27

Tuve que ir a ver a Meyer a su despacho para informarle, claro. La reunión fue breve y embarazosa. Mientras yo subía le habían dado la noticia y estaba exultante de nuevo, aunque tampoco esta vez me dio las gracias por haber recuperado al Paciente. Me despidió con un gesto de la mano y formando con la boca un mudo «no la cague otra vez» antes de enzarzarse en otra conversación telefónica con Hastings sobre los detalles. Tenía tantas ganas de seguir en su despacho como de que me metiesen astillas bajo las uñas, pero aun así su displicencia y sobre todo su frasecita de despedida me resultaron insultantes.

Regresé a neurocirugía exhausto y de un humor de perros. Meyer me había ordenado que me quedase un par de horas más para una sesión informativa sobre los protocolos de seguridad previstos para el día siguiente, y no me quedó más remedio que obedecer. Tenía previsto encerrarme en mi despacho, tumbarme detrás de mi escritorio y dormir todo lo que pudiese, pero, por supuesto, incluso eso me iba a ser negado. Cuando pasé frente al puesto de las enfermeras una de ellas me avisó para que me acercase.

—¡Doctor Evans! Ha venido preguntando por usted un tal Jim Robson.

Parpadeé, sorprendido. Aquello era lo último que me esperaba. Mi suegro jamás había ido a verme al trabajo. De hecho, me hubiese jugado una caja de Buds a que ni siquiera sabía el nombre del hospital en el que ejercía. Por lo visto, habría perdido.

—No tengo humor para aguantar estupideces. Por el amor de Dios, deshazte de él. Dile que no estoy.

La enfermera movió los ojos de forma rara y apretó los labios. Comprendí lo que intentaba decirme un segundo antes de que sonase la voz a mi espalda.

—Es demasiado tarde para eso, David.

Me hubiese gustado hacerme invisible o poder saltar por encima del mostrador de las enfermeras y ocultarme entre las cajas de guantes de látex a medio abrir. Pero no me quedó otra opción que darme la vuelta, azorado.

—Hola, Jim.

Allí estaba, con la raya de sus pantalones de algodón recta como un cuchillo y la mirada igual de cortante. No dijo nada, lo que en cierto sentido era peor. Hubiese preferido que chillase y me llamase de todo.

—Yo… lo siento —continué atropelladamente—. No pretendía insultarte. Es que ahora mismo estoy muy ocupado.

—Para no variar. No quiero hacerte perder el tiempo. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?

Fuimos hasta la cafetería acompañados de uno de los silencios marca Robson, tan inasibles como el humo y tan sólidos como un muro de ladrillos. Rachel tardaba en enfadarse, pero cuando lo hacía era igual que su padre, por mucho que le fastidiase que se lo dijera. Se sumía en un mutismo dañino, que yo intentaba atacar con todas mis armas, desde bromas hasta abrazos. Era inútil, lo mejor era dejar que se le pasase.

Ambos pedimos uno de los horripilantes cafés que servían allí antes de ocupar una mesa junto a la ventana. Al sentarme noté una punzada en las costillas que me arrancó un respingo de dolor. Jim me miró extrañado, pero no dijo nada. Supongo que le estaba costando bastante arrancar a hablar, y no quería desviarse de su objetivo.

—En realidad —dijo tras aclararse la garganta—, he venido para pedirte perdón.

Aquello sí que no me lo esperaba, pero me puso aún más en guardia. Jim jamás me había pedido perdón, pero por lo que yo sabía, Rachel había salido a su padre en lo tocante a las disculpas. Y las de mi mujer las había probado con creces. Rachel pertenecía a la raza de los perdónpero. Este grupo de personas jamás se disculpan. Si tras una discusión logras arrinconarlos y ponerlos frente a lo incorrecto de sus actos, se disculpan sólo para contraatacar con una explicación de los mismos que inevitablemente es culpa tuya: «Perdona por haber llegado tarde, pero no lo habría hecho si te hubieras acordado de comprar el pan».

Esto me había acarreado muchas discusiones en mis primeros años con Rachel, hasta que terminé aceptando que era así y no iba a cambiar. Ella no verbalizaba nunca su error, pero lo reconocía de otras maneras más sutiles y tangibles. Haciendo un zumo y trayéndomelo a la cama durante el desayuno. Comprándome una novela en su pausa para el almuerzo. Poniendo ese ridículo programa de casas de empeños que tanto me gustaba y ella detestaba. Y al mismo tiempo me di cuenta de que esos detalles eran mejores que una palabra de seis letras que casi todos pronunciamos con excesiva facilidad.

—¿Por qué quieres pedirme perdón? —dije con cautela.

—Por mi comportamiento de la otra noche. Creo que te merecías la reprimenda…

Usé la taza de café como escudo para que Jim no viese mi sonrisa ante el esperado perdónpero.

—… y sin embargo las formas fueron horribles. Estabas en mi casa y me comporté como un patán. No hacemos las cosas así en Virginia, David.

Yo ya había experimentado en carne propia cómo era el estilo virginiano de mi suegro, así que me limité a hacer un gesto con la cabeza poco comprometedor.

Jim no era capaz de mirarme directamente, sino que tenía la mirada perdida en algún punto del exterior. La luz del atardecer dividía su rostro en dos.

Quería seguir hablando, eso estaba claro, pero nuestra historia compartida había transitado por un camino con bastantes guijarros. Por supuesto, nunca habíamos hablado, hablado de verdad. Como mucho un par de frases educadas —casi siempre patéticos intentos por mi parte— y poco comprometidas antes de que Jim se cansase y subiese el volumen de la tele. Lo más parecido que habíamos tenido nunca a una conversación sincera había sido la del lunes por la noche.

—Necesito preguntarte algo, Dave.

—Adelante.

—¿Intentaste pactar con Dios? Ya sabes, hablar con Él, pedirle que trajese a Rachel de vuelta. Yo lo he hecho, muchas noches. Sintiéndome ridículo e infantil.

Su franqueza me dejó atónito. Como muchos hombres que han pasado décadas siendo el único varón de la familia, Jim estaba acostumbrado a que fuesen otros los que interpretasen sus sentimientos. Debía de haberle costado un enorme esfuerzo pronunciar aquellas frases. Pensé que tal vez no había sido demasiado justo con Jim.

—No, Jim. No lo he hecho. Pero lo habría hecho si hubiese pensado que servía para algo. Hubiese hecho cualquier cosa. Puede que creas que no hice lo suficiente, que ella murió porque yo no me di cuenta de que estaba enferma. ¿Sabes qué? No me importa. No puedes pensar nada de mí que yo no haya pensado antes.

Mi suegro meneó la cabeza.

—No he venido a culparte, aunque lo hago, joder. Te culparé mientras viva, porque no me queda nada mejor que hacer. Estoy todo el día encerrado en casa, mirando viejas fotos y preguntándome cosas. Fotos en las que sólo salen tres personas pasándoselo bien, fotos que yo no recuerdo haber tomado. Fotos de cumpleaños, de ocasiones especiales, de un montón de buenos recuerdos que algún extraño tomó en mi lugar porque yo estaba demasiado ocupado partiéndome la espalda para sacar a mi familia adelante. —Hizo una pausa para darle un sorbo al café. El mío hacía rato que había desaparecido—. Durante todos estos años creí que bastaba con poner judías en la alacena. Que siempre habría un momento en el futuro para pararme y disfrutar de mis hijas. Pero nunca lo había. Y cuando estaba en casa, cuando compartíamos un rato juntos, estaba demasiado preocupado por ser el puto faro de rectitud en el que quería que se mirasen. Fui estricto, fui demasiado duro. Fui un padre de mierda, Dave.

Una lágrima le resbaló por el rostro y explotó sobre la mesa. No pareció darse cuenta o no le importó.

—Si tuviese una nueva oportunidad, si tuviese todo el tiempo del mundo…, esta vez sería distinto. Esta vez no la cagaría. Si tuviese una niña de nuevo no le hablaría de la importancia del trabajo duro, ni de las penas del infierno, ni nunca, nunca le daría unos azotes. Si tuviese una niña no le impondría reglas ni valores. Le diría que persiguiese lo que fuera que le hiciese feliz, porque cuando te quieres dar cuenta estás muerto y ya nada tiene arreglo, nada se puede deshacer, no hay…

La voz se le llenó de cristales rotos y no pudo acabar la frase.

—No hay marcha atrás —concluí yo por él.

Permanecimos en silencio durante unos minutos. Allá atrás en la cocina a alguien se le cayó una bandeja de cubiertos al suelo. Comenzaban los preparativos para la cena. En breve el lugar estaría lleno de familiares y acompañantes agotados, que masticarían los espaguetis chiclosos por puro aburrimiento.

—Sé cómo te sientes —dije al cabo de un rato—. Así me sentí yo la primera vez que maté a alguien.

Me miró, extrañado.

—Un neurocirujano no es como un dentista. Si yo corto algo, se queda cortado. Y a veces, sobre todo mientras aprendes, cortas donde no debes. Es así de sencillo.

—No sé si quiero que me hables de esto, David.

—Ningún paciente quiere, y a nosotros no nos gusta hablar de ello. No es una publicidad demasiado buena. Todos tenemos nuestro cementerio privado. Y al que más recuerdas es al primero.

Jim dudó un instante, pero al final la curiosidad pudo más que su recelo.

—¿Qué sucedió?

—Se llamaba Vivian Santana. Era una maestra cincuentona a la que le encantaban las galletas saladas. Comía toneladas de esas cosas, y el resultado fue una hipertensión de caballo y un aneurisma. Ella fue una de mis primeras operaciones en solitario. Se suponía que sólo tenía que colocar el puñetero clip en su sitio. Lo había hecho ya una docena de veces con supervisión. Pero esta vez no había nadie más, sólo mis dedos. El aneurisma reventó y ella se quedó sin riego sanguíneo durante varios minutos. Para cuando conseguí la ayuda de otro neurocirujano, ya era demasiado tarde. Murió dos días después.

Mi suegro me miró largamente. No dijo nada, pero creo que en ese momento hubo un destello de entendimiento mutuo entre nosotros. Comprendió que yo era algo más que un listillo sabelotodo con un título de medicina, y que hay que tener agallas para hacer lo que hacemos.

—Después de lidiar con los familiares y con tus jefes con la mayor frialdad posible, te golpea la culpa. Te deprimes, te planteas dejarlo todo y hacerte abogado o vendedor de seguros. Si tienes suerte, un compañero te recoge del suelo, aunque casi nunca ocurre. Y antes o después te das cuenta de que alguien tenía que hacer la operación. Alguien tenía que sostener el bisturí. Y que la única forma de lograr algo es haciéndolo.

—Entonces me entiendes.

—Te entiendo. Puede que no haya marcha atrás, pero lo hiciste lo mejor que pudiste, y eso es todo lo que se puede pedir.

Jim se inclinó hacia mí. Había un brillo extraño en sus ojos.

—Pero yo quiero volver a intentarlo. Puedo hacerlo mejor que la vez anterior. Por eso te pedí que permitieras a Julia vivir con nosotros.

Yo endurecí el gesto.

—Creí que lo había dejado claro, Jim. Eso no va a ocurrir nunca.

—Lo sé, lo sé. No insistiré —dijo levantando las manos—. Pero podrías dejar que la mimemos un poco de vez en cuando. Puedo pasarme ahora por tu casa y llevármela para un fin de semana largo. Hay una feria en el pueblo de al lado. Te la devolveremos el lunes, con la tripa llena de algodón de azúcar y un montón de ositos de peluche nuevos.

Por un momento me quedé helado, sin saber qué responder. No podía creer que aquello estuviese ocurriendo.

—Mañana tiene clase —conseguí decir.

—A su edad un día de clase no tiene importancia. No te lo pido sólo por mí. Esto animará un poco a Aura. Cada noche, cuando apagamos la luz, llora en silencio durante horas. Cree que no me doy cuenta, pero lo hago. Y me rompe el corazón.

—No puede ser.

El rostro de Jim se ensombreció, y apretó los labios hasta convertirlos en una carretera llena de curvas peligrosas, pero enseguida trató de sonreír.

—¿Por qué, David?

No sé si fue el calor que hacía allí, el resplandor del sol, la tensión, el agotamiento o la deshidratación, pero yo empecé a marearme. Me costaba enfocar la mirada y las sienes me martilleaban.

—El próximo fin de semana —dije cuando logré responder, intentando ganar tiempo.

—El próximo fin de semana no habrá feria. Siempre llevábamos a Rachel a la feria, ¿sabes? Pero su madre y yo nunca le dejábamos subir en demasiadas atracciones.

El mareo regresó. Intenté contenerlo sosteniéndome las sienes. Por un momento creí que me desplomaría sobre la mesa, pero me mantuve recto.

—Lo siento, pero no puede ser.

—Tiene que poder.

—Basta, Jim —alcé la voz, casi gritando. Sólo quería que se callase, que parase y que me dejase en paz. No era capaz de ofrecerle ninguna excusa creíble, ninguna explicación que le satisficiese.

Hubo un cambio repentino en su expresión cuando la realidad se abrió paso hasta el fondo de su cerebro, haciendo añicos por el camino los frágiles cimientos de su artificial sonrisa. Fue como ver caer un edificio derrumbado por los explosivos, dejando atrás sólo un amasijo de hierros retorcidos y escombros con forma de dientes afilados.

—Yo sé lo que está pasando aquí —dijo—. Confiesa.

Me sentía confuso por el mareo y la migraña incipiente, pero aquella frase la escuché muy bien y la dimensioné dentro de mi cabeza hasta alcanzar proporciones descomunales. Tenía tanto miedo de que alguien me descubriese que empecé a balbucear.

—¿A qué te refieres?

—Lo que sucede con Julia. ¿Crees que no me he dado cuenta de lo que pasa?

—Yo…, ¿desde cuándo lo sabes?

—Desde que viniste a casa. Ahí lo supe. ¿Cuándo tenías pensado decírmelo?

—Lo más tarde posible. Tenía la esperanza de que no te enterases.

—Por el amor de Dios, Dave. ¿Cómo no me iba a enterar? Esas cosas se notan. Y si quieres mi opinión, es demasiado pronto.

Allí fue donde me quedé totalmente descolocado, como si una pedrada me hubiese hecho caer del caballo. «¿Era demasiado pronto para secuestrar a mi hija?».

—¿Cómo dices?

—No te hagas el loco. Es natural que quieras estar con otra mujer, pero aún es demasiado pronto. Apenas han pasado unos meses. Muestra un poco de respeto, David. Sé un hombre.

—Yo no estoy con ninguna otra mujer… ¿Cómo puedes pensar eso?

—¡No me mientas! Sabía que escondías algo desde que entraste por la puerta. Eres muy mal mentiroso, David.

—Te digo que no es cierto.

—Julia es muy pequeña. Todo esto puede afectarle mucho. Temo que estar con otra mujer haga que nos olvide. Su abuela y yo queremos pasar más tiempo con ella para que eso no pase.

En mi vida no hubo espacio para nada que no fuese la pérdida de Rachel en los meses dolorosos y lentos que siguieron a su muerte. Sólo vacío, vacío y recuerdos. Por eso las palabras me dolieron y me humillaron tanto como si Jim me hubiese escupido a la cara.

Me puse en pie, vagamente consciente de que la gente nos miraba con más o menos disimulo. Jim respiraba agitadamente y su rostro se estaba encendiendo. Si no acababa con aquella conversación, terminaríamos liándonos a golpes, y yo no podía permitirme ningún escándalo.

—Jim, tu nieta pasará con vosotros el próximo fin de semana. Este es imposible. Lo siento, he de irme.

Me marché, intentando no correr, mientras Jim gritaba a mi espalda, subrayando cada frase con un golpe en la mesa.

—Ella es mi sangre, maldita sea. ¡Mi propia sangre! ¡No puedes alejarla de mí!