No había tiempo que perder. El piso de abajo y las puertas eran una muerte segura. Si no acababan con ella las llamas, lo haría cualquiera de los dos secuaces que estaba esperando fuera. Esperar era una condena no sólo para ella, sino para la niña. Tenía que sacar a la niña de aquel agujero antes de que aquellas alimañas la devorasen.
Sólo quedaba una opción. Se dio la vuelta, corrió hacia la ventana y dio un paso hacia el vacío. Logró apoyar el pie en la grúa, que crujió y protestó bajo su peso. Había cinco metros de altura hasta el suelo. Si no bastaba para partirle el cuello, los serbios se encargarían de lo que quedase.
«Vamos. No mires abajo».
Colocó el segundo pie. Ahora todo su cuerpo estaba sobre la grúa. Tuvo que mover los brazos para mantener el equilibrio, y estuvo a punto de caer al vacío.
«No puedo. No puedo».
Y de pronto Rachel estaba allí, bajo ella, como aquella vez treinta años atrás. Las dos volvían a ser niñas, y Rachel gritaba con toda la fuerza de sus pulmones para que bajase de aquella rama que iba a partirse.
«Camina, gallina estúpida. ¡Muévete!».
Dio un paso. Otro. Luego un tercero.
Llegó al borde, ignorando el vértigo, su sempiterno miedo a las alturas, ignorando que el humo y las llamas comenzaban a asomar de la ventana que acababa de abandonar. Se agachó, arrodillándose, sintiendo como el brazo de la grúa se tambaleaba peligrosamente, estirando el brazo mientras se precipitaba al vacío. Y en el último instante sus dedos lograron asirse al gancho que colgaba de la polea. La gravedad hizo el resto, y cayó, descolgándose a toda velocidad.
Soltó el gancho, encogió las rodillas y rodó al tocar el suelo, pero aun así no fue suficiente para amortiguar la caída. Oyó un chasquido y un ramalazo de dolor subió por su pierna derecha.
«Algo se ha roto. Cómo duele, joder».
No había tiempo para diagnósticos. Se incorporó a duras penas y fue cojeando hasta la esquina norte. Empuñó el MP5, cambió el cargador y se asomó. A tres metros de distancia, fumando un cigarro con sonrisa estúpida y el arma apuntando distraídamente hacia la puerta, estaba uno de los secuestradores. Era el calvo que había pasado a su lado en la terraza de casa de David. Kate no le avisó, ni le dio el alto, ni una sola oportunidad. Apuntó, disparó y le voló la cabeza en medio segundo.
Oyó algo a su espalda.
No llegó a darse la vuelta, ni siquiera supo lo que le había pasado, no oyó los disparos. De pronto estaba en el suelo, sin poder mover el brazo derecho, chorreando sangre. Un balazo le había alcanzado a la altura del antebrazo. Fue vagamente consciente de que varios más habían impactado en su espalda, pero parecía que el chaleco se había encargado de detenerlos. O al menos aquéllos no le dolían como el enorme agujero que tenía en el antebrazo.
El MP5 estaba bajo ella, inutilizado. Sólo quedaba la pistola. Sin llegar a incorporarse echó mano de ella con la izquierda, desenfundó, se giró y disparó, como había ensayado más de un millar de veces a lo largo de tantos años.
Su agresor la miró con incredulidad. El disparo entró en su estómago, atravesándole de parte a parte. La Bizon que sostenía en sus manos, aún humeante, se deslizó al suelo. Kate no cometió el error que él había cometido y siguió disparando, hasta vaciar el cargador, sin fallar ni una sola vez. El cuerpo del serbio cayó de rodillas al suelo y se mantuvo en precario equilibrio sobre ellas antes de derrumbarse, convertido en un amasijo de carne.
«Puede que no haya tenido una vida. Quizás ha sido porque me preparaba para hacer esto», pensó Kate.
No se detuvo. Aullando de dolor, se puso en pie y logró quitarse la cazadora y echársela por la cabeza antes de entrar en el granero en llamas. Las balas de heno ardían, convertidas en un infierno que ya había alcanzado las vigas. En poco tiempo aquel lugar se desplomaría sobre el zulo donde estaba Julia.
A gatas, luchando por encontrar una bocanada de aire respirable en aquella masa de humo, Kate se abrió paso hasta el centro del granero. No podía ver nada, sus ojos lloraban y sus miembros malheridos gritaban de dolor. Buscó a tientas, palpando el suelo cubierto de pavesas encendidas.
De pronto sus dedos se cerraron sobre algo metálico. Acero redondeado, unido a algo bajo la tierra.
La argolla.
Tiró de ella, pero no sucedió nada. Tuvo que ponerse en pie y jalar con todas sus fuerzas. Entonces la tierra aplastada sobre la tapa del zulo cedió de pronto, abriéndose y arrojando a Kate al suelo de espaldas. Se incorporó de nuevo, a tiempo de ver una decena de formas oscuras huyendo del agujero.
Se asomó a él y allí estaba Julia. Cubierta de sangre y mordeduras en los brazos y en la cara. El pelo pegajoso, el pijama hecho una ruina, cada centímetro de piel lleno de tierra y suciedad.
Pero viva.
Alzó los brazos hacia ella, y Kate la sacó del agujero levantándola como si la niña no pesase nada. Corrió hacia la puerta con ella en brazos, mientras a su espalda las vigas en llamas comenzaban a partirse y caer. Ambas salieron del granero justo a tiempo y rodaron por la hierba, hechas un revoltijo.
Allí se quedaron abrazadas durante varios minutos, llorando en silencio hasta que lograron recobrar el aliento. La niña aún sostenía en la mano un trozo de madera, largo y estrecho.
—Vinieron a por mí, tía Kate. Y sólo tenía esto para defenderme. Lo arranqué de la pared.
—Lo has hecho muy bien, cariño.
—Llévame con mamá, tía Kate. Debe de estar preocupada.
Kate volvió a estallar en lágrimas. La besó en la frente con ternura, y sin dejar de abrazarla, sacó el teléfono y comenzó a marcar.
—Tranquila, cariño. Pronto estarás en casa.