—Un Hawaiian Punch, por favor. Lemon Berry Squeeze.
—¿Y para usted, doctor?
—Un café sólo, Juanita. Doble, por favor.
La camarera sonrió y fue a por las bebidas.
—Escogí este restaurante para nuestros encuentros porque tienen Hawaiian Punch —dijo White—. No es fácil de encontrar fuera de los supermercados. Hoy en día todo es Coca-Cola o Pepsi. Si la gente supiese lo que están financiando cada vez que se beben uno de esos brebajes infernales…
—No me vendrá ahora con una teoría conspiranoica, ¿verdad?
White me miró con aire divertido.
—Por supuesto que no. Las conspiraciones no existen.
La llegada de Juanita con la bandeja atemperó un poco el ridículo que me acababa de hacer sentir.
—Los seres humanos son muy simples —continuó White, juntando el pulgar y el índice hasta hacer un círculo—. Fíjate en la camarera, Dave. Sueña con ser como Mariah Carey, sueña con conocer a Simon Cowell. Cuando llega a casa maldice sus tobillos hinchados.
Juanita se había retirado detrás de la barra y seguía American Idol con una actitud rayana en la devoción, moviendo los labios al compás de las canciones del programa. Era demasiado tarde para que la emisión fuese en directo, debía de haberlo grabado esperando a tener una noche tranquila. Como el día anterior, estábamos solos en el local.
—Quizás cante como los ángeles —respondí yo.
—Es posible, Dave. Pero no se trata de eso. En el mundo existen millones de personas con talento que viven sus vidas en silenciosa desesperación, atrapados en oficios de mierda. ¿Por qué unos van en metro y otros en su avión privado? Es una cuestión de carácter. De querer realmente lo que deseamos.
—Algo me dice que su charla tiene que tener algún sentido. Pero no veo cuál es.
—Yo sigo teniendo un problema, Dave. Sigo necesitando a alguien que elimine a mi objetivo.
—Pero… ¿Y Hockstetter?
—Hockstetter no forma parte activa de esta operación.
Mis siguientes palabras fueron tan egoístas que me causa vergüenza sólo recordarlas, pero me he jurado a mí mismo que contaría la historia como sucedió.
—Escuche, Hockstetter es su hombre. El mundo tampoco se perderá nada si él desaparece. Presiónele a él y devuélvame a Julia.
—Negativo. No hay una vía de entrada ni tiempo material. Tendrás que hacerlo tú, David. Al viejo estilo. Ese era el plan desde el principio.
—El plan…, ¿qué plan? No, un momento…
—Sencillo, Dave. Fui yo quien informó a Hockstetter de la identidad del paciente. Y él llamó desde Baltimore al hombre de la pajarita y le dijo que quería hacer la operación.
Abrí mucho los ojos y tardé unos instantes en digerir lo que acababa de decirme.
—¿Qué? Pero… ¿por qué? ¿Por qué complicarlo todo de esta forma?
White cogió uno de los sobrecitos de edulcorante de color rosa del recipiente que había a un lado de la mesa y jugueteó con él entre los dedos durante un rato antes de responder.
—¿Por qué te hiciste neurocirujano, David?
La respuesta políticamente correcta a esa pregunta era «porque me interesa el cerebro, la última frontera de la ciencia». Pero la respuesta sincera, la que nunca había admitido en voz alta ante nadie que no fuese Rachel, era la que White ya sabía. Así que lo dije de todas formas.
—Porque es la disciplina de los mejores.
—Y tú tienes mucho que compensar, mucho que demostrar —asintió complacido—. Y ahora cuando se te pone frente al reto definitivo con el paciente definitivo te obligo a perder… No sé, David, algo me dice que incluso la motivación de salvar a tu hija podría fallar en el último momento.
—Eso es absurdo, White. No voy a fallarle a Julia —dije a toda prisa. Pero la voz de mi conciencia no lo tenía tan claro. ¿Acaso no le había fallado a mi propia esposa por el trabajo? ¿Qué diferencia habría?
White me apuntó con el dedo, pero no con agresividad, sino con indulgencia.
—Atrévete a decirme que no has intentado pensar un plan para librarte de mí y recuperar a tu hija.
Le estudié en silencio. Aquella suavidad en los gestos, aquella tersura en la voz… la había visto antes, y anunciaba que un guiso venenoso hervía tras los ojos azules de White. No quise arriesgarme a provocarle, así que opté por la verdad.
—Es cierto —dije encogiéndome de hombros.
—¡Ajá! —Hizo un gesto de triunfo—. Cuanto más se acerque la hora de la operación, más dudas tendrás. Suplicarás, maquinarás, intentarás algo. Desiste, Dave. Yo ya he pensado en todo.
—Ya lo sé. Créame, White, si se me hubiese ocurrido un plan seguro para recuperar a Julia y meterle a usted entre rejas, ahora mismo yo estaría abrazando a mi hija y usted agachado recogiendo pastillas de jabón. Pero no puedo correr ese riesgo. No voy a correrlo.
—Quizás. Pero aún no estoy convencido de tu compromiso. Así que quiero que te ganes esa operación.
Sus palabras sonaban a ciertas, pero dentro de mí una intuición me decía que me estaba mintiendo, palpitando como un músculo agarrotado y contracturado. No era tan omnipotente y omnisciente como quería hacerme creer, ni tenía todo calculado. Había variables que escapaban a su control, pero su inmenso ego se resistía a admitirlo, y White representaba el papel de ser superior hasta sus últimas consecuencias. Ahora podía ver con claridad que la jaula en la que nos había encerrado tenía grietas. Él no sabía nada de lo que estaba haciendo Kate, ni había podido anticipar lo de Hockstetter. Aquellas vulnerabilidades, por pequeñas que fuesen, nos daban a Julia y a mí una oportunidad que podía utilizar contra él. Pero la pregunta era:
—¿Cómo?
Me di cuenta de que había dicho la última palabra en voz alta, pero por suerte White pensó que se refería al método de desbancar a Hockstetter.
—Usa tu imaginación, Dave. Pero date prisa.
—¿Y qué hay de sus matones? ¿Han hecho demasiadas horas extra este mes?
—Eso sería demasiado fácil. Tienes que implicarte tú, David, o el ejercicio será inútil.
—No sé si seré capaz. Esto no es como amañar una operación. No tengo ni idea de qué hacer.
—Ya se te ocurrirá algo.
Aquello era un callejón sin salida. Tal vez White me estuviese mintiendo al afirmar que la implicación del globo inflado de mi ex jefe había sido cosa suya, pero desde luego que se había apropiado de la idea de obligarme a luchar por la operación y por la oportunidad de salvar la vida de Julia. Llevaba casi veinticuatro horas sin verla, y durante todo aquel tiempo el dolor y la ansiedad de su ausencia habían ido minando mi esperanza. Necesitaba saber que estaba bien.
—Quiero verla.
White negó con la cabeza.
—Negativo. Tal vez como premio si consigues despejar al doctor Hockstetter de la ecuación.
—Le he dicho que quiero verla.
El psicópata no respondió, sólo me contempló con sus ojos de tiburón. Yo le sostuve la mirada un instante antes de fijarla en el iPad que reposaba en la mesa junto a él.
—Te estás planteando arrebatármelo, ¿no es así, Dave? Sería tan fácil, tan indoloro. Sólo tienes que alargar el brazo y ya será tuyo. Eres más alto que yo, tienes los hombros más anchos. No te costaría demasiado.
Noté un cosquilleo en las palmas de las manos mientras el dispositivo que controlaba el zulo donde estaba Julia parecía aumentar de tamaño, crecer hasta desarrollar su propia gravedad. Hice un movimiento imperceptible hacia él.
—Voy a pinchar la burbuja de tu fantasía, Dave. Esta maravilla está bloqueada por tres claves de acceso. Si fallas al introducir una sola de ellas, la información se borrará en el acto. Pero no sin antes enviar una pequeña señal a un lugar que conoces. ¿Quieres saber qué mecanismo activará esa señal?
—No. En realidad no —dije con voz seca y áspera como un barril de clavos.
—Voy a demostrártelo igualmente. Será instructivo y motivador. Además, me has pedido ver a tu hija, ¿no? Tal vez he sido un poco duro al negarte esa pequeña merced.
Levantó la funda del iPad para ocultar la pantalla de mi vista y tecleó algo en ella. Cuando le dio la vuelta al dispositivo, allí estaba de nuevo la interfaz que me había enseñado el día anterior.
—Observa atentamente, David.
Apretó un botón. La imagen pasó del negro absoluto a retransmitir la señal de vídeo en directo de lo que sucedía en el interior del zulo. Julia estaba junto a la esquina, hurgando con los dedos en la pared del habitáculo. Cada poco rato se volvía y dejaba algo en el suelo. Tardé unos instantes en comprender que estaba separando las piedrecitas más grandes de la tierra para alguna clase de juego. Me sorprendió que mi hija fuese capaz de jugar en un momento así. Julia era una niña muy dulce que solía ahogarse en un vaso de agua.
—La mente humana es flexible, Dave —dijo White, adivinando mis pensamientos—. Cuando la trasladas de un contexto seguro a uno amenazador, al principio sufre un choque. Pero con el tiempo, intenta amoldarse a la nueva situación, redefine el nuevo contexto como seguro para minimizar el trauma. Pero, claro, siempre pueden surgir nuevos desafíos que lo hagan todo más difícil.
Apretó un nuevo botón.
De los altavoces del iPad surgió un pequeño zumbido y luego un chasquido. Julia pareció oírlo también, porque se giró hacia la fuente del sonido, que quedaba a la izquierda de donde ella estaba arrodillada, fuera del encuadre de la imagen. Al principio parpadeó extrañada y entrecerró los ojos intentando ver a través del resplandor de los focos.
De pronto hubo un sonido lacerante, desgarrador, inhumano.
Había un poco de retardo entre el sonido y la imagen, y tardé un par de segundos en comprender que era mi hija la que profería aquel chillido de puro terror. Retrocedió, sin dejar de chillar a aquella amenaza desconocida.
—¿Qué le está haciendo, hijo de puta? —dije, levantándome. Mis manos se habían cerrado en dos puños apretados. Pero no conseguí incorporarme del todo. Una enorme manaza empujó mi hombro hacia abajo. De pie junto a mí se había colocado el mismo matón a quien había visto esa tarde en la entrada del hospital. No le había visto entrar. Usando su cuerpo para ocultarla de la vista de Juanita, sacó una pistola y me la colocó en el cuello.
—Sin bromas, ¿eh, doctor? —dijo. No era el mismo de la noche anterior, éste tenía un acento mucho más marcado, y su voz sonaba nerviosa y enfadada.
Yo intenté revolverme, pero el cañón de la pistola me presionó aún más fuerte la yugular y la mira se me clavó en el mentón. La mano del matón seguía anclándome al asiento como si estuviese hecha de cemento.
—Calma. Mira vídeo.
Impotente, no me quedó más remedio que obedecer.
En la imagen del iPad, Julia se había apretado contra la pared. En el suelo, cerca del centro de la habitación, había una forma oscura y alargada.
—Rattus norvegicus. Un animal interesante. 25 centímetros de largo, 600 gramos de peso, dientes largos y afilados —dijo White.
La rata actuaba de una manera extraña. No se movía, su cabeza apuntaba directa al pie descalzo de Julia. Mi hija, con los brazos extendidos, había dejado de chillar y miraba a la repugnante alimaña con los ojos muy abiertos.
—No suelen atacar a los seres humanos. A no ser, claro, que lleven días sin comer, encerradas en una jaula de metacrilato con perforaciones microscópicas. El olor de tu hija durante este tiempo las ha debido enloquecer.
La rata se abalanzó sobre Julia, corriendo en diagonal, pero la niña se apartó colocándose de espaldas a la cámara. La inercia del movimiento la hizo perder el equilibrio, y la rata corrió hacia ella, buscando clavar aquellos dientes amarillos y repugnantes en la piel de mi hija. Intenté revolverme de nuevo, pero sólo logré que el cañón de la pistola se hundiese un poco más en mi cuello, apretándome la tráquea.
—Déjela, cabrón. Sólo tiene siete años, hijo de puta —logré articular.
El matón me obligó a inclinarme hacia delante, con la cara casi tocando la mesa, hasta que la pantalla llenó mi visión. Una gota de sudor me resbaló por la nariz y cayó en la pantalla del iPad, formando un diminuto arcoíris de píxeles.
—Sssh, Dave, que te lo pierdes —dijo White—. Esto es mejor que el National Geographic.
Julia se hizo a un lado, justo a tiempo, pero la rata logró engancharse en la pernera de su pantalón. Chillando de nuevo, Julia se puso en pie y agitó la pierna, pero la rata estaba bien agarrada y no soltó la presa. Con un gruñido que sonó aún más animal que la propia rata que la atacaba, Julia lanzó una patada al aire. El algodón del pijama cedió con un rasguido, y la alimaña se estrelló contra la pared. Cayó sobre su lomo, moviendo las garras en el aire. Sin darle tiempo a levantarse, Julia dio un paso hacia ella y dejó caer el pie derecho sobre el cuerpo oscuro y repugnante.
Una, dos, tres veces.
Hubo un silencio sólido y desagradable, y luego mi hija se dio la vuelta y su rostro entró en el encuadre. Sus ojos refulgían como ascuas bajo los focos, y su boca formaba una espiral salvaje y primitiva. No parecía mi Julia, sino una cría de una raza antigua, nacida en tiempos oscuros.
Entonces el encantamiento se rompió, y la pobrecilla se echó a llorar. Dando pequeños hipidos, se alejó cojeando hasta el otro extremo del zulo, lo más lejos posible de la masa sanguinolenta en que se había convertido la rata.
—¡Bravo! Una defensa realmente remarcable y un experimento de lo más interesante. Estaba deseando llevarlo a cabo desde hace años —dijo White, genuinamente alborozado.
Era nauseabundo.
El matón retiró la mano de mi hombro y la pistola de mi cuello. Me incorporé en el asiento, respirando trabajosamente.
—¿Has visto, Dave? Hace un día era una niña aterrorizada, hace un par de minutos una víctima indefensa. Pero cuando la ocasión lo ha requerido ha sido capaz de hacer lo impensable. La mente es flexible, ya te lo dije. Esto te servirá como ejemplo.
Yo no respondí. Seguía mirando el iPad, ahora con la pantalla en reposo. Aquel instrumento tenía el control sobre la vida y la muerte de mi pequeña. Y no podía arrebatárselo de ninguna forma. Con un escalofrío, recordé cómo Julia había cojeado al volver a su rincón. Seguro que la rata había hincado sus dientes infectos en la planta del pie antes de morir, o tal vez se había rasgado la piel al aplastarle la caja torácica. Si así era, el riesgo de contagiarse con un hantavirus o con la rabia era elevadísimo. Intenté recordar cuál era el periodo de incubación de aquellas enfermedades, pero mi cerebro estaba en blanco. Sólo había espacio para algo en él, y era odio.
Odio puro, absoluto y sin destilar hacia el hombre que tenía enfrente.
—Si vuelve a hacer algo como eso, le mataré, White —susurré—. Aunque sea lo último que haga.
El psicópata meneó la cabeza con suficiencia.
—Tengo más ratas, más de cincuenta. Tan desesperadas y muertas de hambre como ésa, Dave. Si te atreves a joderme, si caigo en manos de la policía, si vuelves a dejarte el teléfono olvidado encima de la mesa de tu despacho…, abriré la tapa de metacrilato que las separa de tu hija. Y el sistema lo grabará todo y mandará automáticamente el archivo de vídeo por e-mail a los abuelos con el asunto «Mirad lo que me ha pasado por culpa de papi».