No me calmé un poco hasta estar de nuevo encerrado en mi despacho. El ritmo cardiaco descendió de martillo neumático a tambor frenético. Me dejé caer en la silla y terminé de abrocharme los botones de la camisa, que me había puesto a toda prisa en el coche. De pronto razoné que tal vez sería mejor deshacerme de aquel traje, que hoy había visto demasiada gente. Tenía uno de repuesto en mi taquilla de un color diferente, así que bajé a cambiarme y de camino cogí discretamente varias bolsas para la eliminación de material biológico peligroso. Me puse el pijama y la bata y apretujé dentro de las bolsas el chándal, el traje y la camisa. En otra metí la cartera que le había robado a Hockstetter, sin tan siquiera abrirla para ver qué había dentro. Las arrojé a uno de nuestros contenedores rojos, lo sellé y rotulé la etiqueta con gruesas letras mayúsculas.
PRECAUCIÓN ESPECIAL.
RIESGO DE VIH
Avisé a un celador para que se lo llevase. Nadie en su sano juicio abriría aquellas bolsas, y en un par de horas serían ceniza.
Al verlas alejarse camino del incinerador, el alivio y el bajón de la adrenalina me hicieron apoyarme, mareado y agotado, contra la pared. Fue como si alguien hubiese sacado la mano del interior del muñeco de ventrílocuo en el que yo me había convertido.
También me di cuenta de que me dolía todo el cuerpo. Me encerré en el primer consultorio médico que encontré desocupado y asalté el carro de suministros. Mis codos y rodillas estaban llenos de arañazos y raspones por la pelea con Hockstetter sobre el suelo de hormigón, que había desgarrado el chándal barato. Los empapé bien de clorhexidina, y al inclinarme noté un dolor punzante en el lado izquierdo del pecho. Inspiré varias veces profundamente, notando cómo el dolor sordo hacia la mitad del movimiento se transformaba en una cuchillada mareante al llenarse por completo la caja torácica.
«Fantástico. El muy cabrón me ha roto una costilla».
Menudo héroe de acción estaba hecho. Armado con una pistola y ni siquiera había sido capaz de someter a un gordo cincuentón sin llevarme una costilla rota de regalo. Seguramente al agacharme para desinfectar los rasponazos había terminado de agravar la lesión.
No podía ir a radiología y pedirles que me hiciesen unas placas para ver si corría riesgo de perforarme un pulmón, así que tuve que palparme con los dedos para comprobarlo. El recorrido del hueso afectado parecía normal, debía de ser sólo una fisura. No era nada preocupante ni me iba a morir de eso, pero dolía muchísimo. Tendría que atiborrarme de analgésicos y seguir adelante como pudiese.
Regresé a mi despacho. Fuera me esperaban varios pacientes que requerían de intervención quirúrgica a medio plazo.
Les atendí con el piloto automático puesto, confundiendo un par de veces sus nombres, algo que jamás me había sucedido antes. Presto mucha atención a los pacientes, me importan sus vidas. Pero en aquel momento tenía un ojo puesto en la puerta, por si irrumpía la policía para arrestarme por robo y agresión. Y el otro en el teléfono de mi despacho, esperando que en cualquier momento me llamase Meyer para anunciarme que había habido un sorprendente giro de los acontecimientos en relación con la operación del Presidente. Pero no apareció nadie por la puerta, ni hubo llamada alguna.
Despaché a los pacientes como pude. A los más urgentes los programé para la semana siguiente, ignorando que entonces ya estaría en la cárcel.
Segundos después de que saliese el último, mientras me agarraba las costillas y me preguntaba cuánto me jodería el hígado tomar otro par de analgésicos, sonó mi móvil.
—¿Qué demonios quiere ahora, White? —contesté.
—¿Doctor Evans?
Me quedé helado. Era la voz de la Primera Dama. Sólo entonces me di cuenta de que en el móvil aparecía «Oculto», en lugar de un espacio en blanco como cuando llamaba White.
—Disculpe, señora —respondí algo azorado—. La he confundido con otra persona. No esperaba que usted me llamase.
—Sinceramente, doctor Evans, sólo llamaba para disculparme.
—Disculparse —repetí estúpidamente.
No había imaginado una conversación con ella, bajo ningún concepto. Creí que haría que el capitán Hastings o el hombre de la pajarita llamasen al director del hospital. No estaba preparado para lo que vendría a continuación.
—El modo en el que decidimos…, en el que se tomó la decisión de cambiar de neurocirujano para la operación del Presidente no fue el más adecuado. Debí haberle llamado antes.
—Hubiese sido lo más correcto, sí —dije antes de poder contenerme.
«¿Qué estoy haciendo?».
—Lo siento. Quiero que entienda que no fue cosa mía. —Su voz sonaba a la defensiva—. El gabinete presidencial se reunió, hubo mucha gente que supo por primera vez que mi marido estaba enfermo. La reunión se alargó muchas horas y hubo muchas presiones sobre el lugar donde operar.
—Lo comprendo, señora. Todo el mundo insiste en que el Presidente es más que un paciente. Yo, por desgracia, no. Para mí es sólo una persona. Si le tratase de forma diferente, le expondría a riesgos innecesarios.
Ella se quedó muda por un instante. Pude oírla respirar al otro lado del teléfono, y me pregunté dónde estaría. Quizás en el Despacho Oval, con su marido cerca, mirándola expectante. No, imposible. Estaría en su habitación, a solas, intentando contener sus emociones.
—Eso es muy estimable, doctor. Es muy raro encontrar personas de convicciones firmes hoy en día. Como esposa, se lo agradezco.
—Pero la decisión no fue suya, eso lo entiendo también. Estoy seguro de que el doctor Hockstetter hará un gran trabajo mañana.
—Doctor Evans, en realidad…, ha habido un incidente imprevisto.
—¿Qué clase de incidente? ¿Está bien el Presidente?
—El Presidente está bien. Por desgracia, el doctor Hockstetter se ha roto una mano.
Lo enunció así, intentando sonar tranquila. Sin dar más pistas, sin contexto. Tampoco me estaba, ofreciendo a mí la operación.
Entonces se me ocurrió que tal vez aquello era una especie de prueba. Estaba jugando a la política conmigo, aunque no sabía muy bien con qué propósito. ¿Sospecharía que había juego sucio en el atraco a Hockstetter? Si era así, ¿por qué me llamaba? ¿O simplemente era puro orgullo?
Fuera lo que fuese, de mis próximas palabras dependían en gran medida mi destino y el de Julia. ¿Debía cerrarme en banda y esperar a que ella me pidiese lo que tanto deseaba escuchar, para no resultar sospechoso? ¿O por el contrario debía halagar su ego y mostrarme solícito?
Apenas disponía de unos pocos segundos para elegir. Decidí actuar como lo hubiese hecho de no haber sido yo mismo el causante de la lesión de Hockstetter.
—¿Por qué me cuenta esto, señora?
Ella se aclaró la garganta.
—Supongo que ya se lo imagina.
—Me lo imagino. Pero aún no me lo ha pedido.
—En realidad, doctor Evans, antes confiaba en convencerle de que retirase su condición inicial y pudiese operar en Bethesda.
—Señora… Un gabinete presidencial puede considerar toda clase de escenarios y repercusiones políticas. Pero el que sostendrá el bisturí a milímetros del área del lenguaje de su esposo seré yo. Así que la respuesta es no.
—Doctor Evans…
—Dígame una cosa, señora —la interrumpí—. Dígame cuánto le importarán las columnas en el Post, los sondeos y los índices de aprobación el sábado por la mañana, cuando su marido pueda ver a sus hijas y decir sus nombres sin equivocarse.
El silencio que sobrevino se me hizo eterno. Noté la ansiedad solidificándose sobre mis hombros, como si estuviesen hechos de plomo. Le había lanzado un órdago a lo grande, manteniéndome en mi posición para alejar las sospechas, pero poniéndolo todo en manos de una decisión emocional por su parte. Tuve que clavarme las uñas en la palma de la mano para no gritar: «Lo haré donde sea, pero deme esa intervención, debo operarle yo». Porque precisamente eso me hubiese señalado como lo contrario de lo que ella quería, alguien que no estuviese ansioso por la operación, que no la necesitase desesperadamente. Me lo había dejado muy claro cuando nos encontramos por primera vez.
«Habla. Di algo, maldita sea».
—Usted gana, doctor. Se hará como usted necesite.
El alivio recorrió mi cuerpo como una suave vibración, desde los talones hasta el cuero cabelludo. Intenté que mi voz sonase lo más fría posible al responder.
—Esto no es ninguna competición, señora. Sólo hay alguien que tiene que ganar, y es su marido. —Las palabras brotaron claras y cristalinas como un arroyo de montaña. Pero yo me sentía como un estafador.
—Hablaré con Hastings para que lo organice todo. Y, doctor Evans… Gracias. Cualquier otro en su situación habría hecho una montaña de todo el asunto de la designación y de los cambios de última hora. Permítame decirle que es un honor conocer a alguien con su temple y su profesionalidad.
Musité una respuesta ininteligible, pero ella colgó antes de que terminase. Yo me dejé caer en mi silla, agotado y asqueado de mí mismo y de la situación. Sólo deseaba regresar a casa cuanto antes y dormir doce horas seguidas. Pero las emociones de aquel día distaban mucho de haber terminado.