Alcé la vista hacia la cúpula, con la pinza en la mano, buscando a White.
«Esto es lo que querías —pensé—. Disfruta de tu triunfo, cerdo».
Pero cuando iba a colocar el parche sobre la zona operada, algo me detuvo. White estaba allí, el tercer rostro por la izquierda en la hilera de asientos, pero a diferencia de los demás, no miraba hacia abajo, sino hacia su propio regazo. Estaba mirando su iPad. Y cuando alzó de nuevo la mirada, en ella había sorpresa. Rabia. Miedo. Derrota.
Leí en sus ojos tan claramente como si yo estuviese viendo aquella tableta.
«Kate está allí. Kate lo ha conseguido».
Yo levanté la mano hasta mi mascarilla y me la bajé. Quería que viese mi sonrisa de desafío ante lo que iba a hacer.
Simplemente, abrí la pinza y dejé que el parche cayese al suelo.
—¿Doctor Evans? —dijo la enfermera, extrañada.
En la cúpula, White apretó varias teclas en su iPad, frenético, y luego se puso en pie. Le vi decirle algo a McKenna y abrir la puerta. Y de pronto fui consciente de que aún podía hacer muchísimo daño, en formas que yo no era capaz ni de imaginar. Pero no podía decirle la verdad a McKenna. En aquel momento, iluso de mí, aún creía que podía salir bien parado de todo aquello.
—David, ten más cuidado. Acabas de tirar mil dólares a la basura —dijo la doctora Wong.
—Aquí van otros tres mil —dije, arrebatando la bolsa de Gliadel de sus manos y poniéndola boca abajo.
—No tiene gracia, David.
Fui hasta la enfermera, le arranqué la bolsa, la abrí y la vacié también. Todo el mundo me miraba como si estuviese loco.
—Escúchame, Stephanie. Tengo razones para pensar que estas dos bolsas no estaban operativas. ¿Serías tan amable de pedir dos bolsas nuevas en la farmacia y de cerrar al Paciente por mí? Estoy agotado, voy a descansar.
Y dejando a todo el mundo boquiabierto, salí corriendo del quirófano.
Me quité el delantal y los guantes y los arrojé al cubo de desperdicios tóxicos en la antesala del quirófano. White había salido de la sala de observación antes de que yo lo hiciese del quirófano, así que no sabía que iba tras él. Eso era lo que yo quería.
Me llevaba unos metros de ventaja. Me asomé al pasillo y le vi meterse en el ascensor, saludando a los del Servicio Secreto con la cabeza al pasar. Estos estaban preparados para impedir entrar en aquella planta, no salir, así que no movieron un músculo. Yo volví a meterme en la antesala para que no me viese, y cuando las puertas se cerraron no salí corriendo tras él, sino que fui a mi despacho, abrí la puerta y cogí mi bata blanca. En el bolsillo había dejado la Blackberry de Kate y las llaves del coche. Con paso ágil pero aparentando tranquilidad, fui hasta el ascensor y pulsé el botón de llamada.
No iba a dejarle escapar. No sólo por lo que pudiese hacernos en aquel momento, sino por lo que podría hacer en el futuro. Y así fue como cometí el mayor error de mi vida. En mi defensa diré que yo desconocía cuál era la situación, ni sabía que en el mismo momento en el que yo entraba en el ascensor, Kate se balanceaba sobre la grúa de un granero a cinco metros de altura.
Y también, seamos justos, quería a White para mí solo, no en manos de McKenna. Quería hacerle pagar por Svetlana, por Juanita, por mi hija.
Pulsé el botón del garaje. White había dicho que había venido en coche, así que iría ahí, no al vestíbulo. No me permití patear en el suelo impaciente, hasta que las puertas se cerraron, ocultándome de la vista de los agentes que custodiaban el ascensor con rostro pétreo. Cuando volvieron a abrirse, salí corriendo hacia mi coche, arranqué y puse rumbo a toda velocidad hacia la puerta con un chirrido de neumáticos.
White estaba metiendo el ticket en el cajetín que levantaba la barrera cuando mi coche dobló la esquina, justo detrás de él. Le vi alzar la cabeza, le vi mirarme a través del retrovisor. Arrancó, pasando por debajo de la barrera por milímetros. Yo tuve que detenerme a buscar mi tarjeta de empleado en la barrera, perdiendo unos segundos preciosos. Para cuando salí a la calle, me llevaba un par de manzanas de distancia. Llevaba un Lincoln negro, el coche más común de toda la maldita ciudad, y cuando tomó el desvío a la 16 estuve a punto de perderle. Giré en dirección sur por pura intuición, y volví a avistarle varias manzanas después, cincuenta metros por delante de mí. Logré acercarme a él a costa de saltarme un semáforo y de estar a punto de estamparme contra un autobús, pero en el siguiente volvió a ganar terreno. Se desvió a la altura de la calle K, y logré ganar un poco de terreno en el siguiente semáforo. Ya le tenía tan sólo a unos coches de distancia. Cuando tomó el desvío del Key Bridge, supe que era el momento. Allí no tendría ningún sitio a dónde huir. Logré adelantar a los tres vehículos que nos separaban, y por último le rebasé a él, adelantándole por la izquierda. Pegué un volantazo, invadiendo su carril, y pisé el freno al mismo tiempo, sintiendo cómo la goma de los neumáticos iba quedándose en el asfalto a medida que el coche se atravesaba en la carretera. El Lexus cortó la trayectoria del Lincoln y el coche de White se dio de lado contra el murete de piedra.
White no tuvo más remedio que frenar.
Metí la mano debajo del asiento y saqué la Glock con la que había amenazado a Hockstetter. Abrí la puerta y bajé del coche, apuntándole. Los coches que iban detrás de él, que habían quedado bloqueados, pitaban como desesperados hasta que vieron la pistola. Los ocupantes de los que estaban más cerca salieron de sus vehículos y corrieron en dirección contraria, despavoridos.
Yo continué avanzando hasta llegar junto a la ventanilla de White.
—Sal. Ahora.
White abrió la puerta y bajó con las manos en alto. En una de ellas llevaba el iPad.
Y estaba sonriendo.
—Vaya con el que nunca peleaba.
—No te muevas, cabrón. Dime dónde está mi hija.
White me ignoró y caminó hacia el paseo de viandantes, salvando el murete con elegancia y acercándose a la barandilla de acero. Echó el brazo hacia atrás y arrojó el iPad al río Potomac. Lo vi bajar, con la funda de Louis Vuitton aleteando como la paloma más cara del mundo, y desaparecer.
Yo fui tras él, sintiéndome como un estúpido. ¿Por qué todo el mundo parecía ignorarme cuando llevaba una pistola en la mano?
—Espero que quien hayas enviado sea mejor que mis chicos, Dave. De verdad que sí. Tendrán que correr mucho para salvar a tu hija de las ratas.
Me acerqué más a él, sin dejar de apuntarle. Parecía tranquilo y miraba por encima de la barandilla, en dirección a la Casa Blanca.
—Estuve tan cerca. En fin, otra vez será.
—¿Quién ha sido, White? ¿Quién te contrató?
Se dio la vuelta y frunció el ceño, como si me viese por primera vez. Después miró el arma y entrecerró los ojos.
—En realidad, podría matarte ahora mismo, Dave. Si no lo hago es porque sigues siéndome útil. Te necesito para que cargues con las culpas de todo.
—Eso no va a pasar, White. Vas a ir a la cárcel y vas a pudrirte dentro.
Él volvió a sonreír.
—Has sido un digno oponente. Tal vez algún día regrese a por ti. Quizás entonces hayas aprendido a quitarle el seguro a la pistola.
Sintiéndome —aún más— como un imbécil, encogí el brazo y miré el lateral del arma buscando el seguro. Un botón del que, dicho sea de paso, las Glock carecen por completo. White me la había vuelto a jugar.
Cuando alcé de nuevo la vista, White se había subido a la barandilla. Antes de que pudiera detenerle, pegó los brazos al cuerpo y se lanzó al Potomac.