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Coloqué la bolsa de papel con su mortífero contenido debajo del asiento, arranqué el coche y puse rumbo de nuevo al norte. Y aquí era donde mi plan tenía un gran punto débil que yo solo no iba a ser capaz de solventar.

Busqué el teléfono y lo sostuve frente a mí mientras conducía.

—¿Dónde? —le pregunté.

No hubo respuesta. La pantalla apagada sólo me devolvió mi propio reflejo. Una manzana, dos manzanas. El puente de la calle 11 se acercaba lentamente.

—Escuche, White, estoy jugando a su juego, y voy a ganarme mi puesto en la operación de mañana. Puedo conseguirlo. Pero no puedo hacerlo solo. Así que dígame, ¿dónde?

Las ruedas del Lexus cambiaron el zumbido suave de la carretera por un traqueteo intermitente y pausado al pasar sobre las juntas de unión del puente. Un trabajador de mono naranja me detuvo a mitad de camino con un letrero: «Cuidado, peligro delante». El puente estaba en obras, y los martillos neumáticos castigaban el cemento.

En el móvil, silencio.

Me mordí el interior de los carrillos, mientras esperaba. En el motor, al ralentí, 345 caballos piafaban ansiosos esperando ser liberados, transmitiendo una sorda e inquieta vibración a mis manos crispadas sobre el volante.

Finalmente, el mensaje llegó.

VE AL PARKING LAZ JUNTO AL MAYFLOWER, PLAZA 347. TIENES DIEZ MINUTOS, O LO PERDERÁS.

«Cinco millas en hora punta. Es imposible».

El trabajador del mono naranja finalmente se apartó y yo aceleré.

No sé cómo lo logré. Evité tres nudos normalmente abarrotados de tráfico. Me salté dos semáforos en rojo y rocé ligeramente la bicicleta de un mensajero con el parachoques trasero al doblar una esquina. El tipo cayó sobre el capó de un coche aparcado. Por un instante se me detuvo el corazón, pero no frené.

«No puedo, amigo. Lo siento».

Lo vi por el retrovisor poniéndose en pie, con una rueda suelta de la bici en la mano. Por la forma enérgica en la que agitaba el dedo medio de la otra en mi dirección, parecía que no se había roto nada.

Ocho minutos y nueve segundos después de recibir el mensaje, entré en el parking LAZ junto al Mayflower. No salió ningún aparcacoches a recibirme, así que deduje que era uno de los automáticos. Una máquina me obligó a sacar el ticket antes de levantar la barrera.

Recorrí las hileras de coches buscando la plaza 347. Estaba en la segunda planta, aunque tuve que deducir el número mirando los dos adyacentes. El de la plaza que buscaba estaba cubierto por la parte de atrás de un enorme Porsche Cayenne de color granate bastante mal aparcado.

No me cupo duda de que aquella aberración era de Hockstetter. Era muy propio de él conducir un todoterreno de 150 000 dólares y aparcarlo en un garaje comercial en lugar de en el del propio hotel, que costaba el doble. Lo escuché una vez regateando con la camarera en la cafetería de la Johns Hopkins, por el amor de Dios.

Aquél era su coche, pero él no estaba por allí cerca. El garaje estaba lleno, aunque a aquella hora sus dueños estarían ocupados en sus oficinas. No se veía ni un alma.

No entendía por qué White me había dado aquella dirección, pero era perfecta para mis intereses. Tan sólo tenía que encontrar el modo de escaparme después. Aparqué en el piso superior y me pasé al asiento de atrás, donde había dejado una bolsa de deporte. Me desnudé a toda prisa y cambié mi traje de chaqueta por un chándal negro, zapatillas y un pasamontañas que había comprado en Columbia Road antes de cruzar el río. Me coloqué el pasamontañas en la cabeza como si fuese un gorro, con la parte inferior enrollada, y volví al asiento de delante.

Busqué a tientas debajo y saqué la bolsa de papel.

Parecía pesar mucho más que antes. Metí la mano con sumo cuidado, como si estuviese llena de escorpiones. Saqué el contenido muy despacio.

Allí estaba. Una Glock 9 mm. Lo sé porque lo ponía en el cañón. Mi conocimiento de las armas se limita a saber que el agujero se apunta en la dirección en la que quieres que salga la bala. Aquel pedazo de metal enorme y pesado olía a aceite y a algo más, algo sucio y peligroso.

Rodeé la empuñadura con los dedos, sin atreverme a poner el índice sobre el gatillo. Se supone que las armas tienen que infundirte valor y una falsa sensación de seguridad. Que cuando las sostienes te sientes más poderoso e invulnerable.

Yo estaba aún más cagado de miedo.

Me la introduje en la parte de atrás del pantalón, peleándome con los pliegues de tela. La goma elástica cedía bastante, y yo tuve miedo de que el arma se me cayese al suelo. Tiré de las cintas que cerraban la prenda por delante, y el frío del metal se clavó un poco más contra mi piel desnuda, pero la pistola se quedó en su sitio.

Salí del coche.

Dejé la puerta entreabierta y las llaves en el contacto. Si todo salía bien, volvería a toda prisa, y no tendría un segundo que perder. Tampoco podía arriesgarme a que se me cayesen. Con el sistema de apertura electrónica personalizado incluido en ellas, los polis darían conmigo en unas horas.

Miré de reojo a las cámaras que había en las esquinas. Sobre eso no podía hacer nada. Me quedaba el consuelo de que el lugar estaba mal iluminado. Deseé haberme acordado de quitar las placas de matrícula del Lexus antes de salir del hospital, pero ahora ya era demasiado tarde. Cuando la policía revisase las cintas me iban a pillar, eso estaba claro. Sólo confiaba en que no fuese antes de la operación.

Bajé por la rampa que llevaba al último piso para minimizar el riesgo de encontrarme con alguien en las escaleras. Al descender, la gravedad tiraba hacia abajo de mis rodillas, y las suelas de mis deportivas recién compradas arrancaban sonidos sordos del cemento.

ESTÁ YENDO HACIA TI.

PREPÁRATE.

El mensaje me sobresaltó. Estaba pensando dónde demonios colocarme para poder acercarme a él sin que se diese cuenta. Había previsto que tendría unos segundos más, pero no iba a ser el caso.

El Porsche de Hockstetter estaba junto a una columna que tapaba ligeramente el lado izquierdo del coche. Rugosa, pintada de bermellón, manchada de hollín, recubierta de tubos de metal. Entre ella y la pared había una zona de sombra, ideal para esconderse. Pero de esa forma el coche quedaría entre Hockstetter y yo. Para atacarle tendría que rodear aquel enorme monstruo, y podría oírme mientras me aproximaba a él, dándole tiempo para subir al coche o para salir corriendo.

Al otro lado había un Lincoln Navigator negro, y muy poco espacio para ocultarse. Las escaleras de acceso a la planta quedaban al fondo, más cerca de la columna, así que tenía que escoger uno de los dos sitios.

A lo lejos escuché la campanilla que indicaba que había llegado un ascensor.

Deseché la columna rápidamente. Demasiado arriesgado. Me arrodillé detrás del Lincoln, dándome cuenta demasiado tarde de que la mortecina luz del fluorescente que quedaba a mi espalda recortaba mi sombra contra el suelo.

Apreté los dientes, rogando porque Hockstetter no se diese cuenta. Oía sus pasos acercándose. Arrastraba ligeramente uno de los pies, y el sonido de las suelas de madera, cada vez más alto, me ponía los pelos de punta. Quise asomarme, pero sabía que entonces me vería seguro. El pulso se me aceleró, y mi respiración se hizo más agitada. Me bajé el pasamontañas, tapándome la cara. El calor de mi aliento quedaba atrapado por la tela y me hacía arder la piel.

Los pasos se hicieron más altos y más fuertes, hasta que se detuvieron por completo. Estaba junto a su coche.

«Ahora, Dave. A por él».

Fui a ponerme de pie, pero no lo conseguí.

Los pies se negaron a obedecerme, como si se hubiesen fundido con el cemento. Hasta aquel momento no había hecho nada irreparable, pero aquello me venía demasiado grande. Era cruzar una línea, y ya no habría vuelta atrás.

Lo intenté de nuevo, oyéndole trastear con el maletín, con las llaves. Pero no pude hacerlo. Tenía demasiado miedo.

Sonó el pitido de desconexión de la alarma y un chasquido al desbloquearse los seguros del coche. Iba a escaparse. Iba a perderlo, y con él la oportunidad de salvar a mi hija.

«Ayúdame, Rachel. Ayúdame».

Y ella lo hizo. Me mandó un recuerdo.

Recordé aquella cena.

Mientras preparaba los macarrones, me repetía mentalmente que tenía que hablar con Julia. Ofrecerle consuelo y cariño, por supuesto. Cuando tenía la edad de mi hija nunca tuve demasiado de eso, así que siempre me esforcé por besar y abrazar a Julia todo lo posible. Me gustaba especialmente alzarla y pasearla por toda la casa, mientras ella se enganchaba a mi pecho con brazos y piernas como una tira de velcro.

—¡Tenemos un polizón a bordo!

El viaje concluía inevitablemente eyectando a la intrusa sobre una superficie blanda —cama o sofá— mediante el expeditivo método de apretarle el espacio de carne blanda junto al hueso de la cadera, con ambos pulgares a la vez. El ataque de risa que le entraba hacía que soltase el agarre y cayese al vacío. Ese momento de ingravidez, abriendo mucho los ojos, con una sonrisa en los labios, eso era la felicidad.

Pero tras la muerte de Rachel no hubo juegos ni risas, sólo susurros enhebrados de tristezas. Mi esposa no sólo había dejado un hueco libre. Había generado un enorme vacío, y era uno particularmente difícil de llenar. Julia no lo comprendía del todo aún. Había venido al funeral de su madre, y no se soltó de la mano de su abuela en ningún momento. Pero cuando los actos sociales terminaron, cuando los parientes lejanos se esfumaron y los vecinos dejaron de pasar por casa a curiosear con la excusa de traer comida y condolencias, cuando estuvimos solos por fin, Julia preguntó:

—¿Mamá vendrá a cenar?

Yo dejé los platos y me acerqué a mi hija. Había pasado ya una semana desde el fallecimiento de Rachel y Julia no había preguntado por su madre ni una sola vez. Ahora estaba acuclillada en el suelo del salón, con un puñado de muñecos alineados frente a ella en perfecta formación,

—Julia, mi amor. Mamá no puede estar ya con nosotros.

Ella no levantó la vista de los muñecos.

—Porque está muerta —dijo, usando la palabra por primera vez. Un dedo gélido descendió por mi espalda.

—Sí, cariño —alcancé a responder.

—Tú eres un médico muy bueno. Mamá me lo dijo, dijo que eras uno de los mejores. ¿No puedes hacer que viva de nuevo?

—No, Julia. Querría hacerlo. Si hubiese la más mínima oportunidad de ayudarla lo haría, pero no puedo. La muerte no se puede deshacer.

Ella guardó silencio un momento, cambió unos cuantos muñecos de sitio, hundió un poco más la cabeza entre los hombros.

—¿Yo me moriré?

Toda la colección de eufemismos posibles en estos casos desfiló por la punta de mi lengua, pidiendo ser pronunciados. Respuestas confortables a problemas complejos. «Dios sólo se lleva a las buenas personas. Mamá está en un lugar mejor. Todo saldrá bien».

—Sí, Julia. Todos tenemos que morir. Pero tú eres pequeña, y pasarán muchos, muchos años hasta que te mueras. Serás mucho mayor que la abuela.

—¿Y qué pasa cuando morimos?

—No lo sé, mi vida. No lo sabe nadie. Ese misterio es parte de la vida.

—Tú también te morirás.

—Para eso también faltan muchos años.

—Eso no lo sabes. Podrías atragantarte con una Oreo, o podría darte un farto.

No supe qué responder, así que guardé silencio y puse mi mano sobre su hombro. Ella levantó la cabeza, por fin, y cuando la miré a los ojos vi en su rostro que ya tenía las respuestas a aquellas preguntas, que sólo estaba preparando el terreno para lo que realmente estaba carcomiéndola por dentro. En una niña tan inteligente, no me sorprendió. Pero me aterraba descubrir qué podía ser tan terrible como para que hiciese falta camuflarlo de ese modo.

—Papá, ¿mamá nos quería?

—Más que a nada en el mundo, Julia.

Ella dudó un instante.

—Dice la hija de los Black que se rindió. Que se fue sin luchar. Que si nos quisiese habría plantado cara al cáncer.

La hija de los Black, que viven a dos manzanas, tenía nueve años. Esa frase se la habría escuchado a sus padres en la cena, y la había traído hasta nuestra casa, infectando la cabeza de Julia como piojos de la mente. Tal vez lo más duro fuese admitir que ya había considerado todo aquello. Como neurocirujano había visto reaccionar a los pacientes de muchísimas formas tras recibir un diagnóstico sin esperanza. La inmensa mayoría de ellos se volvían hacia sus seres queridos y exprimían cada segundo que les quedaba para estar con ellos. De pronto, quienes habían estado siempre ahí, como decorado de sus vidas, pasaban a ocupar el primer plano, empujados por la bajada del telón. Y por extraño que parezca, muchos eran más felices en esas semanas dedicadas a su familia de lo que habían sido en toda su existencia.

Rachel sabía todo eso tan bien como yo. Pero también había visto el otro lado. Sabía de la visión borrosa, de las náuseas, de las migrañas enloquecedoras, de la alteración de la personalidad, de la demencia. Había visto a pacientes con glioblastoma charlar con normalidad y tres segundos más tarde desnudarse en mitad de un pasillo atestado y rebozarse en sus propias heces. En presencia de su familia, que jamás olvidaría aquello.

—Julia Evans —dije, alzando un poco el tono—, tu madre era una mujer increíble. Llena de vida, y también de sabiduría. Se hizo anestesista para evitar que los demás sintiesen dolor. Era capaz de dormir a los pacientes en un instante para que la peor parte pasase lo antes posible. Y luego los vigilaba, mientras ellos dormían en la camilla, para que todo marchase bien. Ella no se fue sin luchar, simplemente luchó de una forma distinta.

Me di cuenta de que estaba llorando. Julia me abrazaba e intentaba consolarme con pequeñas palmaditas en la espalda. De rodillas en el suelo, con los papeles invertidos, consolado por una niña de siete años.

—Oh, Julia. Te quiero muchísimo.

—Tranquilo, papá. Nosotros lucharemos por mamá.

«Y yo lucharé por ti, Julia, cariño».

Tomé tres inspiraciones largas, como un nadador antes de lanzarse a la piscina, empuñé la pistola y me puse en pie.