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Lo primero de lo que te avisa cualquier nativo de Washington cuando te mudas a la capital es «Nunca, nunca vayas a Anacostia». Remarcan mucho el segundo nunca. Cuando metí la dirección en el GPS, el aparato tardó un buen rato en procesar las indicaciones, como si quisiese darme tiempo para arrepentirme.

Crucé el río y me adentré en Barry Farm. El vecindario estaba formado por pequeñas casas adosadas, todas ellas pidiendo a gritos una buena capa de pintura. Al mirar las fachadas desgastadas comprendí que el miedo dominaba las vidas de aquellas personas. Todas las ventanas de la planta inferior (y algunas de la superior) estaban cubiertas por rejas. Muchas estaban tapadas por dentro con maderas clavadas y cartones. Los más atrevidos protegían las de la planta de arriba únicamente con cortinas.

No vi una sola ventana abierta ni un cristal desnudo.

El motor del Lexus hacía que los cuellos se girasen al pasar. Unos niños de diez u once años comenzaron a perseguirme al doblar una esquina. Era jueves antes de mediodía.

«Deberíais estar en el colegio —pensé—. No os rindáis. Seguid intentándolo».

Quise parar y decirles que yo no lo había tenido mejor que ellos. Que había vivido una infancia miserable, pero había seguido adelante pese a todo. Que lo había conseguido. Pero dudo de que me hubieran creído, y yo no tenía tiempo que perder. Al cabo de tres manzanas, los niños se cansaron y se fueron haciendo pequeños en mi retrovisor.

Finalmente el GPS me avisó de que había llegado a mi destino. Detuve el Lexus en la esquina de una calle sin salida. Jamaal me había dicho que buscase un árbol grande. Efectivamente, unos metros más adelante había un frondoso castaño. Bajé del coche y reprimí el impulso de apretar el botón de cierre en el mando a distancia. Me sentía observado, y sabía que ese gesto podía interpretarse como prueba de inseguridad.

Caminé hacia el castaño. Las ramas formaban una amplia sombra bajo la que habían instalado varias sillas de playa y una radio a pilas que emitía unos berridos atroces. Adoro la música, pero odio el rap con todas mis fuerzas. Si hoy mismo todos los raperos del mundo sufriesen afonía crónica, servidor no derramaría una lágrima.

Decidí guardarme mis opiniones, ya que los ocupantes de las sillas parecían encantados con la canción. O al menos hasta un par de segundos antes de verme aparecer. Ahora dividían sus miradas de asombro entre el coche y yo.

—La Navidad llega pronto este año, colegas —dijo uno de ellos, el que parecía el jefe. Se sentaba en el centro, junto a la radio.

—Ey, tronco, ¿quieres maría?

—¿Qué vienes a buscar aquí, blanquito? Este no es tu barrio.

Me acerqué a ellos despacio, con las manos bien a la vista. Ropas de colores brillantes, mucho brillo falso, algo de oro, gorras de béisbol, nada de esperanza. Aquellos seis jóvenes estaban en la adolescencia, pero sólo en términos de edad. En sus ojos apagados no quedaba ni un atisbo de frescura o inocencia.

—Buenos días, caballeros…

—¿Este de qué va? —me interrumpió uno.

—Bueeenos díaaaas, caballeeeeros. ¿De dónde coño eres, colega?

—Sshhh, calla, Shorty. Quiero oír qué quiere el tipo éste —ordenó el que parecía el jefe.

—Vengo de parte de Jamaal Carter —dije.

—¿Quién es ése?

—Aquí no conocemos a ningún Jamaal, colega.

—Eso, pírate.

—Soy un médico del hospital donde está ingresado. —No paraban de hacer muecas, comentarios y gestos mientras yo hablaba, pero no iba a callarme por eso—. Le he pedido un favor, y me ha dado esta dirección.

—Médico, ¿eh? ¿Tienes recetas, colega? ¿Vienes a vender vicodinas?

—No tiene pinta de drogata, DeShaun.

—Más bien de marica.

—No es un drogata, ¿has visto el coche que lleva?

—Señores, por favor, si me prestan un poco de atención… —rogué, levantando las manos.

—¿Qué favor quieres? —dijo el jefe, y de pronto se hizo el silencio. La cortina de humo de los secuaces parloteantes se esfumó.

—Necesito un arma.

No repetí la broma del vocabulario del tipo duro. En aquel barrio, incluso a plena luz del día, me sentía en otro mundo, uno muy diferente al mío. Bastaban quince minutos en coche para pasar de las plácidas y elitistas calles de Kalorama a aquella zona de guerra camuflada de barrio de viviendas de protección oficial. Allí las bromas no tenían ninguna gracia.

—¿Has traído dinero para pagarla, doctor?

Los seis rostros que tenía enfrente me contemplaban sin expresión alguna, y varias señales a mi alrededor me alertaron de que la situación era cada vez más peligrosa. Uno de los pandilleros se incorporó ligeramente en la silla, otro puso en el suelo una bolsa de patatas fritas que se estaba comiendo.

Me di cuenta entonces de que llevaba horas sin saber nada de Kate. El último mensaje que había recibido de ella la noche anterior me indicaba que estaba en casa y que iba a investigar algo. Yo no podía arriesgarme a que White descubriese que tenía otro móvil, así que no lo había sacado de mi maletín en ningún momento ni mandado más mensajes. Tampoco le había comunicado a ella en qué consistía mi plan para arreglar el desastre de Hockstetter. Pero en aquel momento, con los pandilleros levantándose lentamente de sus sillas, rodeándome, deseé habérselo contado. Había sido un inmenso error. Si me sucedía algo…

—Antes quiero ver el arma —dije, forzándome a no apartar la mirada del jefe, como si aquellos secuaces no estuvieran formando un círculo a mi alrededor.

Él meneo la cabeza con desdén, inclinándola hacia un lado como si su cuello tuviese un muelle suelto.

—No es eso lo que te he preguntado. Has cruzado el río hasta la propiedad de los hermanos, y ahora juegas con las reglas de los hermanos. Así que enséñanos la pasta.

—Me temo que no vamos a poder hacer negocio, entonces.

—Tú quizá no, doc. Pero nosotros sí.

No pude evitarlo y miré hacia atrás, contando los pasos que me separaban del coche. Los dos pandilleros que tenía detrás dieron un paso hacia mí. Al volverme, los otros también. El jefe se metió la mano en el bolsillo de la cazadora, sacando una navaja de resorte. La abrió, haciendo un chasquido apagado.

—Empujadlo hacia aquí. Que no salga en la cámara.

Entonces comprendí por qué estaban a la sombra a pesar de que el día era frío. Unos metros calle arriba de donde estaba el Lexus, en lo alto de un poste de teléfonos, había una caja blanca con un escudo azul, y debajo de ella la inconfundible silueta semiesférica de una cámara de vigilancia, vigilando día y noche la calle y los frontales de aquellas casas. No era únicamente de los vecinos de quienes protegían las cortinas echadas y los cartones en las ventanas.

Por eso aquellos chavales se reunían bajo las ramas del árbol, que les servían de improvisado oasis contra las miradas de la policía. Qué poco se imaginaban los pandilleros que los policías eran los últimos con los que yo desearía tratar.

—Calmaos, ¿vale? Podemos arreglar esto. Sólo tienes que ponerle un precio a lo que he venido a buscar.

—Una mierda un precio, blanquito. Vas a darnos todo lo que lleves encima, incluyendo las llaves de ese buga tan guapo.

Una mano me empujó hacia delante, otra me enganchó por la chaqueta. Eché el codo hacia atrás, intentando revolverme, pero no sirvió de nada. Estrecharon el círculo, metiéndome bajo la sombra del árbol, asegurándose de que pudiesen hacer lo que quisiesen conmigo. Más brazos me rodearon, sujetándome del pecho, de las muñecas, de la ropa.

—Sujetadle bien, capullos. Se mueve como una lagartija.

—¿Le vaciamos los bolsillos, DeShaun?

El de la navaja era el tal DeShaun. Me miró con aire burlón y se pasó la lengua por los labios un par de veces.

—No. Se los va a vaciar él solito.

Levantó el acero afilado hacia mi cara. La hoja resbaló por mis mejillas y la punta se detuvo justo debajo de mi párpado inferior derecho. Me quedé muy quieto. Una breve presión y me arrancaría el ojo de cuajo.

—¿Verdad que vas a colaborar, blanquito?

Desesperado y sin opciones, lo único que deseaba era salir de allí cuanto antes para pensar en algún nuevo plan. Iba a responder que sí cuando una voz resonó detrás de DeShaun.

—¿Qué coño pasa aquí? ¿Qué le hacéis al doc, tíos?

La tensión a mi alrededor se aflojó un tanto. De la casa que había enfrente de mí salía un chaval negro al que reconocí enseguida. Era el que el día anterior me había dicho que T-Bone había sido apuñalado. Venía abrochándose los botones de la entrepierna de los vaqueros.

—¿Es que uno no puede echar una cagada a gusto sin que la montéis?

Las manos que me sujetaban se retiraron, los pandilleros dieron un paso atrás. La geometría y el equilibrio de fuerzas del grupo cambió sutil pero perceptiblemente con la aparición del recién llegado. Todos los rostros se volvieron hacia él, un par de ellos se calaron las gorras o se ajustaron inconscientemente las mangas de las cazadoras. Aquél sí que era el jefe, y no DeShaun. Sin embargo, éste no cambió de actitud, molesto por la intromisión del macho alfa.

—¿Conoces a este capullo, Marcus?

Marcus no miró a DeShaun y desde luego apenas prestó atención a la navaja. Comprendí enseguida que entre él y su lugarteniente se estaba librando una silenciosa lucha de poder. Nada de palabras, ni gestos, ni miradas. Ningún signo visible que pudiese ser percibido por los súbditos. Quien ocupaba el trono no podía admitir el desafío sin hacer algo al respecto, y estaba claro que Marcus no quería. En lugar de eso se acercó a mí y me palmeó amistosamente en el hombro.

—Claro que le conozco. Es el que salvó a T-Bone ayer. ¿Qué se cuenta, doc?

Aquel gesto de familiaridad debía ser suficiente. DeShaun no se atrevió a prolongar la confrontación y apartó la navaja de mi cara.

—Has tenido suerte, blanquito.

Pero no me miraba a mí, sino a su jefe. Había puñales airados en aquella mirada, y no dudé de que aquellos dos acabarían matándose muy pronto. Pero ése no era mi problema.

—Quería hablar contigo, Marcus. Me envía Jamaal.

—¿Le ha pasado algo?

Le expliqué que Jamaal se recuperaba bien, y cuál era el motivo de mi visita. Por alguna razón, la idea de que yo tuviese un arma desató la hilaridad de Marcus.

—¿Va a robar un banco, doc? ¿Se ha quedado corto de pasta?

Los demás se rieron, relajando el ambiente. Todos menos DeShaun, que había ido retrocediendo despacio y ahora estaba apoyado en la pared de la casa, fumando un cigarro.

—Si quisiese dinero no robaría un banco, montaría uno.

—Ya, eso dicen…, dale a un hombre un arma y robará un banco, dale un banco y robará el mundo entero.

Lo miré, sorprendido por la cita. Aquel muchacho era bastante más listo de lo que parecía.

—¿Has leído a William Black?

—Qué va, tío. La frase la vi en Tumblr.

O quizás no.

—Bueno, ¿vas a decirme para qué quieres la pistola? —continuó.

—No, no puedo.

Marcus me estudió despacio. Iba vestido con una sudadera negra, gruesa, y sus dedos largos y finos juguetearon con los gruesos cordones que cerraban la capucha.

—Ya, y si te cogen con ella, ¿dónde dirás que la pillaste?

—En ninguna parte, señor juez. Me la encontré tirada en un callejón.

—Esa es una buena respuesta, sí, señor. Espera aquí, doc.

Se metió en la casa y cerró la puerta. El resto de los pandilleros se volvió a sentar en las sillas de playa, fingiendo ignorarme pero sin quitarme ojo de encima. Yo me quedé allí en medio de ellos, cambiando el peso de un pie a otro, sintiéndome estúpido y observado.

Marcus tardó un buen rato en regresar. Cuando lo hizo llevaba la mano izquierda metida dentro de la sudadera.

—¿Has traído pasta, doc?

—¿Cuánto?

—Mil pavos.

—Debe de ser una broma. ¿Qué clase de pistola es?

—Una disponible sin licencia y sin preguntas molestas, doc. Lo tomas o lo dejas.

En realidad no me importaba. Sólo me quejé del precio para que no decidiera subirlo en el último momento. Sólo había traído 1200 dólares, el máximo que el cajero automático me permitía sacar al día.

Busqué en la chaqueta y saqué la cartera. Noté clavada en mí la mirada de depredador frustrado de DeShaun, que tenía que aceptar que la pieza de carne con la que pretendía alimentarse acabara a los pies del líder de la manada. Me encogí de hombros y le sonreí. No cambió de expresión.

—Aquí tienes, Marcus. Mil pavos —dije contando diez billetes. Luego separé uno más y lo coloqué doblado, abrazando los otros—. Y aquí tienes uno de propina para que os toméis unas birras y os olvidéis de que me habéis visto.

—Así se habla, colega. Aquí somos todos ciegos. ¿Verdad, tíos?

Se dio la vuelta y se aseguró de que todos asintieran. Cuando estuvo satisfecho, sacó la mano izquierda bajo la sudadera. Me alargó una bolsa de papel marrón, arrugada y manoseada. Me adelanté a cogerla, sintiendo una forma pesada y dura bajo el papel. Iba a abrir la bolsa, pero Marcus me detuvo con un gesto.

—¿Estás loco? Espera a estar en el coche. Y mejor si es bastante lejos de aquí.

Me coloqué el paquete bajo el brazo.

—¿Tiene balas?

—Once. El cargador admite cuatro más, pero tendrás que comprarlas tú.

—En el Walmart de Alexandria tienen la caja de cincuenta a veintinueve pavos —dijo uno de los pandilleros sentados en las sillas, mientras luchaba por liar un porro de aspecto desastroso.

—Cállate, Shorty. El doc sabe perfectamente que cuando uno compra balas no debe ir a armerías ni sitios con cámaras. Píllalas en un súper, y paga en efectivo.

—Gracias, Marcus.

Me di la vuelta para marcharme, pero la voz del jefe de los pandilleros me detuvo, y lo que dijo añadió aún más lastre a mi preocupación.

—Ey, doc. No sé qué coño vas a hacer con ese hierro y me importa un carajo, macho. Pero ahora en serio, esa pistola no está limpia. Si te pillan con ella puede que cargues con más de lo que hagas. Más te vale tener mucho cuidado.