehículo.

Ese no era el caso de Rachel, para quien la frase «formar una familia» era una idea borrosa en su proyecto vital. Una aspiración inalcanzable, algo que deseaba mucho pero que no se veía capaz de conseguir. Como subir al Everest o ganar la lotería del Estado.

El Taurus impecable era una buena prueba de ello. Si subía a la Dodge Ram de su padre, tornillos sueltos por la alfombra se le metían en el dibujo de las suelas. Si subía al Prius de Rachel sabía sin necesidad de mirarse que al bajar tendría que sacudirse las migas que se le habían quedado pegadas en el fondillo del pantalón, porque Julia no destacaba precisamente por su pulcritud.

La vida mancha. La familia pesa.

Sacó el Nokia desechable que acababa de comprar en T-Mobile, a pocas manzanas de allí, y lo enchufó al conector del mechero usando un cable que le había costado más que el propio teléfono. Tardó un par de minutos en tener batería suficiente como para iniciarse. Cuando lo hizo, envió al móvil que le había prestado a David un mensaje.

YA HE LLEGADO. TE IRÉ CONTANDO.

Volvió a estudiar fijamente la casa. Era una preciosa propiedad de cuatro dormitorios de estilo colonial, con el exterior pintado de gris azulado. Había una pendiente cubierta de césped que ocultaba parcialmente la parte de atrás si llegabas desde una tranquila calle lateral, que era donde Kate estaba aparcada en aquel momento. Desde la valla blanca que separaba la finca de la calle hasta la puerta trasera habría unos veinte metros. Calculó rápidamente el tiempo que le llevaría recorrer aquella distancia cuesta abajo. Unos cuatro segundos, más o menos. Cuatro segundos en los que estaría expuesta a cualquiera que estuviese vigilando la casa. A las cámaras no. Si su plan funcionaba podría acercarse sin ser vista, aunque no dispondría de mucho tiempo.

En las reuniones preparatorias del Servicio Secreto, a las opciones más arriesgadas en un escenario se les asignaba un porcentaje de fallo, conocido coloquialmente como PC, o Posibilidad de Cagarla. Cualquier PC superior al 15 por ciento era inmediatamente desestimado. Considerando lo poco que sabía sobre los secuestradores de Julia, el PC de su plan era de un 60 por ciento, y eso siendo optimista.

Dio una palmada rabiosa en el volante. Cada hora que pasaba reducía sus posibilidades de encontrar a Julia antes de la hora límite. Necesitaba entrar en aquella casa. No quedaba más remedio que seguir adelante con el plan.

A su alrededor los sensores automáticos de las viviendas habían comenzado a encender las luces exteriores de las casas, creando islas de luz en el suave índigo del atardecer. Kate consultó su reloj. Anochecería en pocos minutos, así que le convenía esperar.

Sin poder evitarlo echó mano a su cartera y sacó una pequeña foto que había robado el día anterior del álbum de su madre. Había sido tomada después de un partido de lacrosse cuando ambas estaban en secundaria. Como siempre, el uniforme de Rachel estaba impoluto, mientras que el de su hermana era una ruina de manchas de césped y sudor. La sonrisa de Rachel parecía dibujada por el pincel de un gran maestro italiano, la de Kate era la mueca de un animal salvaje. La pequeña se apoyaba en su palo con la mano derecha, con el brazo izquierdo por encima del hombro de Rachel y sostenía el palo de ella con la mano izquierda, en un gesto protector.

Así había sido siempre. Rachel había nacido el 4 de enero de 1978, destinada a ser la hija que Aura Robson había deseado siempre. Pero Jim quería un varón, un heredero fuerte en el que mirarse. Así que en diciembre de aquel mismo año llegó el segundo vástago, que acabó naciendo sin el anhelado pedazo de carne entre las piernas.

La niña había llegado al mundo pisando fuerte, y el vientre de su madre no fue una excepción. Complicaciones durante el parto obligaron a los médicos a practicarle a Aura una histerectomía. Cuando supo el sexo de su hija y que nunca habría un Jimmy Robson, el duro virginiano ni siquiera esperó a que el bebé saliese de Maternidad. Subió a su coche y pasó toda la noche bebiendo en un bar de carretera. Cuando unos amigos lo llevaron a casa dos días después, conoció por fin a su hija pequeña.

Kate dio un trago de agua a una botella que llevaba un par de días en el compartimento del lateral de la puerta. Tenía un regusto a ropa sin lavar. Un sabor de segunda mano que le recordó mucho al escaso afecto que le profesaba su padre.

Jim, a su modo, había acabado queriendo a aquella niña que le presentaron cuando se le pasó la borrachera. Pero siempre hubo algo que le impidió amarla del todo. Ella siempre sería la que había robado la energía y la fuerza vital que su madre debía haber legado a su muy deseado hermano.

Los niños, en contra de la opinión general de los adultos, no son imbéciles. Son capaces de percibir sentimientos complejos desde muy pequeños. Y una brecha de decepción tan grande como la que tenía que atravesar el amor de Kate para alcanzar a su padre no iba a ser una excepción.

¿Cómo compites contra un ser humano que nunca ha llegado a existir, contra una idea, contra un anhelo? La respuesta es obvia: no puedes. A pesar de todo, Kate había crecido dispuesta a ser el niño Robson. Su carácter indomable era un constante dolor de cabeza para todos, pero allá donde más quedaba de manifiesto era en la relación con Rachel. Habían crecido juntas, tan cerca la una de la otra como puedan estar dos hermanas. Y sin embargo eran completamente opuestas. Rachel era una belleza tranquila y serena como un lago de montaña, Kate era como un rayo nervioso. Desde que comenzaron el colegio fueron a la misma clase, y la pequeña se erigió en guardiana y protectora de la mayor.

Kate fue la que se comió un ciempiés cuando Rachel, que había perdido un ridículo juego infantil, no se había atrevido. Kate fue la que irrumpió en el despacho del señor Eckmann para sustituir el examen de matemáticas que le había salido mal a Rachel. Kate fue la que sacó la cara por su hermana cuando las pillaron haciendo novillos en sexto grado.

Por la noche, de un lado a otro del dormitorio que compartían, viajaban confidencias susurradas, hasta que ambas se quedaban dormidas. Había hablado con ella de los hoyuelos, de fiestas, de chicos y de canciones. De cómo las dos cuando creciesen vivirían en la misma casa y tendrían un par de maridos estupendos. La habitación olía a chicle, a goma de borrar y al suavizante barato de mamá. Y cuando una vez Rachel, tras mucho rato llorando, le contó a su hermana que Randall Jackson se había propasado durante una sesión de besuqueos bajo las gradas, Kate no lo dudó un instante. Salió de la cama, se calzó unas botas, se subió en pijama a su bici y pedaleó hasta casa de los Jackson. Tiró piedrecitas bajo la ventana de Randall y cuando el sobón apareció en el porche, le rompió dos dientes de un puñetazo.

El padre de Randy devolvió a Kate a casa y habló con sus padres. Hubo palabras tensas, pero Kate no soltó prenda, cruzada de brazos en el sofá, sobre las razones que le habían llevado a partirle la boca al capitán del equipo de fútbol. La situación no se calmó hasta que Rachel bajó las escaleras, encogida de miedo en su camisón, y lo confesó todo.

—Lamento el comportamiento de mi hijo. Le ruego que me disculpe, Jim. Tenga por seguro que recibirá un castigo adecuado —dijo el señor Jackson, retorciendo su gorra entre las manos, avergonzado.

Jim lo vio partir desde la puerta sin decir una palabra. Cuando el ruido del motor se desvaneció en la noche, se volvió hacia Kate mostrándole la cadena de seguridad de la bici que ella se había enrollado en los nudillos antes de golpear a Randy.

—¿Era esto necesario?

—Pesa trece kilos más que yo —respondió Kate, encogiéndose de hombros.

Jim se guardó la sonrisa para sus adentros, pero Kate sabía que había obrado bien. Ahora, tantos años después, a punto de cometer la mayor locura de su vida, su opinión sobre el asunto no había cambiado ni un ápice.

Por supuesto que era necesario.

Para proteger a tu familia se llega hasta donde haga falta.

Kate respiró hondo y abrió la puerta del coche.