—¿Te has fijado en Juanita?
White estaba tomándose un café cuando los secuaces me dejaron en el Marblestone Diner. Una vez más, estábamos solos, con la única excepción de Juanita.
—¿Qué pasa con ella?
—La camarera nos desea, Dave. Nos observa. Nuestra pequeña candidata a American Idol se fija en nosotros, se acaricia el pelo cuando mira hacia aquí. Y no entiende que nunca, jamás nos fijaríamos en alguien como ella, una vaca sin estudios ni preparación.
Ni siquiera me digné a responder aquel repugnante comentario.
—No me meta en su mismo saco.
—Vaya, ¿ahora no te van los pronombres en plural?
—Sé perfectamente lo que es usted. Y no tiene nada que ver conmigo. Ni con nadie.
White soltó una carcajada. El muy hijo de puta estaba de un humor excelente.
—¡Vaya! ¿El mecánico de cabezas ha visto lo que va mal? ¿Un fallo en mi sistema límbico, en mi lóbulo prefrontal? ¿Crees que me hacía pis en la cama y que quemaba cosas de niño? ¿Crees que los gatos de mi edificio desaparecían, Dave?
—No me cabe la menor duda.
—Te equivocas, Dave. Puede que, por los estándares normales, sea eso que tú entiendes por psicópata. Pero créeme, no soy yo quien tiene un problema. Sois los demás los que tenéis límites. Y tú mañana vas a cruzarlos.
Decidí que debía intentarlo una vez más.
—¿Por qué no espera, White? Incluso aunque la operación sea un éxito, estará muerto pronto. No creo que vea el final de su presidencia.
—No comprendes nada. Te creía mejor que el resto, Dave. La gente piensa demasiado. Siempre consideran un montón de escenarios diferentes, dentro de diez años, dentro de veinte años, el cielo, el infierno, las consecuencias, bla, bla, bla. ¡Juanita, más café, por favor!
Sonrió y levantó un tenedor que había sobre la mesa. Sus tres púas brillaron bajo los focos.
—Pero lo importante, lo real, es el aquí, Dave. El ahora. El instante preciso. No hay nada más, no existe ningún instante más allá de ahora mismo. Este tenedor es real, este momento es real. Dices que él estará muerto pronto, sin comprender que quien me ha contratado lo necesita muerto ahora. Ya.
Juanita se acercó a nosotros, armada con su jarra de café y una sonrisa. Se inclinó sobre mi taza y empezó a llenarla del líquido caliente y espeso.
—El ser humano alcanza su pleno potencial cuando es capaz de dar plena e instantánea satisfacción a sus necesidades sin un atisbo de duda —concluyó White.
En ese momento se incorporó ligeramente en el asiento, agarrando a Juanita por el moño y golpeando su cabeza contra la mesa con la mano izquierda. La frente de la pobre camarera apenas hizo ruido al impactar con la madera, en comparación con el estrépito que montaron las tazas al saltar sobre sus platos. Con la derecha, la mano que sostenía el tenedor, White apuñaló a Juanita en la base del cráneo. El tenedor se hundió hasta el mango en la carne blanda, alcanzando el bulbo raquídeo, matándola instantáneamente. Las piernas de Juanita se doblaron, sus miembros se convirtieron en gelatina. La jarra se hizo trizas al caer contra el suelo, de nuevo haciendo más ruido que el discreto golpe sordo que hizo el cuerpo de Juanita al desplomarse.
Así de rápido, así de sencillo. Un instante antes había una persona amable y atenta a mi lado. Menos de tres segundos más tarde, sólo un amasijo de carne y huesos sobre un charco de café.
White tan sólo tenía unas gotas de sangre en los almidonados puños de la camisa. Tomó una servilleta del recipiente de metal que había sobre la mesa e intentó secarlas, sin mucho éxito.
—Vaya. Esto no saldrá nunca. Habrá que tirarla —dijo con genuina contrariedad.
¿Y yo? ¿Qué hice yo en aquellos tres segundos en los que se aniquilaba a un ser humano frente a mí?
Absolutamente nada.
Podemos decir que todo sucedió muy rápido, que yo estaba agotado, que el horror me paralizó. Todo eso es cierto, pero he pensado mucho en ello en los últimos meses. ¿Y si hubiese sabido un par de minutos antes lo que iba a suceder? ¿Hubiese cambiado algo, la habría avisado?
No lo sé.
No lo sé, y eso me aterra, tal vez más que nada de lo que había pasado antes ni de lo que ocurriría al día siguiente. Porque White había ganado. Me había llevado a un punto en el que las fuerzas opuestas de moral y necesidad se habían anulado.
—Sé por qué lo ha hecho —dije, cuando logré recobrarme.
White había dejado de pelearse con las salpicaduras de sangre de la camisa y me observaba atentamente.
—¿Por qué lo he hecho, Dave?
—Acaba de eliminar al único testigo que nos ha visto juntos.
—Cierto. Tenía una necesidad y la he satisfecho. Ahora me siento más tranquilo.
—¿Y qué hay de mí? Le he visto la cara. Podría describir cada poro de su asquerosa piel. ¿Ha decidido cómo me matará cuando todo esto termine?
Hizo un elegante chasquido de desaprobación con la lengua. Parecía un catedrático reconviniendo a un alumno.
—Querido Dave, me causaría una enorme tranquilidad acabar con tu existencia. Créeme, no me entusiasma que sepas quién soy y lo que hago. Pero estamos unidos por un vínculo. Mañana por la tarde el mundo entero conocerá tu nombre. Acabar contigo llamaría demasiado la atención. Sería demasiada coincidencia.
La mentira sonaba tremendamente plausible, aunque no me la creí ni por un instante. Pero en ese momento, a tan sólo siete horas del inicio de la operación, mi suerte no importaba en absoluto.
—¿Cómo quiere que lo haga?
—Creí que no lo preguntarías nunca.
Puso sobre la mesa un maletín que había a su lado en el asiento. Lo abrió y me puso en la mano el contenido, dos bolsas plateadas con letras negras, del tamaño y forma de un paquete de M&Ms.
—¿Comprendes ahora?
Por supuesto que comprendía. Aquel cabrón tan inteligente acababa de darme un método infalible para matar al Presidente delante de una docena de personas sin que ni una sola de ellas sospechase nada.
—¿Cómo ha logrado hacerlas tan perfectas? —pregunté, asombrado.
—Eso es mi pequeño secreto. Conseguir replicar exactamente las bolsas era lo más sencillo. Lo difícil era que la bolsa adecuada llegase a su destino.
Lo que tenía en la mano eran paquetes de Gliadel. Cada una de aquellas bolsas contenía cuatro pequeños parches de material soluble del tamaño de un cuarto de dólar. Cada parche costaba más de mil pavos, porque eran capaces de obrar una magia que completaba la labor del cirujano. Allí donde terminábamos de cortar, poníamos una de aquellas balas de plata repletas de un tratamiento localizado de quimioterapia. Por ocho mil dólares extra (al paciente le cobrábamos el triple) éramos capaces de alargar la vida del enfermo ralentizando la reaparición del glioblastoma.
Pero, por supuesto, aquellos parches no iban a cumplir esa función.
—¿Qué contienen?
—Una toxina muy inusual que actúa en pocos minutos. Por tu bien, será mejor que no sepas el nombre.
Tenía todo el sentido. Cuando muriese el Presidente se le practicaría una autopsia, aunque teniendo en cuenta que moriría durante la operación, la autopsia no sería muy exhaustiva. Incluso en el peor de los casos, para encontrar una toxina en un análisis hay que buscarla concretamente. No aparecen sin más. Un compuesto fuera de la lista de sospechosos habituales sería virtualmente indetectable.
—No sé si podré cambiar las bolsas auténticas por éstas.
—Más te vale que busques un modo. Porque si me fallas mañana no la dejaré ahogarse, Dave. Ni siquiera apretaré el botón de liberar a las ratas. Eso ocurrirá sólo en el improbable caso de que no pudiera administrar un castigo más creativo. ¿Cuál sería el apropiado para Julia?
Hizo una pequeña pausa, se tiró del labio inferior fingiendo que meditaba.
—Ya sé… Tengo un cliente en los Emiratos Árabes, un jeque con gustos particulares. En su palacio tiene una habitación secreta enorme, decorada con brillantes colores y totalmente insonorizada. Dentro hay un tiovivo y una máquina de algodón de azúcar. Tu hija le duraría semanas, Dave.
El horror de lo que me acababa de decir me atenazó el corazón.
—Escúcheme, White. Puede hacerme lo que quiera. Sé que lo hará de todas formas. Pero si vuelve a hacerle daño a mi hija, más le vale matarme antes. De lo contrario, no tendrá mundo bastante para correr.
White me dedicó una sonrisa beatífica, suave y condescendiente.
—Vete a descansar, Dave. Mañana es el gran día. Ah, y no tropieces con el cuerpo de Juanita al salir.