Mi busca sonó cuando salía de la cafetería huyendo de mi suegro, reclamándome para la reunión de seguridad. Para cuando llegué a la sala de juntas del cuarto piso, todo el mundo estaba allí. El director Meyer y la doctora Wong estaban sentados, tiesos como escarpias, frente a cuatro agentes del Servicio Secreto a quienes yo no conocía.
Y de pie, a la cabeza de la mesa, estaba su jefe, el tipo enorme de cabeza rapada con el que había tenido el encontronazo el día anterior en el búnker al que me habían llevado para hacer la resonancia al Paciente.
Recordé que se llamaba McKenna y que era un cabrón. Tampoco parecía él muy dispuesto a olvidarlo. Se puso alerta cuando me vio entrar y no me quitó la vista de encima.
—Qué amable de su parte unirse a nosotros, doctor. Siéntese.
Yo pasé junto a él y caminé hasta el primer hueco libre, aparentando despreocupación, pero el camino se me hizo eterno. Notaba los ojos de McKenna enganchados como dos garfios en mi espalda. Cuando me di la vuelta comprobé que una sonrisa le reptaba por la cara.
Por eso me había dicho que al día siguiente nos veríamos. Seguramente me la tenía guardada, y haría lo que pudiese para incomodarme o ponérmelo difícil. Me pregunté qué pensaba o cómo podría perjudicarme. Y al ver el fuego que ardía en aquella mirada, me di cuenta de que tenía que preocuparme.
Y mucho.
Apenas presté atención a la aburrida reunión de seguridad. Se decidió cuál sería la ruta de entrada del Presidente, qué partes del hospital quedarían cerradas, qué personal tendría que intervenir. Me alegré de que eligiesen como anestesista a Sharon Kendall, era una excelente opción. También era una buena idea que ninguno supiese de la identidad del Paciente hasta minutos antes de la operación. Con la adrenalina, no les daría tiempo a ponerse nerviosos o a dejar que el peso de la responsabilidad pesase en su desempeño. La carga de saber con antelación que ibas a operar al hombre más poderoso del planeta podía taladrarte el cerebro. Que me lo dijesen a mí.
Hablaron de más asuntos importantes, pero estaba demasiado agotado y preocupado para implicarme demasiado.
—Yo asistiré al doctor Evans en la operación —dijo Stephanie.
Asentí con un gruñido. Sabía que ella intentaría por todos los medios que su rango de jefa de servicio quedase muy claro en la rueda de prensa que tendría lugar después de la operación. Su especialidad era la columna vertebral, un área donde las operaciones son tres veces más caras, atraen a tres veces más pacientes y apenas se muere ninguno. Pero eso el público no lo sabía, y a ojos del mundo ella sería la que se colgase las medallas. No podía importarme menos. Pero la siguiente frase consiguió arrancarme de mi letargo.
—En la Casa Blanca me han pedido que ubique también a un grupo de tres expertos asesores que estarán supervisando la operación desde la cúpula. Estos expertos son…
—No dijimos nada de expertos —salté, sin poder contenerme.
—Perdón…, ¿están las mitades de mis frases interrumpiendo los principios de las suyas? —protestó McKenna.
—No habíamos hablado nada de niñeras, y ya soy mayorcito. Me parece una falta de confianza muy grande. Algo que como mínimo tenía que habérsenos consultado.
Miré a Wong y a Meyer. Estaban enfadados, como yo, pero guardaron silencio. No iban a apoyarme con eso.
McKenna se tomó su tiempo para dejar claro que yo estaba solo en aquella reclamación.
—Sobre esto no va a haber discusión alguna.
—Ya tuve una discusión con la Primera Dama acerca de esto. Y ella había tomado una decisión.
—Que no ha cambiado. Usted es el cirujano principal. Tan sólo tendrá un par de ojos adicionales observándole. No es nada personal, sólo queremos tomar la mejor decisión posible —dijo McKenna, juntando las manos e inclinándose por encima de la mesa.
—Debería hacer eso extensivo a la compra de corbatas —gruñí.
El agente bajó la vista hasta su aburrida corbata azul oscuro, dándose cuenta un segundo demasiado tarde de que había respondido a mi pulla infantil con un gesto de inseguridad. Frunció el ceño.
—Los expertos asesores serán Lowers, Ravensdale y Hockstetter. Los dos primeros vienen en avión hacia Washington ahora mismo.
Su tono de voz apenas se alteró. La clave es ese «apenas». Hubo un resto de algo, tosco y animal, que me puso los pelos de punta. En ese momento me di cuenta de que tenía que superar una prueba más.
Había oído hablar de los otros dos. Tanto Lowers como Ravensdale eran dos neurocirujanos de primer nivel, uno de la Costa Oeste y otro inglés. No eran tan expertos como Hockstetter o como yo eliminando tumores en el área del cerebro que controla el lenguaje, pero eran muy competentes. Aunque el nombre que realmente me preocupaba era el de mi antiguo jefe. Y la forma en que McKenna lo había pronunciado.
Allí había algo más que mutua animadversión. McKenna sospechaba de mí y del oportuno «accidente» del garaje.
—Creí que el doctor Hockstetter había sufrido un accidente.
—No puede operar —dijo McKenna—. Tiene una mano rota. ¿Le han informado de ello?
—La Primera Dama me lo dijo.
—El doctor Hockstetter no podrá estar en el quirófano. Pero estará acompañándonos desde la cúpula. Así podremos contar con su consejo.
Y seguramente también con sus indicaciones a través del intercomunicador, emponzoñándome los nervios y los oídos cuando más necesitaría de tranquilidad. Todos los elementos se habían dispuesto para hacer realidad el refrán de que el éxito tiene muchos padres, pero el fracaso sólo uno. Mi nombre era el del responsable de la operación, aunque si salía bien, todos los que hubiesen movido una gasa de sitio se apuntarían el tanto.
Lo que a mí realmente me traía de cabeza era en qué medida iba a afectar aquello al plan de White. ¿Cómo demonios tenía previsto que matase al Presidente? Con un bisturí a mi alcance y tantas venas esenciales cerca, no era algo demasiado difícil, asumiendo que tuviese las agallas para ello. Pero White había insistido en que quería que pareciese el resultado de la operación. No podía haber violencia.
Y con los ojos de tres de los mejores neurocirujanos del mundo —uno de los cuales me odiaba a muerte— pendientes de cada uno de mis gestos…, ¿cómo iba a cumplir las órdenes de White?
—No me hace especialmente feliz, agente McKenna. El doctor Hockstetter y yo no nos llevamos muy bien.
McKenna se puso en pie.
—Señores, hemos terminado. Gracias a todos. Nos vemos mañana.
Todo el mundo le imitó y se encaminó hacia la puerta, incluido yo. Aunque sabía perfectamente que sus siguientes palabras iban a ser:
—Doctor Evans, un momento, por favor.
Stephanie Wong volvió la cabeza y me miró extrañada antes de salir. Yo me limité a sentarme de nuevo.
—Estoy agotado, McKenna. Dese prisa.
—¿Un día duro, doc?
—Como todos.
—¿Algo especialmente interesante que le haya pasado hoy?
—Lo de siempre. Los pacientes, las rondas, el papeleo.
—Ya. ¿Y dónde estaba esta tarde alrededor de la una?
Peligro. Aquí vamos.
—Salí para comer.
—¿Fue con algún colega?
—No. ¿De qué va esto?
—Usted limítese a responder, doctor.
—No tengo por qué hacerlo.
McKenna hinchó los pulmones, robándole el aire a la habitación.
—En realidad, sí. El protocolo dicta que usted debía haber pasado una comprobación de seguridad exhaustiva antes de encontrarse en la posición en la que se encuentra. Pero las circunstancias nos lo impidieron.
—¿Y cree que preguntarme dónde he comido va a servir de algo?
—Le he preguntado si había ido con alguien. Pero ya que se pone…
—He comido donde siempre. En el Corner Bistro.
—Ya. ¿Está muy lejos?
—A tres manzanas.
—¿Y siempre lleva el coche para ir a tres manzanas?
Mi corazón se detuvo una fracción de segundo.
—¿Cómo dice?
Fingió hojear unos papeles que había en una carpeta frente a él.
—Según el registro del parking del hospital su coche salió a las 11:38. ¿Sabía que apuntan todas esas cosas? Es por la tarjeta de acceso que utilizan. Todo queda registrado. Tecnología moderna, ¿sabe?
No respondí. Aquello me había pillado totalmente por sorpresa. Me pregunté cuánto más sabía aquel cabrón.
—¿Dónde iba a las 11:38, doc?
La mirada de McKenna continuaba fija, volcánica e implacable. De pronto hacía un tremendo calor en aquella habitación. Mi espalda comenzó a sudar profusamente, y también las palmas de mis manos, mientras intentaba buscar una explicación plausible para el hueco de dos horas en mi historia. Decidí que tenía que aproximarme a la verdad lo más posible.
—Tengo un paciente, se llama Jamaal Carter —dije finalmente—. Tiene familiares en Anacostia, y fui a hablar con ellos.
McKenna alzó una ceja. Aquello le había sorprendido a él.
—¿Me está diciendo que un paciente de este garito de lujo —dijo haciendo un gesto circular con los índices— tiene parientes en Anacostia?
—No sólo eso, vive allí.
—Me está tomando el pelo, doc. ¿Sabe que mentirle a un agente federal es obstrucción a la justicia?
—No le estoy tomando el pelo. Es un pandillero herido en un tiroteo que nos derivaron del MedStar porque tenían las urgencias llenas. Le quité una bala de la columna vertebral, que con casi toda seguridad le hubiese dejado paralítico. Lo hice contra la opinión de mis jefes, que creían que hubiese bastado con estabilizarle y dejar que otro cargase con una factura astronómica que es más de lo que ese chico ganará en toda su vida, y que nunca nos pagará.
Jamás hubiese hablado de mí mismo en esos términos de no tener enfrente a un agente del Servicio Secreto… que sospechaba acertadamente que yo acababa de asaltar e imposibilitar a un cirujano rival. Creí que intentar captar la benevolencia de mi interlocutor resaltando mi humanismo me ayudaría.
—Qué tierno, doc —dijo McKenna, esbozando una sonrisa burlona—. En mi opinión, ese pedazo de mierda estaba mejor en una silla de ruedas que en la calle, jugando con pistolas; o en la cárcel, malgastando el dinero de los contribuyentes. Pero ¿quién soy yo para juzgar los motivos de un corazón bondadoso como el suyo?
Me equivoqué.
—Yo no soy Dios. Soy sólo un médico. No tomo atajos, ni decisiones. Sólo curo personas.
—Ya. ¿E ir a ver a los familiares del pandillero entra dentro de sus obligaciones?
Bajé la voz, intentando añadir un tono confidencial a mis palabras.
—En realidad no. Fue un favor de índole personal que me pidió el paciente, y yo quise complacerle. Si lo supiesen en el hospital, me traería problemas.
—Ya. ¿Y de qué habló con los familiares?
—Eso es confidencial, pertenece a la privacidad médico-paciente.
La sonrisa burlona se ensanchó.
—Acaba de decir que fue un favor de índole personal. No puede entrar dentro de la confidencialidad.
Yo suspiré, ganando tiempo para elaborar mi siguiente mentira.
—El chico tiene una novia, ¿vale? Me pidió que le llevase una carta, y yo fui tan idiota de aceptar. Me siento responsable de él. Lo ha tenido muy jodido en la vida, y no está de más que alguien le muestre una cara amable.
McKenna se puso en pie. Con su tamaño descomunal, la única forma de describirlo era en términos geológicos. Era como una montaña alzándose a cámara lenta. Dio la vuelta a la mesa de la sala de juntas y se acercó a mí. Yo me puse en pie a mi vez.
—¿Hemos terminado?
—No, no hemos terminado.
McKenna levantó una mano y la colocó en mi hombro. No soy precisamente un peso pluma, pero aquella manaza parecía esculpida en piedra, y el brazo al que iba unido era un pistón de acero. Me obligó a sentarme de nuevo con tanta facilidad como si yo tuviese cinco años.
—¿Qué diablos se cree que está haciendo?
McKenna empujó la silla y a mí contra la mesa, atrapándome entre la madera y el respaldo. Solté un quejido cuando el borde pronunciado del wengué se clavó en mi costilla rota. El dolor era como una cuchillada en el pecho, agudo e insoportable. Y no cedía. El supervisor se inclinó contra mí, con su corpachón cortándome la retirada, su boca susurrando junto a mi oreja izquierda.
—No me gusta, doc. No me gusta una mierda. No sé si es sólo un chulito insufrible que se cree Dios, o me esconde algo. Me da igual que sea una estrella del rock en lo suyo, nadie se acerca a mi hombre con un instrumento afilado sin estar más limpio que una patena.
Intenté recuperar el aliento, aunque el dolor en el tórax me estaba mareando y apenas llegaba aire a mis pulmones. Necesitaba hablar con claridad. Si se le ocurría levantarme las mangas de la bata, vería los rasponazos producidos por la pelea, y sería el fin.
—Está cometiendo un grave error —logré decir.
—¿Dónde estaba a la una de la tarde?
—Ya se lo he dicho.
—Repítamelo.
—He ido a ver a los familiares de un paciente, he comido algo y he vuelto a mi despacho.
—Es curioso. A esa misma hora el doctor Hockstetter, que ayer mismo fue escogido para sustituirle en la que probablemente sea la operación de neurocirugía más importante de la Historia, era asaltado en un garaje. Su agresor le rompió la mano con la puerta de un coche.
Logré girar el cuello lo suficiente como para poder mirarle a la cara. Estábamos tan cerca que hubiésemos podido besarnos. Su aliento olía a chicles de nicotina, su piel a grasa y sudor de animal enjaulado.
—Dijeron que había sido un accidente —dije, confiando en que el miedo que me inspiraba y el dolor que sentía pudiesen ser confundidos con sorpresa.
—Eso dijeron, sí. Un acontecimiento fortuito. Pero en mi trabajo no existen las casualidades. Y qué quiere que le diga, usted tiene mucho que ganar en todo esto. Eso es un móvil. Y estaba fuera del hospital. Eso es oportunidad.
Apreté los pies contra el suelo, intentando vencer la fuerza que me empujaba, retroceder un milímetro para poder respirar. Los zuecos me resbalaron sobre la superficie enmoquetada. Me descalcé y conseguí ganar un poco de hueco.
—¿Le ha dicho la Primera Dama que yo no quería operarle? ¿Que tuvo que pedírmelo por favor no en una, sino en dos ocasiones? ¿Qué mierda de móvil es ése, McKenna?
Parpadeó un par de veces. Estaba claro que no lo sabía. Aquel golpe pareció desconcertarlo brevemente, pero enseguida contraatacó con el elemento que le faltaba para completar el triunvirato del crimen. Tenía la oportunidad y los medios, y ahora tal vez dudas con el móvil. Pero le seguía quedando la pistola humeante.
—¿Tiene un arma, doctor?
—¿Qué?
—Una pistola. Que si tiene una pistola.
—No, no tengo una pistola. Odio las armas, capullo. No he sostenido una en mi vida.
Salvo que acababa de tener una en la mano hacía unas horas. Y seguro que me quedaban restos de pólvora sobre la piel, a pesar de que llevaba guantes cuando Hockstetter y yo forcejeábamos y el arma se disparó. Y que aún estaba bajo el asiento delantero de mi coche. Y que la voz estaba temblándome por la tensión y el dolor del pecho.
Supe que no me creía. Que iba a descubrir lo que había estado haciendo desde el principio. Y ni siquiera tendría la oportunidad de suplicarle a White, que lo estaba oyendo todo. Para cuando lograse convencerlos de la verdad, Julia habría sido devorada por las ratas.
Y entonces sonó un teléfono.
Era su móvil. Se apartó de mí para cogerlo, y yo por fin pude separar mi maltrecha costilla del borde de la mesa.
—Supervisor McKenna.
Hubo una serie de gruñidos y asentimientos. No pude escuchar la otra parte de la conversación. McKenna se había alejado hasta la ventana, dándome la espalda, pero tenía el volumen del teléfono lo bastante alto como para que yo supiera que la voz al otro lado de la línea sonaba rápida y excitada.
—¿Qué? No puede ser. ¿Quién coño está en balística ahora?
Hubo más explicaciones y más gruñidos. Y los hombros de McKenna fueron descendiendo a medida que las palabras de su interlocutor iban hundiendo su teoría.
Colgó sin despedirse.
Y entonces comprendí.
El disparo que había reventado la rueda del coche. Seguro que los técnicos habían sacado la bala y la habían metido en uno de esos ordenadores mágicos. Durante el juicio que me trajo al corredor de la muerte, averigüé que la bala había sido cotejada con la base de datos de la policía de Washington, y se había descubierto que la pistola de la que había salido había estado implicada en varios atracos, dos de ellos con homicidio. Por eso Marcus me había insistido tanto en que no me pillasen con ella. Irónicamente, la suciedad del arma me había limpiado a mí, enviando las sospechas en una dirección diferente.
Pero en ese momento todo eso lo ignoraba. Y por suerte McKenna, con todo lo bueno que era, no supo ver la relación entre mi visita a Anacostia y la pistola. No le juzguen duramente, ustedes han seguido los hechos desde el principio, ordenadamente, y él no. En favor de aquel enorme orangután, hay que decir que su intuición animal lo alertó desde el principio respecto a mí, muy acertadamente. Pero luego, al final, cuando tuvo la pieza final del puzle, la interpretó mal y falló. Quizás era que no le entraba en la cabeza la idea de que el médico pijo comprase un arma sucia, o simplemente es que estaba cansado y se le escapó. Era humano y falible, como todos los que estuvimos bailando al son de aquella pesadilla.
No se dio la vuelta. Simplemente dijo:
—Ya puede irse, doc.
No podía.
Yo sabía lo que había hecho, y sabía que la relación entre Jamaal Carter, la pistola y yo existía. Y que tal vez un rato después McKenna estuviese lo bastante fresco como para llegar a la misma conclusión. No podía permitirlo. Tenía que cortarle las alas para que no se atreviese a volver a cuestionarme.
Me calcé de nuevo, despacio. Me puse en pie, apretando los dientes para resistir el dolor, visualizando en mi cabeza un par de vicodinas que iba a robar de la farmacia tan pronto saliese de aquella horrible sala de juntas, mientras caminaba hacia la ventana.
—No pienso irme.
—¿Disculpe?
McKenna se dio la vuelta, extrañado. El bajón de adrenalina que le había sobrevenido tras la llamada había dejado estragos a su paso. Ya no era el representante de la ley que me aterraba un par de minutos antes. Ahora tenía la piel grisácea, el color había huido de sus mejillas y dos hamacas violáceas se habían formado bajo sus ojos.
Aun así seguía siendo terriblemente peligroso. Y si se tomaba un café o se echaba una siesta de media hora, ataría los cabos. Sólo había una manera de impedírselo.
—He dicho que no pienso irme, matón de mierda. No pienso irme hasta que se disculpe.
McKenna hizo un ruido nasal de incredulidad. En un ser humano más evolucionado lo hubiésemos confundido con una risa.
—Debe de estar de broma.
—Le preguntaría si cree que tengo cara de bromear, pero dudo que usted sea capaz de encontrarse el culo con dos manos y una linterna, así que mucho menos le creo capaz de interpretar expresiones. Por algún extraño motivo me cogió manía desde el momento en que me vio, lo que me importa un huevo, francamente, porque es mutuo. Lo que acaba de hacer es un abuso de autoridad. Hay leyes contra eso.
—¿Va a denunciarme? ¿El niño rico me está amenazando, gallito?
—Escuche, irlandés cabeza de patata, niño rico lo será su padre. Yo vengo de la calle, de un montón de estiércol probablemente no muy distinto de aquél en el que se crio usted. Y he llegado a ser uno de los mejores neurocirujanos del mundo yo solito, a base de un trabajo ímprobo y de tragar tanta mierda como para cubrirle hasta las cejas. Y desde el principio de esto puse como única y exclusiva condición que para operar al Presidente tenía que acceder a él como persona, con sencillez, sin que sus gorilas ni su cargo se interpusieran. Por eso me alegré cuando me quitaron el caso, aunque fuese a parar al mayor lameculos que una vez haya sostenido un bisturí. Y como no se disculpe usted ahora mismo, va a tenerle que explicar a la Primera Dama personalmente que el mejor médico disponible, el que puede marcar la diferencia entre que salga del quirófano lúcido o convertido en un vegetal, no va a operar a su marido porque usted le ha empujado contra una mesa.
McKenna no respondió. Me miraba con los ojos muy abiertos, la mandíbula apretada y unas ganas enormes de practicarme una craneotomía a puñetazos.
Sin apartar la vista ni parpadear, me metí la mano en el bolsillo, saqué el móvil y lo desbloqueé, mostrándole la pantalla iluminada.
—¿Y bien? ¿La llama usted o la llamo yo?
No tenía el número directo de la Primera Dama, por supuesto. Pero eso él no lo sabía. Desvió la mirada hacia la pantalla, y finalmente bajó los ojos.
—Lo lamento.
—Lo lamento, ¿qué?
McKenna rechinó los dientes tan fuerte que los cristales de las ventanas temblaron.
—Lo lamento, doctor Evans.
—Gracias. Consideraré esta torpeza suya como un exceso de celo. Si no vuelve a extralimitarse, quedará entre nosotros —dije con deferencia.
Tal vez eso fue demasiado, no lo sé. Y quizás provocase lo que vino a continuación.
Me di la vuelta para irme y caminé hacia la puerta. Despacio, sin mirar atrás, pero sin detenerme. Y a mitad de camino, la voz del supervisor me alcanzó, con un último mazazo de despedida.
—Para evitar que le ocurra nada como a Hockstetter, le asignaré un par de agentes que le protegerán de aquí a mañana.
La leve sensación de triunfo que había experimentado por doblegar a McKenna se esfumó.
Me había librado por un pelo, sí. Pero aquella misma noche debía ver a White. Y con un par de sombras pegadas a mi trasero, aquello iba a ser imposible.