18

—¿Cuándo ha sido eso?

—Hará un par de horas.

La doctora Wong evitaba mirarme a los ojos, y yo supe enseguida que había algo más.

—¿Qué es lo que sucede, jefa?

—¿Qué es lo que sucede? —interrumpió Meyer, soltando una carcajada que sonó a serrucho viejo mordiendo madera seca—. ¿De verdad está preguntando eso? Le acogimos aquí, doctor Evans. Le dimos una plaza en el Saint Claire y la oportunidad de demostrar que podía ser un médico de referencia. Incluso a pesar de su… historial.

—¿De qué diablos está hablando?

Meyer abrió un cajón y dejó caer sobre la mesa una carpeta de color rojo, las que usaban en recursos humanos para el control del hospital. No me hizo falta mirar el nombre pegado en la solapa para saber que era la mía. Muy propio de una rata como él sacar a colación el pasado en un momento así.

—Ah, el historial. Es jerga ejecutiva para «aquellos sucesos del pasado que me convienen para sostener mi argumento». Supongo que no se va a referir a mi porcentaje de intervenciones realizadas con éxito.

Meyer parpadeó varias veces, asombrado.

—Sé de los problemas que tuvo en el Johns Hopkins con el jefe de neurocirugía, pero…

—No, no lo sabe.

El parpadeo de Meyer derivó en sonrisa enfermiza, como si un par de monos de dedos finos estuviesen tirándole de la comisura de los labios. Estaba muy poco acostumbrado a que le interrumpiesen, y menos para llevarle la contraria.

—¿Disculpe?

—No sé lo que pone en ese papel, pero créame, no se acercará ni remotamente a la verdad. Yo no tuve ningún problema con el doctor Hockstetter, el problema lo tiene él con la humanidad. En cualquier caso, no sé a qué viene eso ahora.

El director hizo una pausa y luego volvió a comenzar. Es de esos tipos que si les interrumpes vuelven a repetir todo el argumento desde el principio, por si acaso te has olvidado de lo que te ha dicho seis segundos antes.

—Sé de los problemas que tuvo en el Johns Hopkins con el jefe de neurocirugía, pero mi predecesor decidió ignorarlos. Lo normal es que después de un tropiezo como ése su carrera hubiese retrocedido un par de años. Que hubiese terminado arreglando cabezas de campesinos en Dakota del Norte, o algo así. En lugar de eso, el Saint Claire le acogió. Le dimos la oportunidad de empezar de cero. Mi predecesor supo ver el potencial, no hay duda. Pero el potencial no es nada sin una adecuada supervisión y sin mano izquierda.

—¿Está insinuando que hemos perdido la oportunidad de operar al Paciente por mi culpa, Meyer?

—¿Qué si no? No hemos tenido ningún problema en todo este tiempo desde que vinieron a nosotros. Hoy usted se va, desaparece durante unas horas para verle y de repente llaman de la Casa Blanca para decirnos que el Saint Claire ya no es el hospital elegido. Es usted el único que ha tenido contacto con él, así que es el único que la ha podido pifiar.

No me lo podía creer. ¿Estaba celoso?

—¿Eso es lo que le fastidia? ¿No haber podido ver al Presidente? No se ha perdido nada.

—El potencial no es nada sin juego en equipo. Y usted no es un jugador de equipo, Evans. Dilapida los recursos del hospital, siempre encuentra cualquier resquicio legal para ponerse del lado de los pacientes. Muy especialmente si éstos no tienen dinero. Como ayer mismo con el pandillero que dejaron en nuestras urgencias los paramédicos.

Stephanie me miró en ese momento y alzó sus casi invisibles cejas; era su modo de decir «Te lo advertí». El hospital había perdido a su paciente estrella de la década, una oportunidad única para figurar en los libros de Historia. Ahora que esa posibilidad se había esfumado, necesitaban un chivo expiatorio. Poco importaba si el Presidente había acudido a nosotros por mí, lo importante era por quién dejaba de estarlo.

Meyer me detestaba a su insulsa y fría manera, pero para él esa emoción era algo accesorio mientras sirviese a su objetivo. Ahora tendría que explicar esto a la junta de gobierno del hospital, y ya tenía a mano un culpable y una excusa: el doctor manirroto. Iría a por mí con todo lo que tuviese a mano, y lo más cercano era el caso de Jamaal Carter.

—Atendí a un ser humano, Meyer.

—A un alto coste. No dirijo una casa de caridad, ni su sueldo lo pagan estas frivolidades.

—No, mi sueldo lo pagan las facturas de seis y siete cifras que usted les pasa a los clientes. Después de que yo les haya salvado la vida.

Meyer se inclinó hacia delante con el rostro encarnado de furia y de vergüenza.

—¿Se cree que es el único médico con talento de este país? ¡Ahí fuera hay una legión de mocosos que saben clipar un aneurisma igual de bien que usted, y que tienen claras sus prioridades! ¡Le cuesta dinero a este hospital, Evans, y lo sabe! Le hemos tolerado sus estupideces de los últimos meses porque, al fin y al cabo, ha perdido a su mujer y…

Al escuchar eso no pude contenerme. Un impulso de ira me consumió por dentro, devorando mi natural timidez y mi predisposición al diálogo como un lanzallamas arrasaría una pared de papel. Puse ambas manos sobre su escritorio y mi cara a pocos centímetros de la suya.

—Escúcheme bien, Meyer. Si vuelve a meter a mi mujer en esto, le juro por Dios que le haré tragarse sus propios dientes.

—¡David, basta! —gritó Stephanie poniéndose en pie.

—Me ha amenazado. Lo has oído, ¿verdad? ¡Eres testigo!

—Y lo volveré a hacer. Si vuelve a mencionar a mi esposa, no me importa si termino recetando analgésicos en Alaska. Le partiré la cara.

Meyer no cedió al principio. Su mente trabajaba a toda máquina, casi podía oírle pensar ahí dentro. Al cabo de unos instantes tragó saliva, se echó hacia atrás y levantó las manos en un gesto de conciliación.

—Está bien, está bien. No hay necesidad de sacar las cosas de quicio. Podemos hablar esto como personas civilizadas.

Yo sacudí la cabeza y quité las manos de su mesa, sin creerme ni por un momento su actuación. Los dos habíamos ido demasiado lejos, y aquella conversación distaba mucho de terminar ahí. Las consecuencias iban a ser muy severas para mí tan pronto cruzase la puerta y Meyer dejase de temer por su integridad física. Pero en aquel momento ya no me importaba mi futuro en el Saint Claire, al menos mientras estuviese garantizado hasta el viernes a las nueve de la mañana.

Tenía que lanzarle una zanahoria. Algo que pudiese morder y que me permitiese ganar tiempo. Por mucho que me asquease aquel capullo, necesitaba evitar una confrontación con él, y sobre todo que pospusiese su venganza unos días.

—Sé perfectamente lo que quiere, Meyer.

—Quiero lo mejor para este hospital.

—No. Quiere salir en la tele. Quiere su rueda de prensa el viernes por la tarde, quiere ser el que lo haga público delante de toda América. Quiere sus quince segundos en prime time.

Me miró en silencio. Yo había dado en el clavo, y los dos lo sabíamos, aunque él nunca lo admitiría en voz alta. Para un burócrata gris y sin verdadero talento como él, un hijo de papá que nunca había logrado nada por sí mismo, aquello era un sueño. Salir en la tele, el vellocino de oro de los mediocres.

—Puedo arreglarlo —continué—. No sé lo que ha ocurrido esta tarde, pero puedo conseguir que el Paciente vuelva a confiar en nosotros.

—Ha sido el jefe del servicio médico de la Casa Blanca el que ha llamado. Un tal Hastings. Yo hablé con él —dijo la doctora Wong.

—Hastings quería que yo practicase la operación en Bethesda. Yo me negué —dije mirando desafiante a Meyer, a ver qué pensaba ahora de mi falta de juego en equipo. No hizo ningún comentario al respecto. Era inútil, ya se había formado una opinión de mí, que para ser justos no estaba demasiado lejos de la verdad. Pero podía hacerle creer que aún me importaba—. La Primera Dama intercedió con su marido, y todo se arregló. Ella es la clave.

—¿Puede pasar por encima de Hastings y llegar hasta el Presidente?

—Eso creo.

Meyer hizo un tejadillo con las manos bajo su barbilla y sonrió. Seguramente estaba pensando en qué traje iba a ponerse para la rueda de prensa.

—Arréglelo. Consiga que se opere en mi hospital y estaremos en paz, Evans. Pero si no lo logra me temo que la junta directiva exigirá responsabilidades.

En aquel momento lo único que me apetecía era presentarle mi dimisión para que esa operación jamás se hiciese en el Saint Claire. O mejor aún, saltar por encima de su mesa y borrarle esa expresión de la cara a golpes, pero con la vida de Julia en juego no me lo podía permitir.

Ya tenía lo que necesitaba de él, así que asentí y me marché.

—¡Evans, espera!

La doctora Wong salió corriendo detrás de mí por el pasillo. No me detuve, aunque no es fácil dejar atrás a mi jefa, ni aun estando tan cabreado como yo estaba.

—El muy cabrón me ha despellejado ahí dentro, y no es que hayas sido de mucha ayuda.

—Él tiene razón, Evans. Te había avisado de que la junta se había quejado de tu actitud respecto a las operaciones pro bono. Podrías haber levantado un poco el pie del acelerador. No puedes estar siempre con la guardia alta.

Por supuesto que Meyer tenía razón. Me habían avisado en varias ocasiones, pero el tipo no dejaba de ser un mierda desalmado y codicioso. Claro que yo no había ayudado demasiado. Antes ya era bastante liberal con los recursos, pero desde la muerte de Rachel había perdido el norte. El sentimiento de culpa actuaba como un gigantesco imán en mi brújula moral.

—Ya estuve con la guardia baja una vez, y mira de lo que me sirvió.

—Salvando a unos cuantos pobres no vas enmendar lo de tu mujer, Evans. No hay nada que enmendar. Todos la vimos, andando por los pasillos como si tal cosa, ni el más mínimo indicio de que estuviese enferma. Yo misma tuve varias operaciones con ella justo antes de su diagnóstico, horas y horas de pie en las que estaba tan concentrada y aguda como siempre. Nadie podía haberlo visto venir.

Puede que de verdad lo pensase, pero sus palabras me sonaron a huecas, a un intento de congraciarse conmigo después de haberme traicionado con el director. Además, de recuperar la operación para el Saint Claire, ella estaría allí también. Conmigo en el quirófano, por supuesto. Y por la tarde dando entrevistas.

De pronto todo el mundo quería un pedazo del Paciente. Habían olido la sangre en el agua y daban vueltas en círculos, afilando los dientes. Creo que hasta aquel momento no comprendí del todo la preocupación de la Primera Dama por escoger al médico correcto para la intervención. Quería evitar precisamente aquella clase de comportamiento, lo que hacía aún más incomprensible su decisión de dejarme fuera a aquellas alturas de partido.

—Muchas gracias, doctora Wong —dije sin volverme a mirarla—. Ya puedes volverte con Meyer a practicar sonrisas delante del espejo. Dicen que el azul es el color que mejor queda en la tele.

Alcanzamos el ascensor, y yo pulsé tres o cuatro veces el botón hasta que las puertas se abrieron, deseando desaparecer de la planta ejecutiva cuanto antes.

—Evans, te conozco muy bien —dijo ella a mi espalda mientras las puertas del ascensor se cerraban, separándonos—. Eres un neurocirujano de la hostia, uno de los mejores del mundo, pero también un ingenuo y un cabezota. No lo eches todo por la borda ahora que estás tan cerca. Piensa en tu hija cuando hagas esa llamada.

«Si tú supieras».