En algún lugar de Columbia Heights

El señor White consultó la hora en la esquina superior derecha de su monitor principal y torció el gesto con fastidio. El doctor Evans ya llevaba fuera más de cuarenta minutos, algo que estaba por completo fuera de sus hábitos de comportamiento. Por supuesto, toda la situación en la que se hallaba inmerso era completamente excepcional, pero el patrón de personalidad de David predecía que ante una situación de crisis se aferraría de forma aún más estricta a su rutina.

Los patrones de personalidad que White empleaba para manipular a sus sujetos constaban de una serie de tablas y diagramas de flujo. Tras un estudio preliminar del sujeto, los patrones se configuraban siguiendo una completa gama de tipologías.

Estas herramientas eran infalibles. No las había encontrado en un libro de psicología, ni tampoco en ningún manual. Había sido él mismo quien las había configurado a través de años de estudios, de observación directa y sobre todo de una despiadada, quirúrgica comprensión de la naturaleza humana. Si White mostrase sus resultados a la comunidad científica, sería aclamado como un genio. Al menos hasta que alguien preguntase por los métodos que había seguido para llegar a sus conclusiones, o lo que hacía con ellas.

Su falta total de escrúpulos le había permitido experimentar con sujetos reales. Muchas vidas habían sido arruinadas para configurar aquellos diagramas. Para White eran la auténtica razón de su existencia. Vivía para modificarlos, ajustarlos y expandirlos.

Había comenzado a elaborar sus patrones de personalidad en la Facultad de Psicología de la Universidad de Stanford. Las clases le parecieron aburridas, como si los profesores hablasen a cámara lenta. Leyó la mayor parte de la bibliografía de toda la carrera antes de concluir su primer año. Al comenzar el segundo, le presentó a su tutor el borrador del primer patrón. Había identificado los rasgos de personalidad de un individuo concreto, y había identificado los factores o gatillos que llevarían a ese individuo a cometer un acto determinado.

—Las emociones son cambios que preparan al individuo para la acción —le dijo al profesor—. Si generamos en el sujeto las emociones adecuadas, podemos orientar sus actos de forma externa. Como un mando a distancia.

El profesor le había mirado horrorizado. Hizo trizas las hojas que White le mostraba y le echó una tremenda bronca.

—La psicología no es esta aberración. ¡Es el estudio de la experiencia humana para mejorarla, no para imponerse a los demás! Esto es absurdo, inútil y peligroso.

White apenas escuchó el final, porque se marchó del despacho dejando al profesor con la palabra en la boca. Ya había previsto aquella reacción. Había previsto mucho más que eso.

Once días después el profesor, un hombre de familia feliz y bonachón, amante del vino y la poesía, se suicidaba en el salón de su casa, delante de su mujer y de sus tres hijos. Los detectives que examinaron el caso se mostraron perplejos: aquella muerte no tenía sentido alguno. El hombre no tenía deudas, ni problemas con las drogas o con el juego. Buscaron amantes y trapos sucios en el armario, sin éxito. Finalmente dieron carpetazo al asunto, para frustración de su familia y amigos.

White sonreía. Había previsto aquello también. El modelo de personalidad que había llevado al despacho era el del propio profesor. Los días siguientes los había dedicado a explotar las debilidades del hombre hasta conducirlo a su muerte. No estaba del todo satisfecho, no obstante. Había calculado que podía obligarle a cometer suicidio en menos de ocho días. El retraso sin duda se debía a imperfecciones en el modelo del patrón de personalidad del sujeto, defectos que podían ser corregidos con el tiempo. Para ello harían falta nuevos especímenes.

La universidad no tenía nada que ofrecerle ya. Abandonó los estudios y viajó por Europa y por Asia, aumentando su biblioteca de tipologías humanas y desarrollando su sistema para controlarlas, para llevar al extremo a gente de lo más insospechada. Un obispo italiano, un voluntario de una ONG en Bombay, una monja de clausura danesa, una maestra de primaria vietnamita. Un terrorista vasco, un narcotraficante corso, un corredor de apuestas ilegales sueco, la madame del burdel más exclusivo de Moscú. Todos ellos habían sido sujeto de sus experimentos sin saberlo, todos ellos habían acabado muertos por su propia mano o la de otros después de cometer actos terribles.

Pero para White no era suficiente. Él quería dibujar el mapa completo de la voluntad humana. No sólo para tener el mando a distancia definitivo, como se justificaba a sí mismo. En el trasfondo de aquel proceso existía el secreto deseo de comprender su propia naturaleza. Él era un monstruo, y lo sabía. Y como todos los monstruos era presa de su propia soledad, una soledad particular. Si conseguía dominar las emociones y la empatía de otros, podría tal vez entender aquéllas que le faltaban, ese gran hueco en el centro de su corazón que sólo llenaba con vanidad, consiguiendo un logro tras otro.

Pero para ello necesitaba dinero. Los padres de White habían transigido al principio con sus «años sabáticos» por Europa, aunque habían terminado cansándose y cerrándole el grifo. Así que White no había tenido más remedio que poner sus peculiares habilidades a disposición de hombres con menos escrúpulos aún que él.

Su primer cliente había sido un capo de la Camorra napolitana que buscaba desesperadamente a cierto escritor que había publicado un revelador libro sobre las actividades de su clan. White le dijo que pusiese un millón de euros sobre la mesa y él le daría la cabeza del escritor a cambio. El mafioso se había reído, pues muchos hombres antes que White habían intentado localizar al escritor y habían fallado. Pero como no tenía nada que perder, aceptó.

Seis semanas más tarde, un policía uniformado entraba en un oscuro restaurante del peligroso barrio de Scampía, en Nápoles. Llevaba una maleta Samsonite azul, con asa y ruedas. Fue hasta el fondo del local, donde dos enormes gorilas le impidieron el paso. Él se dirigió al hombre gordo y calvo detrás de ellos, que comía raviolis con hojas de salvia fritas a la luz de las velas.

—Su amigo americano me ha encargado que le dé esto. El código de apertura es 1-6-1 —dijo el policía, sin poder ocultar su miedo.

El mafioso hizo un gesto y el policía se marchó. Uno de los gorilas abrió la maleta y alzó su contenido a la luz temblorosa de la llama. El capo arrugó la nariz ante el olor, pero acto seguido terminó sus raviolis de un humor excelente. Horas después, una cuenta numerada en las Islas Caimán, propiedad de una empresa fantasma cuyo único accionista era el señor White, recibía una transferencia de un millón de euros libres de impuestos.

Este se felicitó a sí mismo por la operación. Le hubiese gustado poder acceder al escritor y haberle convencido para que se entregase por sí solo. Aquello hubiese sido un auténtico triunfo. Pero su arte aún estaba en formación, así que había tenido que conformarse con emplear a dos escoltas y a una secretaria judicial, todos ellos consumidos inevitablemente en el proceso.

Pero a pesar de ello, White era feliz. Había encontrado un modo de aunar su pasión con la consecución de sus necesidades materiales. Durante los primeros años tuvo que buscarse los clientes, pero con el paso del tiempo y la llegada de los resultados, éstos terminaron haciendo cola para conseguir sus discretos, carísimos y muy eficaces servicios. No sólo los criminales buscaban contratarle, sino también las ramas más oscuras de las agencias de inteligencia de todo el mundo. Con estos White tenía un cuidado extremo, manteniendo siempre un triple cortafuegos entre el cliente y él. Muchos de los testaferros a los que enviaba fueron torturados y asesinados intentando averiguar la identidad del contratista sin éxito.

A White esto le importaba poco. Lo único que le preocupaba era poder escoger qué encargos aceptar y cuáles no, en función de cuáles le permitirían aumentar y perfeccionar sus herramientas y diagramas.

Había llegado a convertir estas herramientas en infalibles… hasta ahora.

White abrió la aplicación en su iPad que controlaba el equipo de música y reprodujo su canción favorita, la que escuchaba una y otra vez compulsivamente mientras elaboraba los patrones de sus sujetos. First we take Manhattan, de Leonard Cohen.

Tarareando bajito, White cambió de aplicación por la del álbum de fotos, y buscó la carpeta de David Evans. Había más de un millar, todas ellas tomadas entre el día en que el neurocirujano había aceptado operar al Presidente y aquella misma mañana. White esbozó una mueca irónica al advertir que en alguna de ellas se veía incluso a los investigadores del Servicio Secreto que habían seguido a David para asegurarse de que fuese trigo limpio.

Se detuvo en la última foto que había hecho, una captura de pantalla de la cámara que había instalado en un enchufe de la cocina. En ella David observaba pensativo el hueco en la silla alta frente a él, el asiento en el que cada mañana se sentaba su hija. Hasta aquel momento todo había ido según el plan. Había tenido que romper el contacto durante el tiempo que David había pasado con el objetivo, pero eso, aunque molesto, era inevitable. Todos los sistemas de control funcionaban de nuevo.

Sólo que no había nada que controlar. El neurocirujano había dejado el móvil sobre la mesa de su despacho y llevaba ausente ya cuarenta y siete minutos.

El patrón indicaba que él no se ausentaría tanto rato. El patrón indicaba que nunca se separaría del teléfono.

Por supuesto, aquéllos eran actos perfectamente normales en otra persona, en otra situación. Pero no en ésta, no en David. El patrón decía que no, y el patrón siempre acierta.

«¿Me he equivocado contigo, David? ¿Vamos a tener que jugar más duro?».

Echó un vistazo a la pantalla que mostraba lo que sucedía en el zulo donde guardaban a Julia Evans. La niña estaba sentada, meciéndose adelante y atrás, con los ojos fijos en un punto de la pared ante ella.

«Necesitas control, David. Control y motivación».

White buscó su teléfono e hizo una llamada a uno de sus peones.

—Soy yo. Tengo el presentimiento de que algo no marcha bien. Necesito que vayas a la cafetería y le eches un ojo al buen doctor.