KATE

Era un motel de mala muerte al norte de Catonsville, entre un Taco Bell y una pizzería que tenía pinta de llevar décadas cerrada. El motel también había visto mejores tiempos. La mitad de los neones de su luminoso estaban fundidos, y las letras tradicionales de plástico negro sobre éste anunciaban Bitac Ones barat S, lo que por otro lado no dejaba de transmitir el mensaje deseado con total claridad.

Había sólo cinco coches en el aparcamiento. Suponiendo que uno o dos fuesen de los empleados, eso dejaba entre tres y cuatro ocupantes en el motel. Las habitaciones eran veinte, todas en un edificio de una sola planta. Dos de ellas estaban iluminadas.

«No voy a ir a preguntar a la recepción —pensó Kate—. Está completamente iluminada y hay una vista del mostrador desde todas las ventanas. Sería lo mismo que llegar con un coche patrulla».

Probablemente por la parte de atrás hubiese salida, tal vez desde las ventanas del cuarto de baño. No tenía tiempo ni ganas de ponerse a correr por un descampado a oscuras detrás de un sospechoso potencialmente armado. Pero era imprescindible localizar a Vlatko en una de esas veinte habitaciones. Si es que todavía seguía en el motel, y no había parado allí tan sólo a echar una meada o a comprar un refresco de la máquina.

Kate bajó del Taurus, procurando que la suela de sus botas no hiciese ruido sobre el cemento. Había aparcado en el extremo contrario a la recepción, de forma que la luz que salía de ésta no la iluminase al salir del coche. Fue hacia las puertas y cuando estaba cerca de la número 20, sacó el móvil y marcó el teléfono de Vlatko.

Era un tiro al azar. Podía estar apagado, podía estar en silencio. Pero también su mejor opción de acercarse a él sin llamar demasiado la atención. Y Kate estaba convencida de una cosa: Vlatko querría ver de nuevo a Svetlana, así que no cortaría el canal de comunicación con ella.

Se lo puso en la oreja.

«Da señal. Bien».

Lo separó para poder escuchar mejor. De la 20 no salía ningún sonido. De la 19 tampoco. Siguió caminando, reduciendo los números. El teléfono seguía dando línea, nadie contestaba.

17, 16, 15.

Saltó el buzón de voz.

Kate volvió a marcar. La 14 estaba iluminada, y se detuvo un par de segundos más en ella. Nada.

13, 12, 11.

Volvió a saltar el buzón de voz.

Marcó de nuevo, y esta vez no dio tiempo a que sonase ni un solo tono. Una voz apresurada contestó en serbio.

—¿Svetlana?

—¿Vlatko Papic?

—¿Koga ste trebali?.

—Vlatko, soy una amiga de Svetlana. Necesito hablar contigo.

Silencio.

—¿Vlatko?

—Mientes. Svetlana no tiene amigas.

Colgó.

Kate miró hacia atrás. En la 14 no había habido movimiento. La 10 parecía vacía también. La 9, sin embargo, estaba iluminada. Caminó hacia ella con decisión y llamó a la puerta.

—Vlatko, ábreme.

Nadie respondió. Kate escuchó ruido de pies descalzos y algo cayendo al suelo.

—No me obligues a tirar la puerta abajo, Vlatko. Soy de la policía.

El ruido se detuvo. Kate creyó ver un movimiento con el rabillo del ojo en las cortinas. La puerta se abrió ligeramente, aunque la cadena seguía puesta. Un ojo se asomó por la rendija.

—Enséñeme la placa.

Kate intentó no sonreír ante la ingenuidad. Aquella cadena de juguete no resistiría ni media patada, pero aun así Kate le mostró su identificación. El ojo se abrió mucho por el asombro.

—¿Servicio Secreto? Pero…

—Déjame entrar y te lo explicaré todo.

El chico cerró la puerta, descorrió la cadena y le flanqueó el paso a Kate.

Esta miró alrededor. La habitación parecía llevar unos días en uso, a juzgar por la cantidad de cajas de comida preparada que había amontonadas junto al televisor. El chico estaba desnudo salvo por una toalla, con el cuerpo cubierto aún de gotas de agua. Era delgado y menudo, de pelo moreno y ojos tristes. Sin ropa parecía aún más joven, casi un adolescente.

—Estaba en la ducha, por eso no oí el teléfono.

—Ya lo veo —respondió Kate, observando el reguero empapado en el suelo.

—¿Y Svetlana? ¿Dónde está?

Kate cogió una silla, le dio la vuelta y se sentó con las piernas abiertas y apoyándose en el respaldo con los antebrazos.

—Ve a ponerte algo, Vlatko. Enseguida te lo explicaré.

—¿Pero está bien?

—Está perfectamente. Ve.

Un par de minutos después el chico apareció con un jersey y unos vaqueros. Se sentó al borde de la cama y se calzó unas zapatillas desgastadas antes de dirigir a Kate una mirada interrogante.

—Svetlana se ha metido en un lío, Vlatko.

—Lo sabía. Lo sabía. Le dije que esa gente no era de fiar. Que iba a salir todo mal —dijo el chico, mesándose los cabellos empapados.

—¿Sabías lo que estaba pasando?

—¿Es que Svetlana no se lo ha explicado?

Kate notó un tono de alarma en la voz del muchacho. Aquí venía el dilema. No podía interrogarle demasiado sobre lo que él sabía, ya que se suponía que ella tenía a Svetlana a buen recaudo. No podía obligar al chico a que la acompañase. El éxito de su plan dependía totalmente de que fuese con ella voluntariamente.

Tendría que actuar a ciegas y rogar por no equivocarse.

—Necesito que me lo cuentes tú con tus propias palabras.

El chico parecía inteligente. Hablaba un inglés gramaticalmente perfecto, casi sin acento.

—Yo llevo tres años viviendo aquí. Svetlana y yo éramos novios en Belgrado, pero ella no logró el visado de estudiante. Yo creí que podría terminar aquí Ingeniería Industrial, pero no conseguí ninguna beca, y todo en este país es carísimo. He estado haciendo chapuzas, intentando ahorrar para ayudar a Svetlana a venir. Pero ella cada vez estaba más nerviosa.

—Y decidió tomar un atajo.

—Esos tipos la contactaron en Belgrado.

—¿Qué tipos? ¿Sabes algo de ellos?

—Ella me dijo que eran ex militares que trabajaban ahora en seguridad aquí. Pero yo sabía que era mentira. Le dijeron que le darían un visado y 50 000 dólares si les daba información sobre un médico de Washington. Tenía que vivir en su casa un mes, nada más. Yo le dije que no lo hiciera, que todo el asunto me olía muy mal.

—Pero ella no te escuchó.

—Dijo que era lo que necesitábamos. Que por fin podríamos estar juntos. Después de estar a 7000 kilómetros de distancia, que ella viviese a tan sólo una hora en coche era una oportunidad caída del cielo.

Kate meneó la cabeza.

—Pues ahora ella está en un lío tremendo.

—¿Dónde está? ¿Está detenida?

—Ahora iremos a eso. Antes cuéntame qué pasó el lunes.

—Ella llevaba unos días preocupada. Me dijo que me preparase para dejar mi apartamento si algo salía mal. Sólo sé que iba a ser este lunes. Habíamos quedado en encontrarnos aquí en cuanto ella tuviese el dinero.

—Pero te avisó para huir —dijo Kate.

—Me mandó un mensaje. Sólo decía «Corre». Yo supe que estaba metida en problemas, pero ¿qué podía hacer? No sabía dónde estaba, y si acudía a la policía sólo conseguiría meterla en problemas.

—Hiciste lo correcto, Vlatko. Nosotros sabíamos de la existencia de Svetlana y la hemos protegido todo este tiempo. A pesar de ello, entró ilegalmente en el país.

El rostro de Vlatko empalideció.

—¿Van a deportarla?

—Eso depende de ella. Y de ti.

—Dígame qué puedo hacer. Haré lo que sea.

—Le hemos dado a escoger. O testifica contra la gente que montó la operación, o la subiremos al primer avión de vuelta a Belgrado.

—No pueden hacer eso. ¡Esa gente es peligrosa! Si testifica, la matarán. ¡Le diré que no lo haga!

Kate se alisó las mangas de la chaqueta con estudiada indiferencia.

—Dime una cosa, Vlatko. ¿Qué crees que le pasará a Svetlana tan pronto aterrice, ahora que le ha fallado a esa gente tan peligrosa?

El muchacho abrió la boca de asombro. Cerró los ojos y soltó un resoplido de desesperación.

—La harán pedazos y la tirarán al Danubio.

—Así que, o bien nos ayuda y os metemos a ambos en el programa de protección de testigos, o bien se vuelve ella sola a casita, donde no podremos ayudarla. Todo el mundo pierde.

Vlatko se puso en pie y dio un par de vueltas a la habitación a grandes zancadas.

—¿Qué ha dicho ella?

—Que quiere hablar contigo primero. Necesito que la convenzas. Que sepa lo que le conviene.

—¿Nos protegerán a los dos?

Kate guardó silencio, fingiendo ponderar la respuesta. Necesitaba que sonase lo más creíble posible.

—Sí. No es lo habitual, porque no estáis casados, pero esta gente son piezas de caza mayor. Merecerá la pena.

Vlatko asintió.

—De acuerdo, entonces. ¿Van a traerla?

—Ahora está en un piso franco, hasta que podamos movilizar efectivos suficientes para asegurar su traslado. La verás por la mañana.

—¿La esperamos aquí, entonces?

—Este lugar no es seguro. Esta noche volverás a tu apartamento, y tendrás a un par de agentes aparcados en la calle. De todas formas, no hay nada que temer, ellos no tienen tu dirección. Por la mañana estaréis juntos, os llevaremos a la central y allí podrás convencerla.

—Svetlana me dijo que no volviese a mi apartamento.

Kate se encogió de hombros.

—Puedo llevarte a la central esta noche. Pasarás la noche durmiendo en el suelo, y por la mañana estarás hecho un asco, y tu ropa apestará aún más de lo que lo hace ahora. ¿Es así como quieres volver a ver a tu chica?

Vlatko lo pensó durante un momento, mientras Kate miraba atentamente el papel pintado de las paredes.

—Está bien, agente. Vamos a mi casa.

Vlatko tardó sólo un par de minutos en embutir sus prendas malolientes en una mochila. Había huido casi con lo puesto. Otros veinte minutos más tarde el coche de Kate frenaba a media manzana de la casa del chico.

—Ya estamos. ¿Cuál es tu piso? ¿Se ve desde aquí?

—Sí, es el sexto. La primera ventana de la izquierda —dijo señalando arriba.

—¿Dejaste la luz encendida?

—Eso me temo. Salí muy deprisa cuando Svetlana me avisó.

—De acuerdo. Baja ya.

—Y usted, ¿no viene?

—No quiero que nadie nos vea juntos. Camina tranquilo. Aunque tú no los distingas, hay más agentes observándote ahora mismo.

El joven le dedicó una mirada cargada de ansiedad.

—¿Se quedará vigilando, agente Robson?

—Ya ha terminado mi turno. Necesito dormir un poco.

—Me sentiría mejor si usted también se quedase.

—¿Vas a pedirme que clave mi culo en este asiento toda la noche mientras tú duermes cómodo en tu cama? Debes de estar soñando. —Vlatko dudó antes de salir—. Oh, por el amor de Dios. De acuerdo, me quedaré aquí. Y ahora largo.

—Gracias por todo lo que está haciendo por nosotros, agente Robson —dijo con una sonrisa.

Bajó del coche.

—Vlatko —le llamó ella a través de la ventanilla.

El joven se volvió hacia ella.

Kate dudó un momento. Pero ya era demasiado tarde. No había vuelta atrás.

—Nada. Que descanses.

Le observó caminar hasta la puerta del edificio de apartamentos, una figura desgarbada, casi infantil. Un muchacho agradable que sólo quería estar con su novia, trabajar, terminar la carrera. Mantuvo la vista fija en la ventana del muchacho durante mucho tiempo, hasta que la luz se apagó.

«No pienses. No pienses».

No hay nada más difícil que poner la mente en blanco. Cuando estás en un coche a oscuras, en una calle solitaria, vigilando la puerta de un joven inocente a la espera de que aparezcan algunos de los seres humanos más peligrosos y despiadados que existen, la tarea se antoja imposible.

Y si en ese momento llama por teléfono la persona que ocupa el centro de tus pensamientos, tu alma se puede volver del revés.

—David. ¿Dónde estás? ¿Cómo has logrado llamar?