KATE

Volvió a su coche, abrió el maletero, se quitó la cazadora y la arrojó dentro. Tiró de la manta que cubría un maletín de acero protegido con cerradura y contraseña. La abrió usando una llave minúscula del llavero de su casa y dejó allí las llaves, la cartera, todo lo que llevaba en los bolsillos. No quería nada que la estorbase.

Del maletín sacó su subfusil de asalto MP5. Lo había desmontado, limpiado, engrasado y vuelto a montar el martes por la noche, así que estaba en perfectas condiciones. Más preocupante era la munición. Sólo tenía tres cargadores cortos, cuarenta y cinco balas en total, así que disparar ráfagas automáticas estaba descartado. Se aseguró de colocar el selector en disparo a disparo, montó el cargador y colocó los otros dos en un cinturón especial. Sacó la funda del arma de la pistolera y su pistola Sig Sauer P229 y las unió también al cinturón.

Por último se puso el chaleco de kevlar. Era un modelo ligero, con las siglas de Servicio Secreto estampadas en amarillo. A su mente vino el recuerdo de los intrusos en casa de los Evans, y de la silueta de las PP-19 Bizon que llevaban.

«64 disparos por cargador —dijo dándose suavemente con los nudillos en el chaleco—. ¿Cuántos podrá parar esta cosa, si me alcanza de lleno? ¿Dos, tres?».

«No pienses. No pienses».

Dudó antes de volver a ponerse la cazadora de nuevo. La suma de la cazadora y el chaleco iba a restarle movimiento, pero las mangas blancas de su camisa eran demasiado llamativas. La cazadora negra ayudaría un poco a llegar sin ser vista hasta el granero.

«Cuando empiece la fiesta, ya te la quitarás. Si es que la empiezas tú».

Regresó a lo alto de la colina, empuñando el arma con ambas manos. Tendría que descender con cuidado, sirviéndose de los refugios naturales que le ofrecía la vegetación. Aprovechó un bosquecillo que había a la mitad de la cuesta para pararse a descansar y echar un último vistazo a la finca.

«Confían demasiado en que nadie encontrará este sitio. No han puesto a nadie a vigilar, o eso, o están demasiado agotados después del trabajito de esta noche».

Al menos tres de ellos habían estado en el coche, así que lo más probable era que se hubiesen ido a la casa principal a descansar, donde tendrían sus habitaciones. Asaltar aquel punto de la finca ella sola era imposible. Habría escaleras, recovecos, puntos ciegos, un millón de sitios en los que atrincherarse y muchas formas de cortarle el paso.

«Si Julia está ahí, la hemos jodido».

Pero la niña no estaría ahí. Estaría en el granero, donde pudiese ser controlada, y donde habían situado su centro de comunicaciones.

«Este es el plan, entonces: entras, la sacas de donde esté y corres colina arriba como alma que lleva el diablo. Infalible».

No pudo evitar un resoplido sarcástico ante su propia insensatez. Julia llevaba encerrada más de 50 horas en un agujero minúsculo en el que apenas podía ponerse en pie. Podía estar herida y enferma, y desde luego estaría en shock. Sería difícil que pudiese andar, ni mucho menos correr. Tendría que llevarla ella misma en brazos.

«¿Cuánto pesará, 24, 25 kilos? Dios, va a ser grandioso».

Pero tampoco tenía un plan mejor.

Descendió los últimos metros de la colina sintiendo cómo la sangre se le agolpaba en las sienes, su respiración se aceleraba y de alguna forma el mundo a su alrededor cambiaba. La luz se volvió más intensa, dura, casi sólida, irrompible. El tiempo comenzó a transcurrir más despacio, y las hojas que caían de los árboles dejaron de hacerlo para quedarse flotando en el aire. Para cuando alcanzó la puerta del granero, sus sentidos se habían agudizado al máximo por obra y gracia de la adrenalina. Podía distinguir cada poro, cada veta, cada sombra musgosa en la puerta del enorme edificio de madera. Tendió la mano hacia la manija oxidada, sintiendo la rugosidad de las capas de pintura bajo los dedos, decenas de ellas aplicadas a lo largo de décadas. Cuando la hizo girar, el leve chirrido pareció un estruendo a sus oídos.

Empujó la puerta lo suficiente como para deslizarse dentro. El interior apestaba a bosta y a paja en descomposición, un olor denso y compacto que le hizo apretar la nariz. El lugar tenía dos alturas: la superior con una ventana provista de una polea, la inferior repleta de balas de heno pegadas a las paredes. Sobre unas cuantas de ellas alguien había improvisado una mesa extendiendo una gruesa lona verde, cubierta de portátiles, armas y material electrónico y de comunicaciones. Y sobre una silla, roncando, con la cabeza colgando hacia atrás, había un hombre alto y barbudo, vestido con camiseta blanca, botas y pantalones de campaña. El sol que entraba por la ventana del primer piso caía de lleno sobre su posición, creando una columna diagonal de luz en la que flotaban miles de motas de polvo.

Algo debió de llamar la atención del hombre, porque de pronto dejó de roncar, bizqueó varias veces y miró hacia la puerta, donde estaba Kate.

—No te muevas, cabrón —dijo ésta, encañonándole.

El barbudo se enderezó al verla, sus ojos se volvieron pequeños y crueles.

—Manos arriba muy, muy despacio, y ponte de pie.

Obedeció. Al alzar los brazos Kate vio que había enormes manchas de humedad bajo sus sobacos. Se preguntó si sería uno de ellos, uno de los que había estado aquella noche en Baltimore, metiendo un par de balas en la cabeza de Vlatko Papic.

—Voy a acercarme —dijo avanzando hacia él—. Cuando te diga, caminarás hacia mí separándote de esa mesa. Ni se te ocurra volver la cabeza hacia abaj…

No llegó a completar la frase. Un brillo en la mirada del barbudo, un leve gesto de sus hombros, una inclinación a la izquierda, sirvieron como aviso a Kate. No estaban solos. Detrás de él había alguien más, alguien que iba a atacarla. Se arrodilló por puro instinto, clavando la rodilla en el suelo y basculando el cuerpo hacia adelante.

Justo a tiempo. El tipo de la barba se apartó de un salto, lanzándose hacia las balas de heno, mientras el cañón de un arma se materializaba en ese espacio, entrando en la columna de luz. Hubo un fogonazo y un estruendo. Una docena de balas hendió el aire, traspasando el lugar en el que Kate acababa de estar un instante antes y hundiéndose en la puerta del granero.

La columna de sol no le permitía ver quién había disparado o dónde estaba. Kate disparó a bulto en la dirección del fogonazo, sin pensar, sin apuntar. Sólo tiró del gatillo una, dos, tres veces. Se oyó un crujido y un golpe sordo.

«Le he dado. Le he dado».

—¡Eh! ¡Quieto! —gritó al hombre de la barba, que se había arrojado al suelo y tenía la cabeza cubierta con ambas manos.

Se puso en pie, sin dejar de apuntarle, y caminó de un lado hacia el otro de la columna de luz. No necesitó más que un vistazo para comprender que el tirador estaba muerto. Una de las balas del MP5 le había entrado por un ojo, arrancándole la mitad de la cara. Se volvió hacia el barbudo.

—Ni se te ocurra. Ni se te ocurra, joder.

El otro se había incorporado ligeramente y tenía sus dedos colocados en torno a la empuñadura de una pistola que había sobre la lona. El cañón del arma apuntaba hacia Kate. El barbudo tenía el cuerpo en tensión, no había llegado a ponerse de rodillas, pero sólo tenía que cerrar del todo el agarre sobre el arma y estaría en disposición de disparar.

—Baja la mano. Bájala. Ahora —dijo ella. Su voz tembló y galleó en mitad del ahora, como la de un adolescente inseguro.

Quizás fue eso lo que animó al barbudo a intentarlo, cerrando los dedos y apretando el gatillo de la pistola. El tiro se perdió un metro por encima de la cabeza de Kate. Pero los de ella no. El primero entró por el sobaco derecho del hombre, seccionando su arteria axilar y casi arrancándole el brazo de cuajo. Sólo esa bala hubiese bastado para matarle en un minuto por exsanguinación, aunque no tuvo tiempo a morirse de eso. La segunda bala destrozó su caja torácica, abriendo un surco enorme a través de la carne, arrasando ambos pulmones antes de salir por el otro extremo, en un agujero el doble de grande que el que había hecho al entrar. El barbudo intentó gritar, pero de su boca sólo salió un amasijo de sangre antes de desplomarse inerte en el suelo.

«Hay que ser imbécil —pensó Kate—. Creerse más rápido que una bala».

Dio dos pasos hacia él para asegurarse de que había dejado de ser una amenaza. El suelo de tierra, negro y fértil, comenzaba a oscurecerse más por la sangre que seguía saliendo a chorros cada vez más débiles de la herida de su brazo.

«Nunca había matado a nadie —pensó Kate. Y luego su conciencia se impuso para recordarle los sucesos de la noche anterior—. Con mis propias manos».

Hubo gritos en el exterior. El tiroteo había durado sólo unos pocos segundos, pero había hecho un ruido de mil demonios. Los estampidos debían de haberse oído en todo el valle.

Encima de la mesa, en el cinturón del barbudo y en algún lugar debajo del cuerpo del primer tirador se oyó un chasquido y una voz perentoria, hablando en idioma extranjero.

«Ya vienen».

Se colgó al hombro el MP5, caminó hacia el barbudo y le arrancó el arma de los dedos exangües. Apuntó hacia los portátiles y las cajas de material electrónico que había sobre la mesa y vació el cargador, trazando un movimiento en abanico con el arma. Las balas arrasaron todo lo que había sobre la mesa, convirtiendo decenas de miles de dólares de equipo en chatarra inservible y humeante.

«Adiós pruebas. Pero tal vez esto joda sus comunicaciones y nos consiga algo de tiempo».

Miró alrededor, desesperada, completando en su cabeza el mapa del lugar que había quedado interrumpido por el tiroteo con aquella escoria. El granero tenía dos puertas grandes, una a cada extremo. Entre medias las hileras de heno, dejando un pasillo de unos tres metros de ancho en el centro. Una escalera de mano que llevaba al altillo, y nada más.

«Julia. ¿Dónde estás?».

No tenía tiempo de buscarla. En breve los compañeros de los muertos vendrían a ver qué estaba ocurriendo. Con su experiencia militar eran doblemente peligrosos, aunque también más predecibles. Esperarían a estar todos juntos y atacarían desde una de las dos puertas o desde ambas a la vez.

«Arriba. Tienes que ir arriba».

Dejó caer la pistola y trepó por la escalera de mano. Corrió hacia la ventana, que estaba un par de metros más allá de la escalera. Del pie de la ventana surgía el brazo de la grúa que servía para alzar las balas de heno. Se asomó, un vistazo rápido que le sirvió para comprobar sus peores temores. Eran tres, al menos que ella pudiese ver, y corrían hacia el granero desde la casa principal.

«Mal, idiotas. No se corre tan juntos unos de otros cuando hay un tirador en las proximidades».

Sólo disponía de un par de segundos antes de perder la línea de disparo, pero no necesitó más. Apuntó medio metro por delante del último de ellos e hizo fuego. El secuaz de White, un tipo joven y delgado, cayó abatido, con una flor de sangre escarlata en el centro de su jersey gris. Los otros desaparecieron de su vista, protegidos por el edificio.

«Ahora ellos tienen ventaja. Vendrán uno desde cada lado. Saben que estoy aquí arriba. Tienen radios para coordinarse. Y aunque no las tengan, les basta con hablar en serbio para que no me entere de qué cojones van a hacer».

El altillo era muy estrecho, y las maderas que lo formaban no eran compactas, sino que tenían una separación entre las lamas de un par de centímetros. No había protección posible, ni sitio donde esconderse. Y si se tumbaba en el suelo sólo podría cubrir uno de los dos lados.

«Aquí arriba soy un pato de feria. Y si intento bajar por la escalera, un pato de feria que no puede defenderse».

Mientras intentaba decidir hacia qué puerta inclinarse, vio que la de la derecha se abría un poco. Disparó dos veces hacia ella, y luego se volvió y disparó hacia la izquierda, sólo para confundirles y que no creyesen que estaba sola. Pero fue inútil. Los tablones de las puertas eran muy gruesos, y las balas no llegaron a traspasarlos. Pero la intención de sus atacantes no era ésa, sino una mucho más malvada. Hubo ruido de cristales rotos, y sendas columnas de llamas se alzaron a ambos lados del granero, mordiendo la paja seca a toda velocidad.

«Cócteles molotov. No lo había pensado. Qué astutos hijos de puta».

Aquello no entraba en el manual táctico del Servicio Secreto. No hay ningún libro en el mundo que te enseñe qué hacer cuando estás sola, atrapada en el altillo de un granero, flanqueada por enemigos que cubren tus vías de escape con armas automáticas.

En ese momento oyó unos chillidos. Apagados, ahogados, pero inconfundibles. Miró hacia abajo, y entre el humo pudo distinguir que en el suelo en el centro del granero había un cuadrado de un color distinto, como si se hubiese removido recientemente, y una argolla metálica en uno de sus lados. Entonces comprendió qué hacía un montículo de tierra en el exterior.

Julia había sido enterrada allí debajo.

—¡Julia, cariño! ¡Cálmate! ¡Soy la tía Kate!

—¡Ratas! ¡Ratas!

Y no hay manual en el mundo que te prepare para afrontar la situación de que las ratas devoren viva a tu sobrina.