Cuando vio en la pantalla aquel número desconocido, Kate Robson enarcó una ceja. Muy pocas personas tenían su teléfono, y todas ellas estaban almacenadas en la memoria de su Blackberry.
Pulsó el botón de rechazar llamada y se reclinó de nuevo en el balancín del porche, enfrascándose de nuevo en la lectura de su novela. Hacía un día espléndido en la finca de sus padres, y no le apetecía perderlo con alguien que seguramente se habría equivocado de número.
Como todos en el Servicio Secreto, la agente especial Robson jamás apagaba aquel dispositivo. Era tan habitual en su trabajo ver interrumpidos los días de descanso que, tras nueve años en la agencia, apenas se inmutaba cuando ocurría. Mientras estaban en activo, los agentes tenían que soportar unos horarios de trabajo brutales. Como resultado, en sus álbumes familiares había un montón de sillas vacías en las fotos de fiestas de cumpleaños, graduaciones y demás eventos importantes.
Kate no sabía lo duro que sería el empleo cuando, a punto de comenzar su penúltimo año en la Facultad de Derecho en Georgetown, pidió la admisión en el Servicio Secreto. Fue un impulso patriótico lo que la indujo a rellenar los formularios una semana después de los atentados del 11 de septiembre. No pensó demasiado en ello durante los meses siguientes, hasta el punto de que cuando al año siguiente recibió la llamada de un supervisor para que se presentase a una entrevista casi se había olvidado del asunto.
Había pasado por el largo proceso de admisión sin demasiadas esperanzas, pero a medida que iba superando filtros, cada vez se entusiasmaba más con la idea, precisamente por lo difícil que resultaba acceder al puesto. Si había una manera de interesar a Kate Robson por un desafío era precisamente remarcando su dificultad.
Finalmente, después de una batería infinita de análisis de orina, sesiones en el polígrafo, pruebas atléticas y de tiro al blanco, Kate recibió una llamada poco antes de graduarse.
—Ha sido usted admitida en el Servicio Secreto, Robson.
—¿Puedo graduarme antes de incorporarme? No me gusta dejar las cosas a medias.
—La apuntaré para el FLETC en septiembre. No haga que me arrepienta con usted —fue la seca respuesta del supervisor antes de colgar.
Y así fue como la joven Kate, con la tinta de su título de derecho aún fresca, subió a un coche a finales de agosto de 2003 rumbo al CITP, el programa de entrenamiento genérico para todo agente federal de los Estados Unidos. Once horas de viaje hasta Glynco, Georgia, en las que no logró sacar del retrovisor la mirada acusadora de su padre, que había soñado para su hija pequeña un futuro como abogada, presionándola para matricularse en una carrera que a ella no terminaba de gustarle.
—Mira a tu hermana, con su sueldo como anestesista allá arriba en la gran ciudad. ¿De verdad vas a desperdiciar tu vida trabajando para el gobierno?
Kate no discutió, hubiese sido tiempo perdido. Hacía tiempo que se había dado por vencida en la batalla dialéctica sobre la guapa, fantástica y perfecta Rachel. Por la noche lavaría el desplante con whisky.
Se limitó a darle un beso a sus padres y conducir.
Catorce semanas allí y otras dieciocho en el SATC, el programa específico del Servicio Secreto. Ocho meses durísimos en lo físico y en lo mental, que culminaron con una ceremonia multitudinaria y un salario ridículo. Pero para Kate eso era lo de menos. El auténtico orgullo era llevar una placa que sólo otras trescientas mujeres en Estados Unidos podían llevar. Se sentía como una entre un millón. Y lo era.
La Blackberry volvió a sonar y Kate la miró intrigada. Era el mismo número. Volvió a colgar. La mañana era demasiado perfecta, y ella necesitaba relajarse.
Se estiró en el balancín, con sus largas y bien torneadas piernas brillando bajo el sol. Tenía un cuerpo fibroso y duro, quizás un poco por debajo de su peso ideal para una persona tan alta y con un trabajo tan exigente como el suyo. Su madre meneaba la cabeza cada vez que la veía e intentaba embutir dentro de su estómago cantidades ingentes de pastel de carne y tomates rellenos. Kate, sintiéndose culpable, trataba de quemarlos trotando por los caminos pedregosos y cubiertos de vegetación que rodeaban la finca. El aire allí era tan fresco y limpio que borraba todas sus preocupaciones. Nunca se cansaba de henchir los pulmones con la fragancia de Virginia.
No había tenido muchas ocasiones de llenarlos en los últimos nueve años. Había sido asignada a la oficina de Cleveland al terminar la instrucción, donde sus misiones habían estado dedicadas sobre todo a la lucha contra la falsificación y el fraude. Aunque el gran público tiene en mente la imagen del Servicio Secreto como la de los guardaespaldas del Presidente, la realidad es que gran parte de su labor es la de acabar con el fraude monetario. Crímenes electrónicos, impresión de billetes falsos, clonado de tarjetas de crédito… Ese era el día a día de la agente Robson, que tras arrestar al vigésimo camarero acusado de copiar los datos de la tarjeta de un cliente del bar empezó a preguntarse si había hecho bien orientando su vida y su carrera en aquella dirección.
Luego vino el traslado a la oficina de Boston, donde Kate fue asignada eventualmente a servicios de protección de miembros del gobierno, comenzando por el secretario del Tesoro. Al principio las misiones eran esporádicas, pero poco a poco su profesionalidad y su dureza inquebrantable fueron granjeándole el respeto de sus superiores. A los protegidos les gustaba ver a la agente especial Robson, alta como una modelo y cuya poderosa figura inspiraba respeto. Con el pelo permanentemente recogido en un moño tan apretado como sus labios, era la viva imagen del misterio.
Era una fachada que a ella le gustaba cultivar. Sus compañeros varones podían permitirse excesos que a las mujeres les estaban vedados. Un exceso de carne alrededor del cinturón, una copa de más tras una jornada de veinte horas, un poco de compañía —de pago o no— entrando a hurtadillas en la habitación del hotel… Esos lujos eran inadmisibles para las agentes femeninas, que estaban doblemente cuestionadas.
—Eh, Robson, he oído que las chicas tenéis que mear cada tres cuartos de hora. ¿Y si viene Osama cuando estás en el baño?
—No vendrá, está ocupado tirándose a tu madre, payaso.
Ese era el intercambio habitual durante el curso de entrenamiento y durante sus primeros meses. Jamás dio el menor signo de que le afectase, aunque muchas noches sus frustraciones y su rabia empapaban la almohada. Pero luego empezó a correr la voz de que en las evaluaciones de Robson sus resultados en el tiro al blanco eran de 100 sobre 100.
Las balas no tienen sexo.
Y por fin, tras siete largos años de trabajo, fue asignada a la oficina de Washington, entrando a formar parte del destacamento que protegía a la Primera Dama. El orgullo y el chorro constante de adrenalina compensaban el enorme incremento de estrés y el agotamiento. Cada vez que la protegida se acercaba a la valla de separación para estrechar las manos del público, Kate empleaba toda su energía en escanear las caras entre la multitud. Sus ojos, protegidos por gafas de espejo, analizaban cada postura, cada mínimo gesto, en busca de alguien que no encajase, algo que no estuviese bien. Esa prenda suelta y gruesa en un día de demasiado calor. Ese rostro demasiado alegre o demasiado triste. Esas manos en los bolsillos… Siempre al límite entre la responsabilidad de que la imagen de Renaissance (el nombre en clave de la protegida) no se viese dañada por un exceso de celo y la obligación de protegerla por encima de todo.
Se puso en pie y comenzó a estirar los músculos de las piernas, flexionando las rodillas a un lado y a otro. Llevaba puesta una camiseta rosa con un unicornio y un arcoíris, un vestigio arqueológico de sus años de instituto que hubiese sido el blanco de las burlas de sus compañeros del Servicio Secreto.
El móvil sonó de nuevo.
Soltando un taco, Kate interrumpió el calentamiento. Tres veces en menos de cuatro minutos. Maldita sea, habría que aclararle a aquel pesado que se había equivocado para que dejase de molestar.
El fastidio se transformó en sorpresa cuando escuchó la voz al otro lado del teléfono. Era la última persona cuya llamada esperaba recibir.
—Kate, soy yo.
—¿David? ¿Por qué llamas a este número? —respondió con frialdad.
«Por qué me llamas, en general. Esa es la pregunta», pensó.
—No hay tiempo para explicaciones. Necesito tu ayuda, Kate. Julia te necesita.