31

El neón de la sala de preoperatorio bizqueaba cada ocho o nueve segundos. Me estaba sacando de quicio. Pegué con el codo al interruptor un par de veces, una magia que solía funcionar. No lo hizo.

—Lleva una semana así. He pedido a los de mantenimiento que lo cambien, pero no me hacen caso —me dijo Sharon Kendall sin levantar la cabeza. Estudiaba atentamente el historial médico del Paciente apoyada junto a la puerta del pasillo.

—Sólo es un paciente —le recordé—. El peso, la altura, la historia clínica, todo lo que estás leyendo es real. Sólo tiene un nombre distinto al que te esperabas.

—No estoy nerviosa —dijo ella meneando la cabeza.

No era cierto. Tenía el rostro serio, concentrado, y se mordía el labio inferior. Aún no había asimilado la noticia que le había dado un rato antes, a ella y al resto del equipo. Al principio todos creyeron que les estaba tomando el pelo, que no era más que una broma de mal gusto. Cuando vieron que mi semblante no cambiaba y comprendieron que era verdad, todos hicieron un esfuerzo por aparentar normalidad. Hubo un par de exclamaciones y uno de ellos se rascó la cabeza, pero nada más. Por eso supe que estaban asustados. Si hay algo que un profesional del quirófano teme es a los vips. Ya sea un abogado especializado en demandas, o la hermana de la jefa, si alguien te avisa de que un paciente es especial y merece un tratamiento especial, habrá problemas. Lo llamamos síndrome del recomendado, y afecta enormemente a las probabilidades de cagarla.

Sin embargo, aquellas personas eran unos profesionales de primera clase, el mejor equipo que se puede soñar reunir, y ese día lo demostraron. Probablemente cuando todo acabase serían conscientes de la enormidad de la tarea, pero en ese momento la adrenalina no dejaba que los nervios tomasen el control. Habíamos hecho bien en posponer la noticia hasta el último instante.

De hecho, yo estaba mucho más nervioso que ellos. Contra todo pronóstico, la noche anterior había logrado dormir unas horas, si caer desmayado en la cama de puro agotamiento se puede considerar dormir. Me había levantado a las 6:30, dado una ducha rápida y conducido hasta el hospital. Todo ello dándole vueltas a cómo iba a ser capaz de ejecutar el plan de White. Y a algo mucho más preocupante: Kate me había jurado que si no era capaz de dar con Julia antes de que comenzase la operación, llamaría por teléfono a McKenna y se lo contaría todo.

Quedaba menos de una hora para que se cumpliese el plazo y no sabía nada de ella. Mi iPhone estaba en el despacho, y la Blackberry que me había dado Kate también. Me daba un respiro sobre el control de White que en el quirófano estuviesen prohibidos los móviles, y tampoco tenía donde esconderlos.

Llevaba puesto ya mi mejor pijama y mi gorro de la suerte. Teóricamente es sólo un trozo de tela para que no nos caiga pelo o sudor dentro del paciente, así que debería valer cualquiera. Pero los neurocirujanos somos más supersticiosos que un médico brujo o un jugador de béisbol. Así que había escogido un gorro quirúrgico personalizado, con la tela negra y un tigre de bengala con las fauces abiertas, bordado en naranja justo en el centro de la frente. Tengo seis docenas de estos chismes bordados en todos los colores, desde tortugas a logos de Superman. Pero éste era el favorito de Rachel. Nunca me ha fallado.

Pasé los dedos distraídamente por el bordado, pensando en todas las veces que habíamos operado juntos. En cómo ella se ponía de puntillas y me daba un beso discreto sobre el tigre para invocar la suerte.

«Qué irónico que me lo ponga para la única operación que debe salir mal», pensé.

Me apoyé contra la pared, notando el crujido metálico de las bolsas de Gliadel envenenadas. Me asusté pensando que Sharon podía haberlo escuchado, pero ella seguía atenta al historial médico del Paciente. Las había ocultado a mi espalda, sujetas por la goma del pantalón, esperando el momento adecuado para dar el cambiazo por las auténticas.

Hubo movimiento al otro lado del cristal redondo de la puerta que daba al pasillo. Ambos nos enderezamos. Allí estaba él, seguido por los agentes del Servicio Secreto. Fui hasta la puerta y le abrí.

—Sólo usted, señor. Ellos, que esperen fuera.

Hubo un coro de protestas que el Presidente acalló con un gesto.

—Buenos días, doctor Evans. Discúlpelos, están muy nerviosos. Les he obligado a traerme en un todoterreno normal, una comitiva de sólo tres coches. Para ellos ha sido como salir a la calle desnudos.

Para el resto del hospital había sido una locura. Le habían introducido por un ascensor de la zona de servicio, pero la planta segunda, donde estaban todos los quirófanos, había sido vaciada por completo tres horas antes. Aquella mañana sólo se operaría a una persona en el Saint Claire. Agentes de paisano cubrían los ascensores y las escaleras, evitando que nadie entrase. Al personal no autorizado se le había enviado una circular avisando de que había programada una desinfección de los quirófanos en la que se emplearían productos tóxicos. Aquello los mantendría alejados y disfrutando de su día libre.

—Tenemos que preservar la higiene de la zona, señor.

—Lo comprendo. Esperarán aquí.

Le dejamos un poco de espacio para que se cambiase tras el biombo, poniéndose la bata de color azul que le damos a los pacientes. Cuando volvimos a entrar se había sentado en el banco, con una pierna sobre la otra. Suele ocurrirles a muchos pacientes. Están tan preocupados por lo que va a suceder dentro que olvidan de pronto que no llevan ropa interior.

—Señor —le dije—, tal vez querría colocar sus piernas en una postura menos reveladora.

Se dio cuenta enseguida de a qué me refería y cerró rápidamente las piernas.

—Oh. Oh, cierto. Lo lamento, doctora —dijo dirigiéndose a Sharon.

—Tranquilo, señor. Somos médicos, estamos acostumbrados.

Mantuvo el semblante impenetrable, pero si conocía bien a Sharon, antes de una semana estaría presumiendo delante de sus amigas de que le había visto el pájaro al Presidente.

—También debería ponerse la manta que le hemos dado.

—No tengo frío.

—Será una operación muy larga en una sala con temperatura muy baja. Irá perdiendo calor corporal. No es una cuestión de comodidad. Incluso una pequeña variación en su temperatura puede perjudicar su capacidad de luchar contra las infecciones. Hágalo.

—Acaba de recordarme a mi esposa. De acuerdo, obedezco.

Se enroscó en la manta.

—¿Dónde está la Primera Dama? —le pregunté.

—Distrayendo a la prensa. Estará haciendo apariciones públicas por la ciudad durante toda la mañana, sonriendo mucho y lamentando con toda su alma no poder estar aquí. Pero es necesario que así sea.

—Supongo que le resultará muy difícil.

—Fue idea suya. Nadie debe saber lo que está ocurriendo. Hemos avisado al fiscal general y al vicepresidente, que estará al mando del país mientras yo esté bajo los efectos de la anestesia. Pero hasta después de la operación no diremos nada. Por cierto, ella me ha dado un mensaje para usted.

—¿Cuál es, señor?

—Dice textualmente «Cúrele o le mato». Dijo que usted entendería lo que significaba.

Todos nos reímos. Incluso yo, para disimular lo sucio y traicionero que me sentía.

Dejé a Sharon dándole las últimas instrucciones y haciéndole las preguntas de rigor, y salí discretamente por detrás. Entre Preoperatorio y la entrada de puertas batientes que llevaba al quirófano 2 había un pasillo, frente al cual estaban el lavadero y la entrada secundaria. Teóricamente nadie debía entrar al quirófano sin esterilizarse, pero yo apenas disponía de tiempo. Las enfermeras y el resto del equipo llegarían de un momento a otro. Pasé junto a las pilas y entré en el quirófano por la puerta trasera.

El 2 es el quirófano más grande del Saint Claire y uno de los más avanzados del mundo. Cualquiera que entre se llevará un shock instantáneo. Caminar por un edificio del siglo XIX, con sus ventanas acristaladas y su aire victoriano te predispone emocionalmente, trae recuerdos de viejos médicos de cejas espesas y barbas pobladas, friegas con linimento y sanguijuelas en tarros de cristal. Y luego entras al 2 y sientes como si hubieses saltado tres siglos hacia el futuro y estuvieses dentro de un sueño húmedo de Steve Jobs. Las paredes, el instrumental, los carros, todo en esa habitación es de color blanco perfecto y líneas suaves y redondeadas. Un enorme brazo robótico de dos metros de alto y tres toneladas de peso controla la camilla, permitiendo poner al paciente en cualquier posición imaginable. Sólo existen tres como ése en el planeta.

Y al otro extremo de aquella fantasía sacada de Star Trek, un humilde carro de instrumental. En el segundo cajón estarían las bolsas de Gliadel.

Miré hacia arriba, hacia la cúpula. Un par de personas estaban hablando en la sala de observación. Estaban de medio lado, así que no podrían verme si era lo suficientemente rápido. Caminé hacia el instrumental y al llegar junto a él me volví de espaldas. Había cámaras por todas partes, y lo que pasaba abajo se vería en los monitores de arriba. Desconocía si las cámaras estaban grabando —eso lo sé ahora, por supuesto—, pero no quería atraer la atención de nadie sobre lo que hacía. Me saqué las bolsas de detrás de la espalda con la mano izquierda, mientras que con la derecha buscaba a tientas el borde del segundo cajón. Logré abrirlo unos centímetros tirando de él con las yemas de los dedos. Introduje la mano, buscando el familiar tacto de las bolsas. Allí estaban. Las tomé entre el índice y el corazón mientras metía las otras con la otra mano.

—¡Doctor Evans!

La voz de McKenna resonó por los altavoces que comunicaban el quirófano con la cúpula, como un latigazo de sonido.

Mi cuerpo se sacudió del sobresalto. Supongo que no tengo que describírselo, las imágenes las emitieron todas las televisiones antes, durante y después del juicio. El momento en el que el malvado doctor daba el cambiazo y era interrumpido por el valeroso supervisor del equipo de seguridad del Presidente.

—Baje eso, por Dios. ¿Quiere dejarme sordo?

Pero lo que no se vio en las imágenes era lo que pasaba a mi espalda. Cómo el sobresalto me hizo perder el agarre de las bolsas auténticas. Las otras ya las había introducido, y ahora las cuatro estaban mezcladas.

—¿Tiene un momento, doctor? Me gustaría presentarle al comité de expertos. Así reconocerá sus voces después.

Comencé a ponerme nervioso, noté el pulso latiéndome en el cuello y una sensación en la boca del estómago que, si no era pánico, se le parecía mucho. ¿Cómo demonios iba a recuperar las bolsas originales y sacarlas de allí? No podía darme la vuelta y que me viesen tocar el instrumental. No llevaba guantes, ni me había esterilizado las manos. Si alguien sospechaba que el carro había sufrido contaminación, todo se retrasaría. Y Julia se estaba quedando sin aire.

—Subo enseguida. Quiero comprobar que todo esté en su sitio.

—Dese prisa, por favor.

Sentía las miradas del resto de las personas que estaban con McKenna allá arriba. Yo estaba aparentemente quieto, mirando a mi alrededor como si estuviese haciendo comprobaciones de última hora. Pero mi cabeza intentaba resolver el problema. ¿Cómo sacar las bolsas correctas?

Entonces caí en la cuenta. La temperatura.

Metí los dedos hasta los nudillos y palpé las bolsas —algo mucho más difícil de hacer de lo que parece de espaldas, con la palma de la mano hacia arriba y las miradas de muchos ojos sobre ti—. Conseguí distinguir las frías de las que llevaban más de media hora en mi espalda. Tiré de las primeras y me las metí en el pantalón.

—¿Doctor?

—Ya subo.

De camino a la escalera que llevaba a la sala de observación, arrojé las bolsas auténticas en una papelera. Experimenté un ligero mareo, mezcla de la tensión, la euforia y la culpabilidad. Si hubiese estado solo, hubiese soltado una carcajada histérica y lunática. La tenía atascada en el borde de la garganta, como un trozo de comida a medio masticar que no te permite respirar. Tuve que carraspear dos veces antes de llamar a la puerta de la cúpula.

Me abrió McKenna. El espacio era reducido, apenas diez metros cuadrados con un par de hileras de asientos, varios monitores y una pared de cristal en ángulo de 45 grados que se abría sobre el quirófano, quedando casi encima de la camilla. Estaba ocupado por cuatro hombres, aunque yo solo tuve ojos para uno.

El primero era el propio McKenna, apartando su enorme corpachón para dejarme entrar.

El segundo era Lowers, con su sonrisa campechana y sus ademanes afables. Su cara me sonaba de una revista médica.

El tercero era Hockstetter, con el brazo en cabestrillo y una mirada de odio capaz de derretir un escalpelo.

Pero el cuarto no era Ravensdale.

El cuarto era el señor White.