Aún estaba intentando digerir el mensaje de White cuando la persona que más odiaba en el mundo abrió la puerta de mi despacho.
Para ser justos ese título le correspondía al secuestrador de mi hija y a todos los que le ayudaban. Pero el doctor Alvin Hockstetter había ostentado orgullosamente la corona durante tantos años que costaba colocarlo en segundo lugar.
Recuerdo con absoluta nitidez la primera vez que le vi, en la sala de conferencias de la Johns Hopkins, el mejor hospital de Baltimore, del país y probablemente del mundo. Era mi primer día como residente, y yo era uno más de la veintena de jóvenes que quería ver a la eminencia, al «pionero del cerebro», como le había bautizado la revista Time. Era de estatura mediana pero imponente, y cuando pasó a mi lado para subir al atril yo me sentí como un monigote desgarbado, todo codos y rodillas, al lado de aquel dechado de lo que en aquel entonces tomé por elegancia.
Alvin Hockstetter tenía por cejas dos orugas enroscadas, dedos finos al extremo de brazos largos y macizos, una barriga tan prominente como su ego. Trepó a la tarima con una agilidad que desmentía su rechonchez y nos miró desde detrás de su sonrisa aceitosa durante unos segundos, hasta que estuvo seguro de que tenía nuestra completa y total atención.
Comenzó a hablar, con su ensayada voz de barítono que sacaba de muy dentro del pecho, y dijo una de las frases más inteligentes que he escuchado jamás.
—¿Saben cuál es la diferencia entre Dios y un neurocirujano? Que Dios sabe que no es neurocirujano.
Todos nos removimos en las sillas y soltamos una carcajada nerviosa. Algunos de nosotros habíamos crecido en pueblos del Medio Oeste temerosos de Dios, y aunque podíamos ser más o menos devotos, aquello sonaba a blasfemia. También era la descripción más precisa de un neurocirujano que puede hacerse.
—Es divertido, pero no es un chiste. Se encuentran ustedes en el templo sagrado de la medicina, el Vaticano de los hospitales. Neurocirugía es su Capilla Sixtina. Nosotros, mis queridos novicios, estamos aquí para corregir los errores de Dios.
Pulsó una tecla en el mando que llevaba disimulado en la mano y la pantalla tras él cambió, mostrando una resonancia de un paciente sano y una de un paciente con un tumor cerebral.
—¿Alguno de ustedes podría recordarnos qué es la angiogénesis?
Ninguno levantó la mano, aún demasiado intimidados por la figura de Hockstetter como para atrevernos. Aguardamos como los pingüinos al borde de una cornisa helada, confiando en que sea otro el que salte al agua el primero para ver si hay tiburones.
—Venga, anímense. Acabamos de destetarles de la facultad, aún tienen que tener frescos los conocimientos. Usted. Y por todos los santos, baje la mano. No estamos en el parvulario, aunque ustedes aún huelan a pañales.
—Angiogénesis es el proceso de formación de nuevos vasos sanguíneos a partir de vasos preexistentes —dijo una de mis compañeras, bajando la mano azorada.
—Exacto. Un proceso esencial de la vida. Y el arma fundamental del cáncer.
Cambió la imagen de la presentación para centrarse de nuevo en la del paciente sano, sólo que ahora mostraba un vídeo de esa misma resonancia. La perspectiva se acercaba, cambiando a una reproducción en 3D de las neuronas. Una de ellas era de color más oscuro que las de alrededor.
—Ahí la tienen, mis novicios. El mayor error de su Creador. Una célula, minúscula, insignificante. Dañada. Cualquier otra en su situación activaría la apoptosis, la muerte celular, desintegrándose y disolviéndose en el organismo. Sin embargo, ese proceso ha fallado, y la célula ha decidido que no va a suicidarse. Y no sólo eso, ha comenzado a replicarse.
La célula oscura y mutada se transformó en dos, después en cuatro, luego en ocho. La cámara fue hacia atrás para poder captar el aumento exponencial del tumor.
—Este proceso se detendría enseguida sin la angiogénesis, mis novicios. Este astrocitoma apenas crecería un par de milímetros antes de quedarse sin oxígeno para seguir comiendo y respirando. Pero en este diseño supuestamente inteligente hay muchos fallos. Muchas cosas que no deberían salir mal salen mal.
En la imagen las células reclutaron vasos sanguíneos, robando la energía vital del organismo, creciendo descontroladamente. El asalto no concluía con devorar el órgano en el que crecían, sino que se extendía con la colonización de otras áreas a través del torrente sanguíneo, la temida metástasis. Aquella animación era aterradora, incluso para mentalidades endurecidas que lo habían interiorizado a nivel intelectual como las nuestras. Por debajo subyace el miedo visceral a que algún día te ocurra a ti lo mismo que estás viendo en pantalla.
—Así las estúpidas células que querían ser inmortales acabaron causando la muerte del organismo que las sustentaba. Fin.
Hockstetter pulsó una tecla y la presentación se detuvo, mostrando de nuevo el logo del hospital.
—Mis queridos novicios, ustedes han estudiado durante años para optar a un puesto en esta sala. Hasta hoy han acumulado datos en su cabeza, pero es en este preciso instante cuando comienza su educación. Comenzarán respondiendo a la pregunta «¿qué es el hombre?».
Hubo alguna mirada de soslayo, que a Hockstetter no le pasó desapercibida.
—Como es el primer día, atenderé su inmaculada corrección política. De acuerdo, ¿qué es el ser humano?
—Un primate de la familia de los homínidos —dijo un chico de la primera fila.
—No está mal, querido novicio, seguro que en Zoología sacaría unas estupendas calificaciones. No, hablo de qué es lo que somos de verdad.
Nadie respondió, acobardados por el tono sarcástico de Hockstetter.
—Somos una máquina llena de tubos, motores y válvulas. Y las máquinas deben tener un propósito.
—La supervivencia —apuntó alguien.
—Correcto —dijo Hockstetter, logrando sonar tan sorprendido como si una vaca acabase de mugir la Quinta Sinfonía de Beethoveen—. Somos máquinas de supervivencia. Especialmente en su caso, mis queridos novicios. Y ahora miren, miren a su alrededor. ¿Qué es lo que ven?
—Competidores —dijo uno.
—Para una máquina de supervivencia, otra máquina de supervivencia no relacionada forma parte del entorno, como una nube o una roca. Sólo se diferencia de éstos en que otra máquina reacciona, porque está imbuida de la misma trascendental misión: conservar sus genes inmortales. A cualquier precio. Lo cual nos permite cobrar elevadas facturas a las compañías de seguros… y mantener al pueblo americano discutiendo sobre quién debería pagarlas en lugar de plantearse por qué son tan altas.
Hubo risas por toda la sala, la energía compartida y cómplice de aquéllos que tienen la mano ganadora y lo disfrutan sin rubor.
—Nuestro cerebro tiene un solo objetivo: la supervivencia a toda costa. Y para conseguirlo suple la información que le falta con fantasías y fabulaciones. Como la existencia de una vida después de la muerte. Para nuestro cerebro es más importante contarnos una historia consistente que una historia verdadera. ¿Han discutido alguna vez con sus novias? —Risas de nuevo—. Entonces ya saben a qué me refiero. ¿Preguntas? —dijo haciendo un gesto ampuloso con el brazo.
—¿Está diciendo que el cielo es un mecanismo de defensa del cerebro? —intervino un chico, con aire bastante ofendido.
—La obviedad de esa pregunta le hará acreedor de unas cuantas horas de guardia extra. Siguiente.
Los residentes cerraron la boca y bajaron las cabezas. Yo había escuchado fascinado todo el sermón, que me pareció tan provocador como ofensivo. Sin poderme contener, levanté la mano.
—Si no somos más que máquinas que permiten que los genes hagan copias de sí mismos, si nuestras alegrías no son más que reacciones químicas, si la vida no se creó con algún fin, ¿por qué seguir viviendo?
—Vaya, veo que tenemos un novicio con más de medio cerebro. ¿Cómo se llama?
—Evans —respondí orgulloso. Qué poco me imaginaba yo que si me había preguntado mi nombre no era para distinguirme, sino para marcarme. Le gustaban poco los que pensaban, todo lo que quería era un ejército obediente y servicial.
—Muchas personas reaccionan con desagrado a estas afirmaciones. Les molesta que los saques de su preciosa burbuja de ignorancia. A mí me parece un grave error. Sólo cuando no tienes ataduras puedes vivir por completo.
—Pero entonces la existencia es una condena.
—Piense en Sísifo, el mortal condenado por los dioses griegos a empujar una enorme roca montaña arriba. Tan pronto como llegaba arriba, la roca rodaba por el lado contrario. Y así toda la eternidad. Pero no puedo sino imaginar a Sísifo feliz. Porque dentro de los límites de su condena, no había dioses.
A mi espalda sonaron murmullos de aprobación. ¡Cómo nos dejamos engañar por el nihilismo de mercadillo de Hockstetter en aquellos primeros días! Éramos jóvenes y no habíamos leído ni reflexionado de verdad sobre la vida. Para él todo se reducía a lo físico, pero yo digo que se puede aprender mucho más sobre la condición humana durante veinte minutos en urgencias que durante veinte meses en la residencia de Neurocirugía con el doctor Hockstetter.
—Por desgracia, dentro de los límites de su condena —continuó, señalándonos a nosotros—, sí que existe un Dios, y ese soy yo.
—Mi querido David —canturreó Hockstetter desde la puerta de mi despacho—. ¿Cómo te encuentras?
—Buenas tardes, doctor —respondí, sin devolverle el tuteo ni molestarme en contestar a su pregunta. Lo primero porque elijo muy bien a quién trato con familiaridad, y lo segundo porque a él no le importaba en absoluto. Incluso decir su nombre me resultaba desagradable. Hockstetter. Suena a que alguien se está aclarando la garganta.
No fue una sorpresa verle allí. Desde el momento en el que me dijeron que alguien me había sustituido imaginé que tenía que haber sido él.
Se acercó a mi mesa. No nos dimos la mano, ni yo me levanté para recibirle.
—Es un placer verte después de tantos años. Me complace enormemente ver que te has adaptado a tu nueva… ubicación —dijo mirando en derredor—. Muy amplio y espacioso, se nota que os tomáis las cosas con calma. Afortunados vosotros que podéis.
Traducción: «Tu despacho es más grande que el mío porque estás en un hospital inferior, de baja exigencia». No iba a dejarme amedrentar por una técnica tan burda.
—Bueno, es a usted a quien debo la suerte de estar aquí. No crea que no lo tengo presente.
—Mi querido ex novicio, dicen los sabios que el rencor es odio que se prolonga eternamente. Es una manera muy insana de vivir. Sobre todo teniendo en cuenta que fueron tus errores con la señora Desmond los que provocaron tu despido disciplinario del hospital.
Sonreí despacio, tristemente. Había vivido en mi cabeza muchas veces el momento en el que podría echarle en cara lo que me había hecho. Él y yo solos, sin consecuencias. Y ahora que podía no tenía ganas, ni energía.
—Sabe perfectamente lo que pasó con la señora Desmond, doctor Hockstetter. Usted la cagó, delante de otras seis personas. Todos ellos le tenían demasiado miedo como para llevarle la contraria.
Había sido una operación larguísima en una mujer de mediana edad con un mieloma múltiple en la columna vertebral. Yo llevaba ocho meses en el servicio, y para entonces las diferencias entre Hockstetter y yo eran irreconciliables. Ya no era sólo que viésemos la cirugía, la medicina e incluso la vida de formas diametralmente opuestas, sino que directamente no soportábamos el olor del otro. Todos los residentes de cualquier especialidad médica deben forjar su carácter en la dureza de su profesión, incluyendo la humillación por parte de sus superiores. Pero todo tiene un límite.
Él había intentado echarme del programa en tres ocasiones, aunque no tuvo su oportunidad de oro hasta la intervención de la señora Desmond. Yo fui quien preparó el área para la cirugía, exponiendo la columna de la paciente para poder eliminar el tumor. A él fue a quien se le fue la mano con un corte impreciso —muy impropio de él, hay que admitirlo— que dejó a la paciente hemipléjica. Adivinen a quién echó la culpa Hockstetter, ante el silencio de mis compañeros.
Yo quería que todo el asunto fuese a juicio, para que los que estuvieron allí tuviesen que contar la verdad a la fuerza, pero el muy cabrón de Hockstetter convenció a la señora Desmond de que no presentase una demanda, porque iba a destrozar la carrera de un pobre e inexperto joven. La pobre mujer estaba tan agradecida de que le hubiesen salvado la vida que no le importó que el resto de ella tuviese que transcurrir en una silla de ruedas. La junta disciplinaria del hospital no fue tan benévola. No les interesaba que la fama de su cirujano estrella recibiese ni la más leve mancha, así que me pusieron en la calle.
Por suerte, el antiguo director del Saint Claire conocía los métodos de Hockstetter y me permitió terminar la residencia allí. Lo que iba a ser una prueba de unos meses se transformó en un contrato a largo plazo. Yo había salido bastante bien librado, dadas las circunstancias. Hockstetter era un gran neurocirujano el 99 por ciento de las veces, pero cuando fallaba, lo hacía a lo grande, y le venía bien tener cerca residentes desechables. Muchos otros que habían trabajado con aquel tipejo habían servido como pantalla para sus cagadas y no habían caído de pie. Una compañera de mi promoción había dejado la medicina después de que Hockstetter le endilgase una mala praxis. Ahora regentaba una tienda de aspiradoras en un centro comercial a las afueras de Augusta.
—Pobre David, ¿aún sostienes tu ridícula teoría autoexculpatoria?
—Algún día uno de los chavales que usa como carne de cañón le fallará. No puede engañar a todo el mundo siempre.
Hockstetter sonrió, pero no era una de esas muecas de «caramba, mira lo que está haciendo mi perro en tu césped» que solía poner años atrás. Había perfeccionado el gesto hasta convertirlo en una perfecta sonrisa de anuncio.
—Me temo que no vamos a encontrar temas para una charla ligera, mi querido ex novicio. He venido como cortesía profesional para asumir la transferencia de los datos de cierto paciente.
—Ha venido para regodearse, doctor. Sea sincero por una vez. No le matará. Probablemente.
La sonrisa le ondeó levemente en la cara. Luego inclinó la cabeza hacia atrás, como si yo le hubiese insultado gravemente.
—David, he acudido a ti de buena fe, en lugar de pedirte que me enviases el historial por FedEx. Me gustaría suavizar las cosas entre nosotros. Es cierto que no fui el mejor jefe del mundo, pero ha pasado el tiempo suficiente como para que las heridas cicatricen, ¿no?
Me hubiese gustado golpearle con una réplica ingeniosa, del tipo «no si fue usted el que operó» o «dígaselo a la señora Desmond», pero en aquel momento no estaba encerrado en una celda minúscula sin ventanas, con tiempo para pensar la siguiente línea, tal y como estoy ahora mientras escribo esto. Así que me limité a poner la carpeta del paciente entre ambos, con el pendrive encima, y cruzarme de brazos. Ardía en deseos de preguntarle cómo había logrado convencer a la Primera Dama de cambiar de cirujano, pero no me atrevía a mostrar un interés desmedido. Y sin embargo necesitaba saberlo. ¿Cuál era realmente el plan de White? ¿Y dónde encajaba yo en todo aquello? Si realmente quería que fuese Hockstetter el que operase al Presidente, ¿por qué llevarse a Julia? ¿Estaría White chantajeándole a él también? Si era así, desde luego, no lo parecía.
—Aquí tiene. Sólo dígame una cosa: ¿va a operar en el hospital militar de Bethesda? —me atreví finalmente a preguntar.
Hockstetter se encogió de hombros mientras hojeaba el historial del paciente.
—Habría que ser muy caprichoso o un médico muy inseguro para no aceptar las condiciones especiales que tiene un caso como éste. Por cierto, ¿qué clase de aproximación tenías pensada para el área de Broca?
Me quedé boquiabierto ante su descaro.
—No estará pidiéndome en serio mi opinión, ¿verdad, Hockstetter?
—No, en realidad no.
Caminó hacia la puerta, pero cuando ya tenía la mano en el pomo se dio la vuelta y me miró.
—¿Sabes qué, David? Tienes razón en una cosa. En realidad sí que he venido para regodearme. Tan pronto como supieron que estaba dispuesto a hacer la operación, te pegaron una patada en el culo. ¿Quién querría a un cirujano de segunda, pudiendo tener al jefe de neurocirugía de la Johns Hopkins? —Levantó la carpeta en el aire y la ondeó con gesto burlón—. Una vez más, se demuestra que puedo quedarme con todo lo que tú posees.
Se marchó, dejando la puerta abierta.
Yo me quedé mirando a mi móvil, que me acechaba desde la superficie de la mesa.
—Muy bien, White. ¿Y ahora, qué?
La respuesta no se hizo esperar.
TENEMOS QUE HABLAR.
EN EL MARBLESTONE A LAS 23.