Nuestro cerebro es una máquina asombrosa. Procesa once millones de bits de información por segundo, de los cuales unos cincuenta son a nivel consciente.
En el segundo exacto en el que salí de mi escondite, tan nítidas como si alguien hubiese apretado la tecla de pausa en un televisor de alta definición, pude percibir los siguientes nueve:
Vi a Hockstetter tecleando con el pulgar un SMS en la pantalla de su móvil. Reconocí que era un iPhone por los colores de la pantalla. Comprendí que estaba tan absorto que no me habría oído ni aunque me hubiese ocultado tras la columna. Distinguí con todo detalle el intrincado arabesco de su corbata, impecablemente planchada y anudada. Las gafas le bailaron en la punta de la nariz cuando levantó la cabeza al acercarme yo. Sus ojos se abrieron de sorpresa y de miedo, hasta casi el doble de su tamaño normal, al ver el cañón de la pistola apuntando a su cabeza. Su rostro estaba perfectamente afeitado, aunque se había dejado un leve rastro de espuma bajo la oreja izquierda.
—¿Qué demonios es esta mascarada?
—Un atraco, gilipollas —respondí, forzando la voz para hablar desde la garganta. Parecía fácil cuando escuchabas hacerlo a Christian Bale. Pero mis palabras sonaban débiles y ridículas, como si alguien estuviese aplastándome la tráquea con una cuerda. Intentaba parecer amenazador, pero el resultado era patético.
Di dos pasos más hacia él. Estaba colocado junto a la puerta del conductor. Vi cómo miraba de reojo la manija, pero tenía una mano ocupada por el teléfono y otra por el maletín. No podía permitir que la abriese y se metiese dentro.
—¿Qué quiere? No se va a llevar mi coche, ¿verdad?
Avancé otro paso, notando el parachoques delantero junto a mi pierna derecha.
—Cállate, hijoputa. Yo tengo la pistola, tú obedeces.
Hockstetter retrocedió, levantando las manos.
—Cálmese. Cálmese. Le daré mi cartera.
Doblé la esquina del Porsche, sin dejar de apuntarle, cada vez más cerca. El pulso me temblaba ligeramente.
—Me darás lo que quiera. Date la vuelta.
—Sí, sí. Lo que usted diga. Pero no dispare.
Dos pasos más, estaba muy cerca. Tenía que hacerlo ya.
—He dicho que…
No llegué a terminar la frase. Hockstetter se inclinó hacia un lado y me atacó con el maletín, usándolo como una maza. El lateral reforzado en cobre me golpeó en el brazo, haciendo caer la pistola.
—¡Y una mierda te vas a llevar tú mi Porsche, vago!
Echó el brazo hacia atrás y volvió a atacarme con el maletín. Lo esquivé por un pelo y le lancé una patada que falló por más de un palmo. Mi pie impactó en la puerta, abollando la chapa del coche.
—¡Mi Cayenne! —chilló Hockstetter.
Intentó arrearme de nuevo con el maletín, pero logré agacharme y el golpe me pasó por encima. La contera de metal arrancó chispas del cemento de la columna, y el maletín se abrió con un chasquido, esparciendo su contenido en una nube de papeles y radiografías. Los reconocí de un simple vistazo: el expediente médico del líder del mundo libre alfombraba el suelo de aquel parking barato, pero a ambos nos importaba poco.
Hockstetter, perdida su arma contundente, no tenía con qué defenderse. Ambos tuvimos la idea al mismo tiempo: en el suelo había una 9 milímetros. Nos arrojamos hacia la sombra de la columna, tanteando por donde había caído, convertidos en una madeja de brazos y piernas, gruñendo y jadeando. Él logró atraparla por la empuñadura y yo por el cañón. Forcejeamos durante unos segundos. A pesar de que yo era mucho más alto y diez años más joven, el muy cerdo era fuerte y estaba loco. Logró darme un codazo de lleno en las costillas que me hizo resollar. El arma se zarandeó con el golpe y se disparó con un estruendo ensordecedor. El tiro se perdió, por suerte, lejos de nosotros.
Mi antiguo jefe intentó morderme en la muñeca, pero yo hice fuerza con mi otro antebrazo en su garganta para mantener alejada su dentadura perfecta. Su rostro se estaba poniendo rojo por el esfuerzo, y yo apenas podía respirar bajo la máscara. Quien se impusiese en aquella pugna ganaría.
Y yo, contra todo pronóstico, estaba perdiendo.
Mis dedos dejaban escapar el agarre, resbalaban contra su piel sudorosa. Y el agujero de la Glock iba girando inexorablemente hacia mi cara. Hockstetter soltó un graznido de triunfo. Estaba a pocos centímetros de volarme la cabeza. Por una fracción de segundo pensé en lo irónico que sería que yo, que tantas balas había sacado de cráneos, acabase con una en el mío.
«No».
Eché bruscamente hacia atrás el antebrazo con el que le presionaba. Hockstetter se vio libre de pronto, yéndose hacia delante por el impulso. La sorpresa le paralizó un instante, y yo aproveché para meterle un codazo en la garganta. Soltó la pistola de golpe y se echó ambas manos al cuello, luchando por respirar. Yo agarré el arma firmemente y rodé fuera del alcance de sus pies, que intentaban patearme incluso en esas circunstancias.
Me incorporé de nuevo y le apunté con la Glock. Menudo genio que estaba hecho, menudo plan perfecto. Había creído que el arma amedrentaría a aquel capullo arrogante, que le pondría en su sitio rápidamente. Desde luego, la pistola no había resultado ser esa varita mágica que vemos en las películas, que convierte a la gente en tus esclavos en cuanto la muestras. Y Hockstetter había resultado tener unas agallas enormes. El mérito no era enteramente suyo, por supuesto. Ante una situación de estrés extremo, nuestro cerebro reptiliano —la parte más honda y primitiva de nuestra masa encefálica— reacciona huyendo o atacando. Irónicamente, el tipo se había convertido en una máquina de supervivencia.
Intenté recobrar el aliento. El Cayenne estaba ahora un poco inclinado. La bala había reventado la rueda delantera izquierda. Hockstetter, en el suelo, hinchaba el pecho ansiosa y ruidosamente, así que al menos mi codazo no le había roto la tráquea. No quería convertirme en un asesino.
«Aunque es precisamente eso por lo que has venido aquí, ¿verdad? Para poder matar a alguien mañana», dijo una voz en mi cabeza.
«Por mi hija. Hago todo esto por mi Julia», me contesté.
—En pie, tío. Dame la puta cartera. Dame la pasta.
Hockstetter hizo un ruido gutural y trató de huir a gatas hacia el coche. Me acerqué a él por detrás y me soltó una coz que me alcanzó de lleno en la espinilla. Agité la pierna varias veces, conteniéndome para no chillar.
Si fuese un atracador de verdad ya le habría pegado un tiro. Demonios, estaba tentado de pegárselo igualmente.
«Te vas a enterar, cabrón».
Ya tenía una mano en la manija del coche. De rodillas, intentaba incorporarse, con las piernas abiertas, dándome la espalda. No pude ni quise contenerme. Llevé la pierna hacia atrás, como si fuera a chutar el balón de fútbol de Julia. Como cuando jugábamos en el jardín de atrás, hasta que se hacía demasiado oscuro para distinguir la pelota, y Rachel nos llamaba a gritos por tercera vez para la cena.
Solté la patada.
Hay veces que ser un neurocirujano es cojonudo. Conocer con todo detalle el efecto de un impacto en los testículos en el sistema nervioso central, saber que el dolor es equivalente a romperse veinte huesos a la vez, anticipar las violentas reacciones al trauma… son sólo datos. Excepto cuando se aplica a un ser repugnante como Hockstetter.
Mi antiguo jefe se aferró a la manilla del coche, logrando abrirla de forma puramente refleja, impulsado por la inercia de su movimiento. Después el tiempo se detuvo para él, mientras el pico de dolor intenso que le había invadido remitía, devolviéndole el control de su sistema motor. Se desplomó contra el lateral del Porsche e intentó gritar, pero todo lo que salió de sus labios fue un escueto.
—Socorro.
—No lo pillas aún, ¿verdad, estúpido? Aquí mando yo, y quiero tu pasta. Que me la des de una vez, joder.
Me agaché y le hurgué en la chaqueta hasta encontrar el bulto familiar a la derecha. Saqué la cartera y me la guardé en un bolsillo.
—Ya está. ¿Era tan difícil?
No me respondió, ocupado como estaba en agarrarse la entrepierna, con los ojos y los dientes tan apretados como si quisiese que unos y otros se encontrasen a mitad de camino.
—Ya tienes lo que quieres. Déjame —logró articular.
Pero yo no había ido allí a robarle la cartera. Toda aquella farsa no había sido más que la cobertura para lo que de verdad pretendía hacer.
—No. Te mereces una lección, y te la voy a dar, estúpido.
Le apunté con la pistola a la cabeza. El golpe debía haber hecho trizas su resolución, porque esta vez abrió mucho los ojos y se giró para meterse por la puerta entornada. Apoyó la mano en el borde exterior de la carrocería, tratando de levantarse.
«Justo lo que yo quería».
En ese momento apoyé la planta del pie contra el centro de la puerta del Porsche y apreté con todas mis fuerzas.
El grito agudo que profirió Hockstetter no logró ahogar del todo el crujido que hicieron los dedos de su mano derecha al partirse. Dejé de presionar la puerta, dejando que se liberase. Alzó la mano hasta su rostro, con un gesto de terror e incredulidad absolutos. El índice, el corazón y el anular formaban un ángulo antinatural respecto a la palma, doblados en dirección contraria a la que se suponía que debían hacerlo.
Al verle así, salí corriendo, perseguido por sus chillidos, que rebotaban en las paredes de la rampa mientras me alejaba del lugar del crimen. Me arranqué el pasamontañas al llegar a la planta superior, donde había dejado el Lexus. Un vehículo salía, y al instante tuve miedo de que el conductor hubiese oído el disparo o los gritos y llamase a la policía.
«Mierda. El teléfono».
Había sido tan idiota de no quitarle el móvil a Hockstetter, con lo cual no tardaría en marcar el 911, si no lo estaba haciendo ya. Jadeando por el esfuerzo, alcancé mi coche y me puse tras el volante.
Me saqué la parte de arriba del chándal y la sustituí por mi camisa. Apenas me concedí tiempo para abrochar un par de botones, y arranqué. Al llegar junto a la cabina de salida, intenté no mirar al encargado, pero éste estaba absorto en algo que estaba frente a él, seguramente una revista o un periódico, con unos auriculares en la oreja. Al llegar había pagado por todo el día con entradas y salidas ilimitadas, así que me limité a poner el ticket en la máquina. La barrera se alzó inmediatamente.
—Señor, un momento. No puede irse.
El encargado me hizo un gesto con la mano. Yo miré hacia fuera, hacia la rampa y la calle soleada. No podía quedarme allí ni un segundo más. Iba a ignorarle y clavar el pie en el acelerador, pero él salió de la cabina y me dio un par de golpecitos con el nudillo en el cristal. Tenía los dedos gruesos y fuertes, y los pliegues de la piel llenos de grasa.
—Desbloquee las puertas, por favor.
Me pregunté si él se habría fijado en que llevaba un chándal negro en lugar de pantalones de vestir. Si recordaría mi cara, si apuntaría la matrícula del Lexus.
—¿Qué sucede? —dije, apretando el botón que desbloqueaba los cierres.
El encargado abrió la puerta trasera de mi lado. Atónito y muerto de miedo, me di la vuelta, pero no podía ver qué hacía. Enseguida cerró de nuevo.
—Ya está. Se había pillado la chaqueta con la puerta, señor.
Le di las gracias y aceleré hacia la rampa y la libertad.
Cuando alcancé la calle, ya se oían las sirenas de los coches patrulla.