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Resumen de la noche del miércoles al jueves: bebí hasta perder el sentido.

Salí del Marblestone furioso, pero el combustible se agotó muy deprisa. Las imágenes que había visto en aquella pantalla se llevaron un pedazo de mi alma, uno bastante grande. Conduje de vuelta a casa, me arrastré hasta el sofá y agarré una botella de whisky. Conciliar el sueño era impensable. Enfrentarme a mis propios pensamientos, imposible. Necesitaba desesperadamente el alivio de la inconsciencia, sumergirme en la negrura por unas horas. Así que tomé un atajo.

El sol me despertó cerca de las ocho.

Yo estaba sobre la alfombra, boca abajo. Parpadeé varias veces, intentando contener la migraña que me estaba licuando el cerebro. El brazo derecho me dolía bastante. Me remangué la camisa y me encontré con tres líneas rojizas, casi rectas, de un palmo de largo. Eran arañazos muy profundos y recientes.

«¿Cómo diablos me he hecho esto?».

Tenía que haber ocurrido la noche anterior. Había restos de sangre seca en la camisa. Pero no recordaba nada después de haber empezado a beber.

A la luz de la mañana, el resto de los acontecimientos de la noche anterior se había desdibujado un tanto. El alcohol y la resaca les habían conferido una pátina neblinosa, como una pesadilla de segunda mano. Pero enseguida un mensaje de White volvió a afilarle los dientes a la realidad.

BUENOS DÍAS, DAVE.

¿QUÉ TAL TU FLEXIBILIDAD?

El móvil estaba junto a mi cabeza, apoyado verticalmente contra el sofá, de forma que pudiese verlo con claridad… y White a mí. La batería estaba cargada. Quienquiera que fuese el que lo había hecho no había sido yo.

«Han irrumpido aquí esta noche, revoloteando a mi alrededor mientras estaba inconsciente. Mirándome tendido en el suelo, como una marioneta. ¿Os habéis reído, cabrones? ¿Habéis disfrutado?».

Le mostré el dedo medio al teléfono antes de recogerlo. Entonces me fijé en algo que había en el borde del sofá. Era una mancha de zumo de uva, el favorito de Rachel. Recordé el día, meses atrás, en que a mi mujer se le había vertido un poco, y Julia, siempre servicial, había corrido a frotarla con una servilleta, convirtiendo una salpicadura pequeña y nítida en un borrón púrpura. Nunca nos acordamos de limpiarla.

Mientras conducía hacia el hospital, intentando trazar un plan para hundir a Hockstetter y recuperar mi puesto en el centro del escenario, aquella mancha secuestró mis pensamientos. Un resto insignificante, que podía eliminarse con un poco de espray, se había aferrado a la existencia más que el amor de mi vida.

«Ha sobrevivido a mi mujer. No va a sobrevivir a mi hija».

Me duché y me afeité en el Saint Claire, lejos de las cámaras de White. Mientras me vestía, eché un ojo a la televisión, siempre encendida en el vestuario. En la CNN, el Paciente aparecía dándole la mano al director de la NSA, el general no sé cuántos. Ambos tenían la sonrisa congelada. Al parecer habían coincidido en un evento en la Casa Blanca en el que el Presidente había anunciado la posibilidad de cambios en la agencia, «destinados a un futuro más libre para los ciudadanos americanos». En los fragmentos que emitieron del discurso, el Presidente se trabucó una vez, y en otra repitió dos veces seguidas la palabra americanos. Los comentaristas se preguntaron por qué.

Sólo yo sabía la verdad: el tumor del Presidente empeoraba cada vez más.

Me vestí a toda prisa. Quería estar presentable en mi ronda de las 9:30 para ver a los pacientes. Todos ellos evolucionaban favorablemente, lo cual le concedió un alivio momentáneo a mi angustia, pero no servía de gran ayuda.

Hasta que leí el último nombre en la lista que me habían dado.

—¿Por qué sigue Jamaal Carter aquí? —pregunté a Sandra en el puesto de enfermeras.

—En el MedStar no pueden admitirle hasta mañana, así que le pedí permiso a la doctora Wong. Dijo que lo iba a recortar de su sueldo, doctor Evans.

—No fabrican tijeras tan pequeñas.

—Con el mío le podemos dar un par de aspirinas.

Y eso con suerte. El Saint Claire cobra cada analgésico suministrado al paciente a 1,50 dólares más impuestos. La farmacia del hospital los compra a menos de un centavo, así que echen cuentas de si no se podían permitir tener al chaval allí una noche más sin armar tanto escándalo.

Además, la presencia de Jamaal acababa de darme una idea descabellada. Podría funcionar si lograba hablar con él a solas. Pero para ello tenía que superar un enorme obstáculo.

Mama Carter.

He conocido a unos cuantos fanáticos religiosos en mi vida. Aquí en el corredor de la muerte hay uno que todos los días canta un himno a las 2:34 de la mañana. Uno diferente cada día. Tiene una voz hermosa, casi femenina. Le he visto sólo al pasar por delante de mi celda, ya que no nos dejan interactuar entre nosotros. Pero cada día tenemos derecho a media hora de «esparcimiento» por turnos en un patio de dos metros cuadrados rodeado de enormes muros de hormigón. Si estiras un poco el cuello, arriba puedes ver un pedazo de cielo azul.

Cuando nos sacan para el esparcimiento, todos nos estudiamos. Queremos ver la pinta que tiene alguien que va a morir. El cantor de himnos es un muchacho delicado, de brazos pálidos y delgados surcados de venas azules. Cuesta creer que estrangulase a nueve ancianas con sus propias manos. Decía que quería enviarlas al cielo cuanto antes.

Mama Carter no había matado a nadie, que yo supiera, pero lo sucedido a su nieto había transformado su ya enorme fe en algo tangible y sólido. Cuando entré en su habitación la encontré rezando, de rodillas junto a la cama de su nieto. Carraspeé para que supiera que estaba allí.

—¿Usted cree en Dios, doctor Evans? —dijo ella, levantándose.

Esta vez no hubo besos ni aleluyas.

—Yo creo en hacer las cosas lo mejor posible sin esperar una recompensa —respondí.

—Ayer me dijo que rezaba.

—Lo hago. Normalmente cuando tengo un problema. Pero no sé si mis plegarias llegan a alguna parte.

—Yo he rezado durante mucho tiempo para que protegiese a mi pequeño Jamaal. Y mis plegarias han sido respondidas.

El pequeño Jamaal retorció su metro ochenta en la cama, haciendo resonar las esposas contra el barrote al que estaba sujeto.

—Eh, doc, ¿cree que me podrán quitar esto? Se me duerme la pierna.

—Me temo que antes tendrás que responder ante un juez, colega. —Entonces recordé al pandillero apuñalado—. ¿Qué tal está T-Bone?

—Vivirá. Le han llevado a otro hospital, pero no sé cuál.

Miré por el rabillo del ojo a Mama Carter. Quería hablar a solas con Jamaal, pero para eso necesitaba librarme de su abuela.

—Señora Carter.

—Por favor, llámeme Mama, doctor Evans.

—Debo pedirle que salga un momento.

Ella me miró y convirtió su boca en una raya recta y firme.

—Lo siento, pero no voy a ninguna parte.

—¿Disculpe?

—A mi hijo Leon, el padre del chico, le hicieron lo mismo. Me separaron de su lado para que la policía pudiese hablar con él. El detective también me pidió que saliese un momento. Leon lleva en la cárcel dieciséis años. Así que me quedo donde estoy.

—Señora, ¿se ha fijado? —dije tirándome de las solapas de la bata blanca—. No soy policía.

—Podría llevar una grabadora.

—Señora… Mama… Necesito hablar con Jamaal a solas. Créame, no es de él de quien vamos a hablar.

—Le creo, doctor. Parece usted un buen hombre. Hay mucha tristeza en sus ojos, pero también la dulce luz de Nuestro Señor.

—¿Nos dejará, entonces?

—Ni en broma. Podría haber micrófonos en la habitación.

Contuve a medias un bufido de exasperación.

—De acuerdo, Mama. Como usted quiera. Jamaal, necesito una pistola.

—¡¿Qué?! —dijo el chaval incorporándose un poco en la cama, con los ojos muy abiertos.

Por suerte, ver The Wire y Breaking Bad habían expandido mi vocabulario.

—Una pipa, una nueve, una herramienta —dije, intentando sonar duro—. Como diablos lo llames.

—¿Y a mí qué me cuenta, doc?

—Quiero que me digas dónde puedo encontrar una.

—Paso, tío. Estás chiflado —dijo, meneando la cabeza.

—¿Tengo que recordarte que si caminas es gracias a mí, chaval?

La abuela se interpuso entre ambos con las manos extendidas.

—Ni se te ocurra responder, Jamaal.

—Mama, necesito la ayuda de su nieto.

—Ya sabía que quería incriminarlo. Intenta que diga algo comprometido.

—Le prometo que no, Mama.

—No le creo. ¿Para qué necesita un arma alguien como usted?

—Eso no puedo decírselo.

—Entonces aún peor. Porque va a hacer algo ilegal.

—No voy a involucrar a Jamaal en nada.

—Eso dice ahora.

—Mama…

—Salga de aquí antes de que llame al policía que hay en la puerta. Pídale a él la pistola, no al negro del sureste.

Cogí a la señora Carter suavemente por los hombros y la miré a los ojos.

—Escúcheme, Mama. No voy a hacer daño a su hijo. Pero necesito un arma.

—Quien a hierro mata, a hierro muere, dice el Señor —dijo ella, rehuyendo mi mirada.

—Tampoco voy a matar a nadie. La necesito para arreglar una injusticia, no puedo decirle más. Necesito que me crea, Mama. Antes ha dicho que había bondad en mis ojos. Necesito que mire en ellos y que me crea.

Mama finalmente levantó la vista y la unió con la mía. De cerca, su rostro amable mostraba todos los rasgos de la edad. El infortunio y la miseria habían escarbado surcos en su rostro, pero no en su alma ni en su dignidad. Tenía las escleróticas amarillentas e inyectadas en sangre y los mofletes hinchados. Rondaría los setenta, así que sabía bien lo que era ir en la parte de atrás del autobús, usar retretes sólo para negros y luchar por lo que le correspondía. Había vivido una vida de incertidumbre en la que el premio más esquivo es la certeza, y yo le estaba pidiendo que me regalase su confianza. Para ella era una heroicidad confiar en el blanco rico.

—Los caminos del Altísimo son misteriosos —dijo al cabo de un rato apretando los labios entre frases—. Voy a meditar sobre ello mientras me siento en aquella silla sin escuchar nada de lo que se diga en esta habitación.

Asentí con la cabeza, admirado y agradecido, y me volví hacia Jamaal.

—Chaval, empieza a hablar.