La última frase de David seguía resonando en su cabeza, un bucle de culpabilidad y reproches.
«Si quieres pedirle perdón, encuentra a Julia».
¿Tenía ella algo de lo que arrepentirse? Había besado a su cuñado una noche en la que sus defensas estaban bajas y su ánimo por los suelos. Nunca había ido más allá, ni siquiera en sus pensamientos más íntimos. Respetaba demasiado a su hermana.
No, no podía sentirse culpable por haberse enamorado de David. Sería una traición a sí misma. Había sido un detalle horrible por su parte el expresarlo de esa forma.
«Si tú supieras lo que estoy a punto de hacer por ti, David. ¿Me amarías entonces? ¿O sentirías el mismo rechazo que siento yo por mí misma ahora?».
La noche avanzaba, la luna apenas iluminaba aquella sección de calle entre los edificios. La oscuridad quedaba aún más acentuada por pequeñas islas de luz que se formaban debajo de las farolas que no estaban fundidas, que eran casi todas.
Kate se removió incómoda en el asiento. A pesar de haberlo reclinado, tras varias horas sin apenas moverse se le clavaba por todas partes. Tan sólo había salido un instante para poder orinar entre los coches y había vuelto enseguida a su puesto de vigilancia, temerosa de que alguien detectase su presencia. Pero no hubo más movimiento. En la última hora no había pasado ni un coche.
Eso le concedió a Kate todo el tiempo del mundo para revolcarse en sus pensamientos, que se le clavaban en el corazón como si lo hiciese desnuda sobre cristales rotos.
Las palabras de David le habían causado daño, pero también habían servido para abrirle los ojos.
«¿Cuánto tiempo llevo persiguiendo una sombra? ¿Cuántos años he desperdiciado engañándome a mí misma, diciendo que me debía a mi trabajo, sin reconocer que en realidad no quería estar con nadie que no fuese él?».
Pero por mucho dolor que le causasen aquellas preguntas, había una que laceraba su alma más que todas las demás juntas.
«¿He sido alguna vez realmente feliz?».
Había llevado a Vlatko hasta su casa como un tiro a ciegas, su última oportunidad de localizar a los secuestradores de Julia antes de que llegase el amanecer y fuese demasiado tarde. Sabía que le buscaban desesperadamente, ya que él era el único vínculo entre Svetlana y ellos. Por lo que sabía del modus operandi de aquella gentuza, se apoyaban en la tecnología para cubrir la mayor cantidad posible de terreno con pocos hombres. Así que era razonable deducir que habrían colocado dispositivos en el apartamento de Vlatko. Y si lo habían hecho, el regreso del muchacho pondría en marcha una imparable cadena de acontecimientos.
Kate acarició su arma por encima de la ropa. Su peso, normalmente tranquilizador, ahora le resultaba insoportable. Si todo salía como ella había previsto, tendría que enfrentarse a ellos. Ella sola contra una fuerza entrenada, despiadada, que no acataba norma alguna y que la superaba en número.
«No tengo ninguna posibilidad. Moriré hoy. Voy a morir sin saber si alguna vez he sido feliz».
Y de pronto la respuesta llegó con una claridad meridiana, cegadora. Un relámpago en un cielo claro, con la forma de un recuerdo.
Julia y ella en el jardín de los Evans, hace dos veranos, jugando a pasarse una pelota. Rojo granate sobre el césped, risas, el ruido de los aspersores de los vecinos. Sudor sobre la piel, olor a cloro, sabor a palomitas y a helado. Música rock que brota de ninguna parte, una canción leve como el aire, lo bastante cerca como para subrayar el momento, pero lo bastante lejos como para permitirles oír su propia respiración agitada al correr. Las dos caen sobre la hierba, mirando al cielo, sus orejas izquierdas rozándose. Susurran confidencias, hacen chistes y encuentran formas en las nubes.
Y entonces Julia lo dice.
—De mayor quiero ser como tú, tía Kate.
Ella se queda boquiabierta. Nadie le había dicho algo así nunca. Con esa aplastante y rotunda seguridad.
—¿No prefieres ser como mamá? O como alguien realmente importante, no sé… ¿Bob Esponja?
Julia la mira como si estuviese loca.
—¿Estás de broma? Bob Esponja es más tonto que un ladrillo.
—Creía que te gustaba Bob.
—Me hace gracia, pero no quiero ser como él.
—Bueno, ¿y qué me dices de mamá?
—Mamá es genial. Es súper, súper. Pero tú eres mega extra súper, tía Kate. Mamá siempre lo dice.
—¿Ah, sí? ¿Qué dice mamá?
—Dice que eres la persona más alucinante del mundo. Y yo también lo creo.
Julia alza una mano, pegajosa por el helado, y acaricia sus mejillas. Sus ojos azules son como una descarga eléctrica, profundos y perfectos.
—Te quiero mucho, tía Kate.
«Ese día. Ese día fui completa y absolutamente feliz. Mereció la pena vivir sólo por vivir esa tarde, ese minuto».
Apoyó la cabeza en la ventana, agradeciendo el frío del cristal sobre la frente. El vaho de su aliento empañó el cristal, y Kate dibujó en él con el dedo la carita sonriente de una niña.
«Tú no perteneces a este mundo, Julia. Tu mundo es el de los juegos y las muñecas y los lugares seguros, donde una sábana es capaz de protegerte de los monstruos durante toda la noche. Y voy a asegurarme de que vuelvas a él».
La carita sonriente se fue difuminando a medida que el vaho se evaporaba. Kate volvió a incorporarse para echar el aliento sobre el cristal, pero no llegó a hacerlo. El destello de unos faros arrancó un brillo fantasmal de los ojos de la carita antes de que esta terminara de desvanecerse.
Kate se hundió en el asiento. El coche se acercaba muy despacio, con el motor ronroneando lentamente. Espiando a través del retrovisor, le pareció que por la forma de los faros debía de ser un coche extranjero, seguramente un Mercedes. Cuando llegó a su altura marchaba ya con el motor y las luces apagadas, usando sólo la pendiente de la calle para deslizarse.
«Son ellos. Son ellos, joder».
Empuñó la pistola y le quitó el seguro, intentando moverse lo menos posible. Al pasar el Mercedes a su lado pudo distinguir un par de siluetas oscuras a través de las ventanillas del lado del conductor.
«Serán tres. Tal vez cuatro. No dejarían el asiento del copiloto desocupado».
El coche rebasó su posición y continuó rodando hasta diez o doce metros delante de donde ella había aparcado. Un crujido le anunció que el conductor había activado el freno de mano. Un par de puertas se abrieron con sendos chasquidos, aunque Kate no podía verlas desde su posición. Sí que percibió las sombras oscuras que parecieron surgir de la nada, convirtiéndose en un par de hombres enfundados en cazadoras negras cuando llegaron bajo el farol que iluminaba el portal de Vlatko.
Kate colocó la pistola sobre su regazo y se obligó a poner ambas manos sobre el volante. Su instinto, su preparación, todo su cuerpo le exigía salir del coche y entrar en acción. Consideró dos aproximaciones tácticas distintas desde su posición hasta los sospechosos, casi sin darse cuenta.
Sabía que podía hacerlo, que podía conseguirlo.
«Y también podría fallar. Uno de ellos podría haber salido del coche junto a los dos que están subiendo. Podría estar detrás de aquellos árboles, o en el vano del portal, cubriendo la retirada de los otros. O el conductor podría tener abierto un canal de radio. O peor aún, podría no quedar ninguno vivo. O si quedase uno y le atrapase, podría no sacarle la verdad a tiempo. Y White sabría si no vuelven».
Todos aquéllos eran argumentos inútiles. Porque ya los había considerado una y mil veces dentro de su cabeza en las horas que había estado allí parada, observando un entorno inabordable para una persona sola y peor armada que aquellos animales. Y porque a pesar de todo, había tomado ya su decisión.
«David, si supieras lo que voy a hacer por ti».
Sólo que nunca lo sabría, porque ella jamás lo permitiría. Aquélla era una copa amarga que debía beberse ella sola, apurándola hasta las heces.
Se forzó a mirar la ventana de Vlatko, agarrando tan fuerte el volante que los nudillos se le volvieron blancos. Cuando la oscuridad de la habitación del muchacho se vio interrumpida por dos fogonazos breves, secos, el cuerpo de Kate lo acompañó con dos sacudidas involuntarias.
«Han usado un silenciador», no pudo evitar pensar.
Cerró los ojos, sintiendo cómo dos lágrimas caían de ellos rodando por sus mejillas, trazando un surco a través del lugar donde los dedos pegajosos de Julia la habían acariciado cuando le dijo que la quería. Intentó evocar aquel recuerdo, sentir de nuevo el recuerdo de su tacto para huir del pozo de oscuridad que se abría bajo sus pies, amenazando con devorarla para toda la eternidad.
Contuvo un sollozo, luchando por recomponerse.
«Llorarás después. Te lamentarás después. Si quieres incluso puedes meterte una bala en la puta cabeza después, pero ahora concéntrate. ¡Concéntrate!».
Abrió los ojos de nuevo. Qué a tiempo, pues los asesinos ya regresaban al Mercedes. El motor se encendió y arrancaron antes de que las puertas llegaran a cerrarse del todo.
Kate se aseguró de que los faros estuviesen apagados y puso el motor en marcha cuando los otros ya habían recorrido un par de manzanas. Giró el volante y se puso a seguirlos, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.