Diario del Dr. Evans
A no ser que usted haya vivido en una cueva durante el último año, ya sabe lo que sucedió después.
Instantes después de que White saltase, recibí un mensaje de Kate. Volví a subir al coche, logré abrirme paso en el puente y continué conduciendo en dirección a Virginia. La policía comenzó a perseguirme casi enseguida, y las cadenas de televisión no tardaron en retransmitir la persecución. Pero el depósito del Lexus estaba lleno, y los policías hubieran tenido que correr mucho para poder alcanzarme antes de que yo decidiese parar. Iba en busca de mi hija, con el pedal a fondo y una sonrisa de oreja a oreja. Lo único que quería era volver a abrazarla y nada ni nadie iba a impedírmelo. Creo que las cámaras del helicóptero de la CNN me captaron saliendo como un loco del coche y corriendo hacia ellas. Kate, incluso malherida, no dejó de sostener la mano de la niña ni un solo instante.
Puede que hayan visto también en YouTube el vídeo de lo que sucedió en el puente. El tipo que lo grabó con su móvil tenía pulso de fumador y nervios de cachorrillo asustado. Estaba tan lejos que en ella apenas se me ve a mí empuñando una pistola contra alguien que queda tapado por un coche. Luego se ve algo caer, y se oye un ruido, nada más.
Aquella grabación fue lo que me salvó, y aunque la acusación hizo todo lo que estuvo en su mano para desvirtuar su importancia, lo cierto es que había alguien en el coche, alguien que no era el doctor Ravensdale. «Casualmente» los discos duros del sistema de seguridad del Saint Claire fallaron todos a la vez a la misma hora en que White salió corriendo de la sala de observación. No hay ni una sola imagen de él en ninguna parte.
Nada.
En ausencia de White, sin indicios de la identidad de su empleador, y con todos los secuaces de la granja muertos, el único que quedaba por culpar era un servidor. Así que la prensa y la fiscalía fueron a saco contra mí, con todas sus fuerzas. El cadáver de Svetlana apareció en la granja, encontraron mi piel y mi sangre bajo sus uñas. El cabrón de White debió de colocarlos allí el jueves por la noche. ¿Recuerdan que les conté que me había despertado con unos profundos arañazos en el antebrazo que no era capaz de explicar? Pues ése era el origen. Me aterra pensar que mientras yo estaba durmiendo la mona en el salón, los serbios metieron el cuerpo de aquella chica en mi casa, rascaron sus uñas muertas contra mi piel y fabricaron una prueba indeleble de que yo la había asesinado. Por suerte, mi abogado defensor logró exonerarme de ese cargo, gracias al momento en el que se hicieron los arañazos. Mucha gente me había visto los antebrazos desnudos y libres de heridas el martes, y Svetlana llevaba muerta más tiempo, como pudo ratificar el forense. Seguramente White contemplaba matarme después de la operación de alguna forma en la que me implicase más profundamente en la muerte de Svetlana. Afortunadamente, nunca llegamos a esa parte de su plan, pero me dan escalofríos sólo de pensarlo.
El incendio de nuestra casa tampoco ayudó demasiado. Todas las cámaras y material electrónico que hubiese tras las paredes se volatilizó. White debió de colocar bombas incendiarias y acelerante tras las paredes, y activarlas desde su iPad antes de salir huyendo. Desconocemos cuáles fueron las órdenes que tecleó aquel psicópata en su dispositivo cuando me vio tirar los parches de Gliadel al suelo, más allá de activar las puertas de las jaulas de las ratas. Pero yo estoy convencido de que una de ellas fue quemar mi casa.
Dijeron los bomberos que aquél había sido el incendio más rápido y de temperatura más elevada que habían visto nunca. Para cuando llegaron a la escena, el lugar era un infierno ardiente. En menos de una hora sólo había cenizas. Los bomberos poco pudieron hacer más que evitar que el fuego se propagase a los tejados vecinos.
Lo perdimos todo. Nuestro hogar, nuestras cosas, nuestros recuerdos. Lo que más me dolió fue perder la carta de despedida de Rachel y su jersey de la universidad. A Julia, sus peluches y la foto con su madre, la misma que llevaba yo en el teléfono y que descansaba en su mesilla de noche. Siempre la miraba antes de quedarse dormida. Por suerte, tenía copias digitales de todas nuestras fotos en Dropbox. Al menos eso pudimos salvarlo.
Mi móvil también ardió de paso. No tan espectacularmente como nuestra casa. Una enfermera percibió olor a quemado proveniente de mi despacho y vio que salía humo de mi maletín. Lo apagó valientemente con el extintor, pero la policía no encontró dentro más que un charco de plástico y aluminio.
Lo que no ardió fue mi portátil, que no estaba en casa donde yo lo había dejado, sino en mi despacho, tapado por unas fichas de pacientes. Dentro el Servicio Secreto encontró decenas de e-mails firmados por mí que yo jamás había escrito, en los que preparaba y planificaba el magnicidio en colaboración con grupos de extrema derecha de Europa del Este.
Así que me acusaron de conspiración y de intento de asesinato, y ya saben que el juicio mediático lo perdí desde el principio. Este país no pudo juzgar a Lee Harvey Oswald como se merecía, John Hinckley era un lunático… Pero yo estaba disponible para ser masticado y tragado por la maquinaria mediática. El neurocirujano blanco, rico, loco, terrorista. Era la diana perfecta para absorber el odio de una nación entera.
Nadie creía en la historia que conté desde el principio, esta misma que les acabo de narrar.
Mucha gente sigue creyendo que el señor White es un mito. Nunca hallaron su cadáver en el Potomac. No encontraron huellas en el coche, tan sólo un par de pelos rubios que darán una bonita muestra de ADN, aunque sin alguien con quien compararla no sirve de gran cosa. Pero al menos ahora que sé lo que buscar, cuando una muerte me llame la atención, sabré que está ahí fuera. Y ustedes también.
Creo que incluso hay foros de Internet de investigadores amateurs que creyeron a pies juntillas mi historia y buscan rastros del señor White por todas partes no sólo en cada noticia que sale, sino incluso en el pasado, hasta el 22 de noviembre de 1963. En aquella época White no era ni siquiera un brillo en los ojos de su padre, así que no se esfuercen.
El que no dejó de esforzarse fue el fiscal. Si los planes de White hubiesen salido como él esperaba, el cabeza de turco hubiese sido yo, estoy convencido. Nunca creí ni por un momento que no tuviese pensado cargarme la culpa. Quizás me equivoque y todas las pruebas incriminatorias en mi contra no fuesen más que una distracción que activar en caso de emergencia, como la tinta que suelta el calamar mientras él huye. Pero no lo creo.
Por fortuna, no logró su objetivo por completo. Si no hubiese estado vivo para presentar batalla, si hubiese aparecido muerto, la justicia me hubiese encontrado culpable a toda prisa y fin de la historia. Pero mi abogado peleó con uñas y dientes, y contaba con el testimonio de Kate y de la propia Julia. Así que logré evitar la mayoría de los cargos.
La mayoría, pero no todos. Obstrucción a la justicia, conspiración para cometer magnicidio y alguno más se quedaron encima de la mesa. Seguro que vieron el juicio por la tele. Cuando me condenaron a cinco años en una prisión de máxima seguridad, la mitad del público comenzó a silbar y la otra mitad estalló en aplausos.
Escuché la sentencia completamente ido, no podía comprender la injusticia que se estaba cometiendo conmigo. Mi familia y yo habíamos pagado con sangre y mucho dolor lo sucedido, y no nos merecíamos aquello. Me llevaron a una celda en los juzgados, donde esperaría el traslado definitivo a prisión.
Y entonces un tipo enorme de traje y corbata oscuros, cabeza rapada y perilla pelirroja se acercó a mí y me pasó un teléfono a través de los barrotes. Me llevé el auricular a la oreja, y cuál no sería mi sorpresa al oír la voz de la Primera Dama.
—Doctor Evans, respóndame a una sola pregunta, con sinceridad. ¿Podrá hacerlo?
Sonaba tensa, furiosa y agotada.
—Sí, señora.
—¿Quería matarlo?
—No, señora.
—Llevó aquellas bolsas de veneno a la consulta. Cedió al chantaje. Traicionó mi confianza, y la de todo el país.
—Señora, soy padre. Un maníaco tenía a mi hija. Usted más que nadie debe comprender por qué lo hice.
—Y usted sabía muy bien cuál era su deber.
—Sí, señora. Salvar a su marido. ¿Y acaso no fue lo que hice?
Ella colgó sin despedirse. Le devolví el teléfono a McKenna, que me miraba con tanto odio que agradecí que hubiese unos barrotes entre él y yo. Su orgullo profesional había sido arrastrado por el polvo por un triste aficionado como yo. El tipo casi me dio pena. Casi.
—No durarás ni una semana en el trullo, doc. Tengo amigos allí. Y a todos les encantaría rajar a una celebridad como tú por medio paquete de Camel.
Borren lo anterior. No me daba pena en absoluto.
—Eh, McKenna. ¿Debo entender entonces que me retiras tus disculpas?
Sus pasos de elefante de estampida hacia la salida, hecho una furia, fueron música para mis oídos.
Resulta que el crimen no compensa, pero salvar a tu paciente de un tumor sí. No llegué a ingresar en el bloque D de Leavenworth, adonde me hubiese correspondido ir. Mi abogado me informó de que la Casa Blanca había movido hilos para que se me apartara del grueso de la población reclusa, algo que al Presidente le hizo ganar un par de puntos de aprobación en los estados azules y perder ocho en los estados rojos. Dicen que valoró la idea del indulto pero que los votantes no lo aprobaban. Yo sigo siendo el hombre más odiado de América para muchos.
Por suerte, tampoco me pusieron en el módulo especial, con los pedófilos y los violadores. Creo que aquella conversación con la Primera Dama me granjeó un favor especial. He cumplido mi condena aquí, en el corredor de la muerte. Donde he evitado que me agujereen las tripas, pero donde el castigo mental ha sido mucho más duro. Por eso los presos odian el aislamiento.
Lo más gracioso es que llevo aquí dentro más tiempo de lo que él hubiese vivido si no le hubiese operado. Así es la gratitud de los poderosos.
¿Y qué será de mí ahora? No lo sé.
Es infinitamente más difícil recomponerse que hundirse. Mi vida tal y como la conocía fue arruinada en menos de una semana por un psicópata sin escrúpulos. No he visto a mi hija desde el juicio, donde ella se despidió con un enorme abrazo.
—Gracias, papá.
No me dijo más. Tampoco hacía falta.
Charlamos por teléfono durante diez minutos cada tres días, el máximo que me permiten. Básicamente, soy yo el que habla, le leo cuentos y le hablo de su madre. Habla bastante menos desde lo que sucedió, aunque Jim y Aura intentan que eso cambie con muchos tomates de Virginia y ocasionales visitas a la feria. Ellos han acabado cuidando de Julia, lo que son las cosas. Me alegro de que alguien finalmente consiguiese lo que quería en esta historia. Y francamente, después del infierno por el que había pasado mi pequeña, el plan de mis suegros de malcriarla me parecía fantástico.
Con algo de ayuda de Kate.
Kate, por supuesto, fue expulsada del Servicio Secreto. Su exposición de los hechos fue exhaustiva y descarnada, y asumió desde el principio su parte de culpa. La fiscalía no la acusó atendiendo a su impecable hoja de servicios y a su heroica actuación en la granja de Rappahannock. Pero no logró evitar la expulsión y las miradas de vergüenza de sus compañeros.
Aún la recuerdo, subida en el estrado, con la mano izquierda sobre la Biblia porque la derecha seguía en cabestrillo, narrando cómo había identificado la dirección del novio de Svetlana y llegado a su casa justo a tiempo de ver cómo de ella salían unos individuos sospechosos a los que decidió seguir. Pienso en ella conduciendo en la oscuridad, enfrentándose a aquellas alimañas sola, a cara descubierta, y mi alma se deshace en gratitud por su enorme sacrificio.
Yo fui expulsado del colegio de médicos del estado de Maryland. Nunca podré volver a ejercer la medicina en los Estados Unidos, pero estas manos se hicieron para curar. No pienso dedicarlas a nada que no sea la cirugía. Así que me imagino que cobraré el adelanto de los derechos de autor de este libro, cogeré a Julia y me iré a otro país, a algún lugar cálido donde pueda ayudar. Los dos nos hemos ganado el derecho a olvidar y empezar de nuevo.
Y antes de que se te ocurra criticarme, como han hecho muchos, por aceptar una oferta de una gran editorial y escribir mi historia para intentar sacar algo bueno de todo esto, te recuerdo que a ti te picaba lo bastante la curiosidad como para comprarlo, en primer lugar. A no ser que te lo hayas bajado de Internet sin pagar. Si es así, me debes pasta por todas las horas que he pasado entreteniéndote, amigo.
Termino ya. Los celadores vendrán pronto a buscarme para sacarme del corredor de la muerte, sólo que yo, al contrario del resto de los que están aquí, recorro el camino inverso, de la oscuridad hacia la luz y la libertad. Dentro de poco se abrirán las puertas, saldré a la calle y allí estará Julia, esperándome. ¿Habrá una sonrisa en su rostro? ¿Correrá hacia mí para abrazarme, o tendré que ir yo y alzarla, estrecharla contra mí y jurarle por lo más sagrado que nunca volveremos a separarnos?
Y lo más importante, ¿habrá cambiado con los años o conservará la mirada intensa, profunda e inocente, los ojos azul eléctrico de su madre, el amor de mi vida?
Os dejo. Ya les oigo venir.
Muy pronto lo sabré.