Cuando entras en un quirófano donde acaba de hacerse una craneotomía percibes un olor especial. Por encima del desinfectante, de los productos químicos, de tu propio sudor. Es el olor de hueso cortado y de sangre. Cuando lo percibes, sabes que una parte del paciente ha entrado en ti y ahora forma parte de ti. Es un lazo que mantendréis siempre. Puede sonar enfermizo y espeluznante, y por eso los cirujanos no solemos hablar de ello. Pero no es menos real.
El Presidente estaba sentado, completamente consciente. Una vez concluido el proceso doloroso de extraer la parte superior de su cráneo, le habíamos despertado. La doctora Wong había taladrado el hueso en cuatro puntos, dejándolo sujeto a un sistema de pinchos de acero llamado Mayfield, que impedía que la cabeza pudiese moverse ni un milímetro.
Me puse delante de él para que pudiese verme. Aunque era difícil que me reconociese enfundado en mi delantal, con la mascarilla y las gafas con las lupas de magnificación. Pero sin duda reconoció el tigre bordado de mi gorro.
—Doctor Evans, ¿cómo usted por aquí?
La sedación predispone a algunos pacientes a los chistes. Eso hace todo mucho más divertido. Normalmente habría habido una carcajada general, pero nadie se rio. Todos estaban tensos, expectantes.
—Señor, la doctora Wong me ha abierto un acceso a la zona donde se encuentra su tumor. Ahora vamos a colocar un monitor delante de usted con imágenes y palabras. Es muy importante que usted vaya leyendo esas palabras en voz alta y describiendo las imágenes. De esa forma yo podré usar un estimulador para poder diferenciar el tejido sano del tumor.
Me coloqué en posición cuando sonó el teléfono del quirófano. Me dio un vuelco el corazón. Por un momento soñé que sería Kate avisándome de que ya había encontrado a Julia.
—Era el neuropatólogo —dijo la enfermera que había contestado—. Le hemos enviado muestras de tejido. Confirma el diagnóstico, es glioblastoma multiforme.
—De acuerdo —dije, disimulando mi decepción.
Me asomé al cerebro del Presidente, dispuesto a emprender la batalla contra mi peor enemigo. Allí estaba, semioculto sobre el tejido del cerebro. Nadie que no sea un experto podría notar la diferencia. El GBM es invisible a simple vista, ya que su éxito deriva de ser un tejido igual a aquel junto al que se halla, sólo que inmortal e imparable para el organismo en el que habita.
Puse mi dedo sobre un área que sabía que estaba limpia. El cerebro tiene la textura de la pasta de dientes Colgate cuando la has dejado un rato fuera del tubo. Ligeramente gomosa, débil y a la vez resistente.
—¿Ha notado eso, señor Presidente?
—No noto nada. Pero por algún motivo no dejo de pensar en un perro que tuve —dijo, sorprendido.
—En el cerebro no hay terminaciones nerviosas, señor. Nada de lo que haga le dolerá. Pero su manipulación provoca resultados inesperados. Probablemente he estimulado ese recuerdo con la presión.
Continué familiarizándome con su tacto, aprendiéndolo a través de mis manos. Quería saber cuál era su textura real. Después pasé al area problemática, y volví a tocar, muy despacio. A través de la finísima superficie del guante de látex, percibí la textura del tumor. Un color ligeramente diferente, una textura más ligera.
—Nimbus, por favor.
La enfermera me pasó un instrumento largo y negro, terminado en una punta doble. Aquel cacharro servía para dar minúsculas descargas eléctricas, estimulando el cerebro del paciente.
—Empiece a leer, señor Presidente.
—Perro. Un muchacho lanzando una pelota.
—Muy bien, continúe. No se detenga.
Cuando identificas el tumor, entonces entra en acción la herramienta definitiva.
—Cavitron, por favor.
Me pusieron en la mano el extremo de un instrumento con una boquilla de acero, unido por un tubo a una máquina de un metro de alto. Aquel instrumento con nombre de transformer era mi ametralladora particular: un aparato que emite ultrasonidos a muy corta distancia, fragmentando tejido y aspirándolo. Pero el Cavitron no distingue entre tejido sano y tumor. Es necesario un pulso firme y una coordinación mano-ojo absolutamente precisa para no hundir la punta un milímetro más de lo necesario y freír el cerebro del paciente. O que un grumo que te parezca tumor sea en realidad cerebro, y entonces…
—Patata. Patata. Patata.
… dejes al paciente atascado en una palabra que pasará a ser el cien por cien de su vocabulario para el resto de su miserable vida.
Aparté a tiempo la punta del aspirador. Había estado muy cerca. Las luces de la mesa estaban muy fuertes, y yo cada vez tenía más calor. El sudor comenzaba a nublarme la visión.
—Vaya, no es por ahí. Gracias, señor —dije, con tono casual.
Me giré a la enfermera.
—Suba el aire acondicionado.
—Dave, la temperatura del Paciente… —repuso Sharon Kendall.
—Ponedle unas mantas térmicas sobre el pecho y las piernas si hace falta. Pero necesito enfriarme ya.
Continuamos durante un buen rato, sin que en el quirófano se oyese más que el ruido del aspirador, el pitido constante del monitor y la voz del Presidente recitando monótonamente lo que iba viendo en la pantalla.
De pronto se detuvo.
—Estoy agotado.
Siempre sucede. Incluso aunque no puedan moverse, el proceso altera el equilibrio químico del cerebro y produce una sensación de cansancio terrible.
—No ceda, señor. Debemos continuar. Piense que cada palabra que lee es un día más de vida que podrá disfrutar junto a sus hijas.
A partir de ahí perdí la noción del tiempo. Siempre me ocurre cuando me concentro, y nunca en mi vida había estado tan concentrado como en aquel instante. Dibujé una puerta en mi cabeza y la crucé, dejando al otro lado todo lo que me preocupaba. En algún lugar Kate intentaba salvar a mi hija. Al acabar lo que estaba haciendo tendría que ceder al chantaje de White, si es que ella fallaba, o incluso si no lo hacía, porque yo no tenía forma de saber qué pasaba, y no pensaba correr ningún riesgo. Pero mientras tanto, aquélla era la operación para la que había estado toda mi vida preparándome. Y por lo más sagrado, iba a hacerla bien.
Seguí tocando, preguntando, aspirando.
—Con esto hemos concluido, entonces. No puedo sacar más. ¿Qué me dice, señor Presidente? ¿Le vale así o lo quiere más corto?
El Presidente soltó una carcajada, breve y cansada pero real.
—Había un peluquero cerca del edificio Wrigley que siempre me decía lo mismo. ¿Qué opinan sus compañeros?
Me quité las gafas con lupas de magnificación y di un paso atrás. La doctora Wong se asomó a la zona de trabajo y emitió un murmullo de aprobación.
—Coincido. No hay más tejido tumoral visible. Un trabajo excelente, doctor Evans. ¿Están de acuerdo, señores?
Por el altavoz se escucharon las voces de mis colegas.
—Ha sido espectacular, doctor Evans —dijo Lowers—. Me siento honrado de haberlo podido ver en directo. ¿Doctor Hockstetter?
Hubo una pausa incómoda, pero al final incluso Hockstetter tuvo que claudicar.
—Un buen trabajo, Evans —dijo a regañadientes.
—Ha sido magnífico. Estoy ansioso por ver el final —añadió White.
«Por supuesto que lo estás», pensé yo.
—Bueno, ya sólo queda una cosa que hacer antes de cerrar. Enfermera, traiga el Gliadel —dijo Wong.
La enfermera fue hasta el segundo cajón del carro de instrumental, tomó las bolsas y le pasó una de ellas a la doctora Wong. Ella tiró de la pestaña de la parte superior y rasgó el aluminio. Tomó una pinza, sacó uno de los parches de Gliadel y me la pasó.
—Aquí tienes, David.
Miré fijamente el parche envenenado. Sólo tenía que colocarlo en su sitio y las demandas de White quedarían satisfechas, mi hija estaría a salvo. Nadie sabría nunca lo que había ocurrido.
Cogí la pinza y me dispuse a matar al presidente de los Estados Unidos de América.