El señor White se reclinó en la silla, permitiéndose una lenta sonrisa de satisfacción. El cuero del asiento emitió un leve susurro, mientras la piel de White se deslizaba sobre él. Toda su ropa estaba pulcramente doblada sobre un carísimo galán de noche. Completamente desnudo, el resplandor plateado de los monitores confería un aire espectral a su figura, arrancando diminutos brillos a las gotas de sudor que perlaban su piel.
Hacía calor.
Se puso en pie y caminó hasta la cocina, con el eco de sus pies descalzos resonando en las paredes vacías. Apenas había muebles en el pequeño apartamento, sólo un colchón de látex en una esquina y una enorme mesa plana con ocho pantallas de 27 pulgadas montadas sobre brazos de acero atornillados a la madera. En aquella zona repleta de estudiantes de posgrado y jóvenes profesionales en su primer empleo, yendo y viniendo constantemente, el pulcro señor White pasaba completamente inadvertido.
Abrió la nevera y el aire gélido del interior enfrió su cuerpo desnudo, poniéndole la piel de gallina en algunos puntos. Cada una de las cinco hileras del aparato estaba llena a rebosar de botellas de Hawaiian Punch. Un sabor en cada bandeja: Fruit Juicy Red, Wild Purple Smash, Lemon Berry Squeeze, Polar Blast y Island Citrus Guava. Repitió los nombres en voz baja, como un suave mantra, hasta que se decidió por el primero de ellos. Tomó una botella fría y la sustituyó inmediatamente por otra del mismo sabor que extrajo de la alacena. Un frigorífico completamente lleno consume menos energía que uno a medias. El señor White siempre pensaba en el medio ambiente.
Regresó a su asiento y volvió a estudiar las pantallas, que mostraban imágenes de la casa de Evans. Las cámaras habían sido meticulosamente escondidas, aunque el propósito no era que el doctor no supiese que estaban ahí.
Muy al contrario.
Presionó una serie de teclas en el portátil que controlaba el sistema. Todas las pantallas mostraron la habitación de Julia, seis minutos atrás. El volumen amplificaba una respiración lenta y pesada, y el susurro del médico sonó como un viento fuerte.
—Lo haré, maldito hijo de puta. Lo haré.
La alerta del mensaje atronó por los altavoces. White apretó la barra de espacio y aumentó la imagen. El rostro de Evans apareció en los ocho monitores en el preciso instante en que leyó el mensaje. El gesto crispado, los ojos como platos.
«Así es, Dave. Ahora conoces el alcance de mi poder. No puedes escapar», pensó White, dando un trago de su refresco.
Miró con nostalgia la mascota en blanco y negro de la botella, el inconfundible Punchy. La corrección política le había quitado toda la gracia al personaje. Era mucho más divertido en los años ochenta, cuando preguntaba a sus víctimas si querían un golpe antes de atizarles un puñetazo. Cada vez que lo veía, sentado sobre la alfombra persa del salón de la casa de sus padres, el señor White estallaba en carcajadas.
Había sido un niño feliz. Mimado y solitario, como todos los hijos de banqueros de inversión neoyorquinos. Había tratado más con el servicio que con su familia de sangre, pero eso no le había supuesto ningún problema. Nadie le había golpeado, abusado de él ni causado graves traumas.
White era así.
Había nacido así, y no había nada que hacer al respecto. Lo supo con claridad a los ocho años, en el parque al que le llevaba la au pair todas las tardes. Una niña tuvo una mala caída desde lo alto del tobogán y aterrizó sobre su brazo izquierdo, partiéndoselo. La punta del hueso roto desgarró la piel, asomando envuelta en sangre. La niña aulló de dolor y se puso en pie. Muchos niños se llevaron la mano al brazo, en el punto exacto en el que la niña se había herido.
White no.
Aquel día comprendió que él era un ser único e independiente. Los límites de los seres humanos son imperfectos: sienten en su propio cuerpo el reflejo de las emociones de otras personas, ven sus emociones afectadas por las de otros. Viven sus vidas conectados a los demás por una especie de vasos comunicantes de sentimientos.
Él estaba libre de aquella imperfección.
Su falta absoluta de empatía lo ponía un escalón por encima de los demás. Podía leer las emociones ajenas e interpretarlas sin verse manchado por ellas. Aquella ventaja evolutiva era de lo más práctica.
Aprender a utilizarla fue un proceso mucho más complejo. White tardó años en descubrir que todos los seres humanos tienen una frontera entre la confortable zona de sus convicciones y miedos y el pantano peligroso de sus deseos y necesidades. Para conseguir la total sumisión de la voluntad había que empujarles fuera de la primera sin que se hundiesen en la segunda.
Hasta el punto de equilibrio.
Cada tipología de personalidad era distinta. Para alguien como el doctor Evans la violencia no era más que una nota al pie de página en el Post, algo que no entraba dentro de los límites de su mundo. Al fin y al cabo, la naturaleza humana es una negación de la muerte, y la de un médico entregado sublima esa negación.
Para obligar a un sujeto de tan firmes convicciones a ejercer la violencia había que destruir sus puentes, uno por uno. De forma controlada, hasta sumirle en la contradicción entre sus creencias y la realidad. Estableciendo un calendario con milimétrica precisión. Con alguien más visceral y menos íntegro que Evans hubiese acortado el tiempo de reacción.
El móvil de White vibró sobre la mesa. Al igual que el móvil de Evans, era un modelo muy especial. Había sido modificado utilizando tecnología punta, y la señal con la que funcionaba empleaba un sistema codificado con una clave de 128 bits. No se molestó en mirar quién llamaba. Una única persona en el mundo poseía aquel número: su empleador.
—Ya ha comenzado.
La voz al otro lado de la línea murmuró unas palabras de asentimiento. White apenas escuchó. Su mirada seguía clavada en los monitores.
Pulsó una tecla, devolviendo la imagen a tiempo real. El médico parecía dormido.
White frunció el ceño, intrigado. Nunca le había visto hacer algo como eso, aferrarse así a aquella sudadera. Se acarició pensativo el lóbulo de la oreja y anotó algo en su iPad.
Mañana iba a ser un día de lo más interesante.