Cuando regresé, se desató el apocalipsis.
Primero la jefa de enfermeras irrumpió muy digna en mi despacho, abrazando su preciosa tableta de notas y pisando fuerte. Sacó un folio de la tableta y me lo colocó encima de la mesa a modo de venganza antes de salir con más humos aún. Era una copia de la página del reglamento del hospital relativo al uso de buscas, con un par de líneas subrayadas. Aquéllas que especificaban que los médicos titulares, o sea, yo, tenían «obligación de llevar encima el dispositivo en todo momento de su jornada laboral», y lógicamente «de responder a todos los avisos».
Sólo entonces me di cuenta de que me había dejado el busca en la taquilla, algo que no me había pasado jamás en todos mis años en el hospital. Con todo el follón de la llamada de Kate y el viaje para ver al Paciente, había cometido un error estúpido.
Cogí mi teléfono. No había llamadas perdidas, pero en cuanto lo tuve en la mano comenzó a sonar. No había número de identificación, lo que ya me indicaba con quién iba a tener el dudoso placer de hablar. Me invadió el mismo sentimiento de angustia que sentía siempre que hablaba con él, pero esta vez multiplicado por la incertidumbre de mi reunión con Kate.
Descolgué.
—Hola, Dave. ¿Estaban buenos los dónuts?
—¿Qué es lo que quiere, White?
—Quiero saber si estaban buenos los dónuts, Dave. Respóndeme.
Hubo una pausa.
—Sí, estaban buenos.
—Tienen que ser unos dónuts realmente excelentes, Dave. Y el café tiene que ser mágico. ¿Cuál es tu favorito de Starbucks, Dave?
Odio profundamente el café de Starbucks, pero a Rachel le encantaba, así que mencioné el de ella.
—Moka frapuccino con extra de crema. Doble de azúcar.
—No es mala elección, no es mala en absoluto, Dave. ¿Quieres saber lo que es una mala elección?
Su voz se había convertido en un susurro frío y acerado que me puso los pelos de punta.
—Adelante —alcancé a decir.
—Una mala elección es marcharte del hospital dejando tu teléfono móvil sobre la mesa. Podrían habértelo robado, y eso hubiese sido un gran inconveniente.
—Escuche, necesitaba tomar el aire, estoy…
—Eres un tipo listo, Dave, ¿verdad?
—No sé qué tiene que ver eso con…
—Eres alguien que sabe sumar dos y dos.
Hubo otra pausa. Decidí dejar de intentar explicarme. Cuantas más explicaciones diese, más falsas sonarían.
—Supongo.
—Por tanto, sabes que pasa algo con tu teléfono. Es normal, Dave. No puedo culparte por ser un tipo listo. Pero si fueses de listillo entonces sí que podría culparte. Sólo que no serías tú quien pagaría. Eso lo entiendes, ¿no?
—Lo entiendo.
—Bien. Ahora quiero que me respondas a una pregunta. Quiero que lo hagas con la verdad. Si me mientes lo sabré enseguida, ¿de acuerdo?
Dentro de mi alma, en algún rincón, algo se rompió. Apenas hizo ruido, como un vaso de cristal metido en un pañuelo y luego pisoteado. Aquella frase, exactamente la misma frase, era la que yo usaba con Julia cuando había cometido una travesura. Un brick de zumo derramado en el cuarto de juegos; un muñeco de los Angry Birds contrabandeado dentro de la mochila del cole, a donde tienen prohibido llevar juguetes; unos calcetines sucios debajo de la cama. Trastadas sin importancia, de las que salía un mayor bien ya que servían para aumentar la confianza y el vínculo al ser confesadas.
«Maldito hijo de puta manipulador», pensé. Pero dije:
—Es usted quien manda, White.
—¿Has hablado con alguien, Dave? ¿Acerca de tu… especial situación?
Mi hija es una mentirosa pésima. Lo heredó de mí. Siempre que la confrontas con la verdad, sus labios se estiran inevitablemente en una sonrisa que acaba convirtiéndose en un pataleo al sentirse pillada. A mí me pasaba siempre con Rachel. Cuando me preguntaba si había sacado la basura, o pagado la factura del gas, o si había vuelto a comprar uno de esos ridículos rasca y gana con los que a veces picaba en el Seven Eleven. Me miraba a los ojos con media sonrisa que inevitablemente me hacía sonreír a mí también. Era tan buena en eso que a veces lograba que me riese incluso cuando era inocente, algo que me enfurecía profundamente.
—No, no lo he hecho —dije muy serio.
—Dave, sería taaaaan comprensible. En serio. Sales del hospital, vas a la cafetería andando para que te dé el aire. Por el camino te encuentras a un compañero que te deja gustoso su móvil para hacer una llamada rápida. O quizás ha sido en la cola del café, a una amigable mamá que le hacía ojitos a tu bata de médico. Tal vez, sólo tal vez, tendrías la tentación de llamar a la policía. Pero eso sería una estupidez, no conoces a nadie y en caso de involucrarlos sabes que aparecerían con sus muy sutiles corbatas, unos maestros del disfraz. Así que no, no lo harías.
—He hablado con un dependiente mal pagado y bastante maleducado al que le he pedido el café y los dónuts y he dedicado un rato a reflexionar, White. Nada más.
Mi voz sonó firme, aunque noté el temblor de mi mano izquierda al decirlo. No podía verme, sabía que no podía verme, pero aun así me metí la mano en el bolsillo de la bata y la apreté contra mi muslo hasta que dejé de temblar.
—No, no llamarías a la policía. Pero tal vez, sólo tal vez, tendrías la tentación de llamar a tu cuñada. Prevenirla. Eso también sería una estupidez. Porque si algo sucediese, cualquier imprevisto de última hora… Bueno, eso sería malo. Y no queremos eso.
—Por supuesto.
—Pero, claro, podría perdonártelo si me dijeses la verdad. Estaríamos a tiempo de arreglarlo, te lo prometo. Así que, por última vez, Dave. ¿Has hablado con la agente Robson?
Un escalofrío me recorrió la espalda. Si mentía y White me descubría, si sabía algo que yo no sabía, si yo había pasado algo por alto…, todo habría terminado. Y si decía la verdad, Kate estaba lista. La encontrarían y la matarían.
Pero Julia estaría a salvo.
Por un momento tuve la tentación de escupir la verdad, traicionar a Kate y comprar para mi hija unas preciosas horas más de vida. El ojo invisible e omnipotente de White llenaba todos los rincones. El riesgo de que él ya estuviese al tanto de mi petición de ayuda era demasiado grande. Y había prometido que la perdonaría. Sólo tenía que decir la verdad.
Así de bueno era aquel cabrón.
—No, no he hablado con Kate. Por lo que sé está en casa de sus padres.
De nuevo un silencio, este mucho más largo. Yo me mordí la cara interna del carrillo hasta que noté el sabor de la sangre inundando mi boca. Finalmente White volvió a hablar.
—El juego continúa, doctor.
Y colgó.
Me dejé caer en la silla, tembloroso por el estrés y la humillación que acababa de soportar. Mi espalda era un manojo de nudos. No podía soportar ni un solo sobresalto más. Dejé el teléfono despacio sobre la mesa, mirándolo como un cervatillo asustado miraría los faros del coche que va a embestirle. White no me había descubierto, aunque el consuelo —si es que había alguno— que se derivaba de ello era minúsculo.
Mientras intentaba serenarme, dudé si debía contarle a Kate lo que había sucedido, prevenirla de que White sospechaba que ella podía estar implicada, pero enseguida caí en la cuenta de que no podía comunicarme con ella hasta que me diese su nuevo número. Podría llamarla al teléfono del trabajo, pero me había prevenido sobre ello. Ahora no sólo teníamos que tener cuidado con los secuestradores, también con el Servicio Secreto. En aquellas primeras horas, ambos mantuvimos la ingenua fantasía de que todo podía salir bien. De que podríamos librarnos de aquella pesadilla.
Apenas había logrado reducir mis pulsaciones a su ritmo normal cuando sonó el teléfono de mi despacho. Descolgué automáticamente, aliviado de poder huir unos instantes centrándome en el trabajo.
—Evans, neurocirugía.
—Soy Wong. ¿Dónde diablos te has metido toda la tarde?
—He ido a atender al Paciente, jefa.
—Con el móvil apagado y sin responder al busca…, maldita sea, Evans.
—Han sido exigencias de los acompañantes —mentí, al menos en parte—. Y créeme, allá donde me han llevado no hubiese funcionado ni siquiera el busca.
—Bueno, ahora eso da igual. Estoy en el despacho de Meyer. Necesito que vengas cuanto antes.
Había algo extremadamente preocupante en la voz de la doctora Wong.
—¿Qué sucede, Stephanie? ¿Qué ha pasado?
—Tú limítate a venir, Evans.
No me quedó más remedio que tomar el ascensor hasta la última planta. A esas horas, casi todas las luces de aquel nivel estaban apagadas y los despachos cerrados. Los ejecutivos no son aficionados a quedarse hasta tarde, ni mucho menos. El hilo musical estaba apagado, y mis pasos amortiguados por la gruesa moqueta me daban la sensación de flotar por el pasillo desierto.
Al llegar frente a la puerta del fondo entré sin llamar, algo que cabreaba mucho a Meyer. Una inmadura muestra de rebeldía que apenas tuvo efecto, ya que la secretaria del director no estaba en su puesto.
Al otro lado me esperaban las miradas espesas y acusadoras de Meyer y Wong. Mi jefa estaba sentada de brazos y piernas cruzadas, muy seria. Meyer estaba sin chaqueta, con las mangas remangadas por encima de los codos. Estaba estirado en la silla, con las manos detrás de la cabeza. Grandes manchas de sudor oscurecían la carísima camisa.
—¿Qué es lo que has hecho, Evans? —dijo mi jefa.
—No entiendo a qué te refieres.
—No lo entiende. Dice que no lo entiende —dijo Meyer apartando la mirada de mí y clavando la vista en el techo.
—Han llamado de la Casa Blanca —aclaró Wong. Luego se detuvo, como si le costase un esfuerzo enorme continuar.
—¿Y qué han dicho?
Mi jefa siguió hablando, casi sin mover los labios.
—La has jodido, David. No vas a hacer la operación.
De pronto sentí como si el suelo bajo mis pies se hundiese de golpe, y yo me precipitase hacia un abismo enorme. Seguía de pie sobre la moqueta, pero por dentro estaba cayendo, luchando desesperadamente por agarrarme a algo que me sirviese de asidero.
Y entonces llegó el mensaje.
MAL JUGADO, DAVE.