Kate regresó a su coche y condujo a las afueras hasta encontrar un lugar tranquilo en el aparcamiento de una tienda de alfombras. Enormes carteles de «Se vende» y «Cerrado por fin de negocio» cubrían la fachada del edificio. Otro de los muchos establecimientos que la crisis se había llevado por delante. Los letreros estridentes y gastados hacían juego con sus sentimientos.
Las palabras que acababa de pronunciar en la conversación con Andrea eran como dos losas que hubiesen salido de su pecho, dejando en su lugar un inmenso alivio. Pero ahora se habían hecho presentes y no había forma de volver a hacerlas desaparecer.
«Estoy enamorada de él desde que le conocí».
Durante muchos años había sido incapaz de reconocerse a sí misma que había amado desde siempre al marido de su hermana. Y ahora lo había soltado sin más.
Lloró durante un buen rato.
No sentía lástima por sí misma. Jamás la había sentido, y despreciaba a quienes lo hacían. Lloraba por la injusticia de la situación, lloraba por no ser lo bastante fuerte, lloraba de cansancio. Estaba agotada, física y mentalmente por todo lo que estaba sucediendo. Subió el volumen del tono de llamada del teléfono al máximo y se pasó al asiento de atrás. Necesitaba cerrar los ojos, sólo unos minutos para recuperarse después de casi toda la noche en vela.
Allí lloró durante un rato más, dejando que las lágrimas gruesas y saladas la aliviasen, hasta que se quedó dormida.
El móvil la despertó.
Sentía la boca como una alpargata y los músculos del cuello tensos como cuerdas de piano. Parpadeó asombrada de la falta de luz. La tarde tocaba a su fin, debía de haber dormido varias horas.
«Mierda», pensó al ver el identificador de llamadas.
—Hola, jefe.
—No vas a venir —respondió McKenna. No era una pregunta.
—Me temo que sigo enferma.
—Robson, ¿sabes qué? De repente el escenario de mañana es el puto hospital de tu cuñado, otra vez. Los del gabinete están tomando decisiones muy estúpidas en muy poco tiempo. Tengo que montar de nuevo sesiones informativas esta noche y hacer un huevo de horas extra. Y todo el mundo está muy, muy nervioso. Sobre todo yo, que me pregunto por qué la agente que recabó toda la información del simulador no está aquí para ayudarme.
En los viejos tiempos los agentes del Servicio Secreto se preparaban para las misiones importantes utilizando mapas y maquetas de cartón hechas a escala por especialistas. Ahora todo se realizaba por ordenador. Los parámetros se introducían en un software que simulaba a la perfección el entorno en el que se encontrarían los agentes, que así podían practicar escenarios y múltiples rutas de acceso y escape sin llamar la atención. Kate no solía trabajar en la recopilación de datos, pero se había presentado voluntaria en esta ocasión. La semana anterior estuvo en el Saint Clare un par de veces. Ambas de incógnito, ambas sin que David advirtiese su presencia, ambas sin admitir que él era la verdadera razón por la que ella se había ofrecido voluntaria. Había recopilado una información impecable, así que McKenna no se había quejado. Pero ahora su obligación era estar junto su jefe para presentar el briefing.
—Lo siento, señor.
—Con tus disculpas y dos pavos me puedo comprar el Post. Aquí está pasando algo, Robson. No sé qué es, pero sucede algo. He pedido a Renaissance que cancele lo de mañana, que lo posponga. Al menos ella tendrá un poco de sentido común.
«No. No puede ser. Si la operación no tiene lugar…»
McKenna aguardaba su respuesta como un depredador agazapado.
—¿En serio? Son grandes noticias —mintió Kate, imprimiendo a su voz un tono de fingido alivio—. Si podemos pasarlo al lunes todo será más fácil. Al menos yo podré participar en la reunión preparatoria. Espero encontr…
—Me ha dicho que no —la interrumpió McKenna.
Kate sintió como el corazón se le deslizaba de nuevo a su sitio.
—¿Disculpe?
—Todo el mundo se ha vuelto loco con esto, y no me extraña. Por ahora sólo lo sabe el gabinete y los que vamos mañana. Los agentes no tienen ni idea de que van a operar a Renegade, sólo saben que el asunto es más secreto que el color de los calzoncillos del papa Francisco. Pero mañana tendrán que activar algunos protocolos, habrá más gente que lo sepa, y durante el traslado puede haber imprevistos. Alguien le verá, alguien mandará un tuit o lo que sea. Y antes de la hora de comer el mundo entero sabrá que Renegade está en el Saint Clare. Todo esto es mierda explosiva de primera magnitud. No hay ninguna posibilidad de mantenerlo tapado. Ninguna. Y así se lo he dicho a Renaissance.
—Déjame adivinar. Ha pasado de ti.
—Como si oyese llover. Media hora exponiéndole todos los contras de la operación, las ventajas de acudir a Bethesda tal y como me habían dicho esta misma mañana, joder. Y cuando acabo me dice: «Gracias por exponer su punto de vista, pero nos atendremos al plan inicial». Y yo me pregunto… ¿tu cuñado es Jesús? ¿Tienen un quirófano milagroso en ese sitio, Robson?
—No creo, señor.
—Eso me parecía. Le conocí ayer, no sé si te lo dijo.
—La verdad es que apenas tenemos relación, señor.
—No me extraña, maldita sea. Puede que seáis familia, pero es un creído gilipollas insufrible.
«Dios los cría y ellos se juntan».
—En eso estamos de acuerdo.
—Ahora voy a ir al Saint Claire a repasar el escenario con mis propios ojos, Robson. Y de paso, a hablar con tu cuñado. Voy a meterle un microscopio por el culo, y como encuentre un solo átomo de mierda, mañana Renegade no pondrá un pie en ese hospital. Aunque sea lo último que haga.
—Me parece bien, señor.
—Te puede parecer lo que quieras. Estás fuera de esto.
Aquella última frase golpeó a Kate en la boca del estómago, como una coz.
—¿Cómo ha dicho?
—Lo que has oído. Estás fuera del caso y suspendida indefinidamente.
—No puede suspenderme sólo por una gastroenteritis —protestó Kate.
—No, pero puedo suspenderte por faltar al trabajo y andar arrastrando los cuernos por todo Baltimore.
Kate se quedó helada, sin saber qué responder.
«Así que Andrea le ha ido con el cuento a McKenna. La muy zorra no ha tardado ni cinco horas».
No se esperaba esa traición, pero en cierto sentido su supuesta amiga le había hecho un favor. McKenna era un hombre casado con su trabajo. Sin hijos, sin pareja, y el chiflado más paranoico de toda la agencia. Seguro que había intuido que algo no iba bien respecto a Kate, y estaría preguntándose qué era. Ella no podía permitir que sus sospechas se sumasen a la inquietud que le producía la operación de mañana.
La explicación de que Kate tenía un mal día por culpa de un novio infiel era tan vergonzosa que podía ser cierta. Aquella mentira estaba en las antípodas de su carácter. Por suerte, su jefe, además de paranoico, era machista de la vieja escuela. Creía que todas las mujeres actuaban movidas por impulsos irracionales.
—Señor, yo…
—Cállate. Una vez aguantaste un servicio de once horas con 39 de fiebre. ¿De verdad creías que iba a colar lo de la gastroenteritis? Puedo perdonar que seas humana, que cometas un error, incluso que me mientas. Pero no que me tomes por gilipollas.
No había enfado en sus palabras, sólo una tristeza pesada, árida y pegajosa. Estaba convencido de tener razón.
«Y lo peor —pensó Kate— es que la tiene».
—Me has decepcionado, Robson. Y mucho. —Colgó.
Salió del coche como una tromba, dejando la puerta abierta tras ella, caminando a grandes zancadas. Llegó hasta el centro del aparcamiento solitario, iluminado sólo por farolas de mortecina luz amarillenta.
Gritó.
Fue un juramento rabioso, a través de los dientes apretados, hasta vaciarse los pulmones. La sangre le palpitaba en las sienes mientras miraba en derredor, pero el único eco que encontró su grito fue el sonido distante de los coches en la carretera.
«¿Cuánto más? ¿Cuánto más tengo que aguantar?».
En ese momento sonó el móvil. Respiró hondo y lo descolgó.
—Robson.
—Soy Andrea. Lo siento.
—Ya. Bueno, tú lo sientes. Yo estoy suspendida.
—¿Qué querías que hiciese? Esperé hasta que no hubiese nadie cerca y triangulé la posición del dispositivo. Hice lo que me pediste, pero me pillaron. A mi jefe le saltó una alarma, supongo que debí de ponerme nerviosa y no metí bien el…
—Cálmate, Andrea.
—Me enviaron al despacho de McKenna, Kate. ¡De McKenna! Es como una esfinge, te mira con esos ojos fijos y tienes que hablar, te dice que será peor si no lo haces.
Kate se calló. Era cierto. Era casi imposible escapar de aquella mirada. Lo sabía porque la había sufrido muchas veces.
—¿Estás enfadada conmigo?
La ingenuidad infantil de la pregunta sorprendió a Kate.
—No lo estaré si me dices dónde está mi novio.
—McKenna se ha quedado con el expediente. Y ha revocado mis privilegios de sistema por unas horas.
—No es eso lo que te he preguntado.
—Me han prohibido que te lo diga.
—O sea, que lo sabes.
—Claro que lo sé. Está registrado a nombre de V. Papic, 6809 Bellona Avenue, Baltimore.
Una dirección. Un apellido.
—¿Última posición conocida?
—También es una dirección de Baltimore. Pero no debo decírtelo, McKenna dice que ha sido una violación de tres leyes distintas, y que así aprenderás a no usar los recursos de la agencia por un calentón.
—Andrea, no tengo tiempo que perder.
—Podría perder mi trabajo.
—Podrías. Pero a mí ya me han echado a los lobos, en parte por tu culpa. Me lo debes.
—No te debo nada. Fuiste tú quien me pidió que lo hiciera. ¡Es culpa tuya que te hayan suspendido!
—Y será culpa tuya el que sea por nada.
Andrea tardó en responder. Kate apretó los labios de impaciencia, pero se obligó a esperar para no ponerla aún más nerviosa.
—654 Whitehead Court. Será mejor que te des prisa. La última posición conocida es de hace una hora y media. Para cuando llegues, podría no estar ahí —dijo, colgando antes siquiera de que Kate alcanzase a darle las gracias.
Kate comprobó la dirección en la aplicación de mapas de su teléfono. No estaba lejos, apenas a diez minutos. Por desgracia, el tiempo de Julia se acababa.
Miró el temporizador que había programado en el móvil.
14:31:21
Corrió hacia el coche. Ahora tenía un objetivo, y nada iba a interponerse.