16

Kate desapareció pasillo adelante. Yo le di tres minutos de ventaja, para evitar que alguien la viera y la relacionase conmigo. Cuando salí del tramo de escaleras que conducía a la puerta del subsótano, algo llamó mi atención al otro extremo del hall de entrada al hospital. Junto a la puerta había un hombre bajo y fornido. Manos grandes, cráneo afeitado y brillante, chaqueta negra y amplia. De ésas que dejan sitio de sobra para que no se note que llevas una pistola.

Me escondí apresuradamente tras la esquina del quiosco. Era absurdo, una reacción visceral. No podía estar seguro. No le había visto más que de noche, por el rabillo del ojo. Pero lo sabía. De algún modo lo sabía.

Aquél era el matón de acento extranjero que me había aplastado contra la pared en el exterior del Marblestone Diner la noche anterior. Y ahora estaba allí, con un ojo en la puerta de la desierta cafetería y otro en la entrada, bloqueando mi camino hacia los ascensores. Sostenía unas flores como camuflaje, como si viniese a visitar a alguien al hospital. Pero su mirada contaba una historia distinta.

«Has tardado demasiado, maldito imbécil —pensé—. Y White le ha mandado para comprobar qué hacías. ¿Acaso creías que se iba a conformar con vigilarte sólo con la cámara del móvil, con todo lo que hay en juego?».

Me aplasté contra la estantería acristalada del lateral del quiosco intentando fusionarme con las portadas de Globe, People y National Enquirer, ignorando que mi rostro estaría impreso en la portada de todas ellas una semana después. El cristal ofrecía una exigua protección. Sólo con que el matón diese dos pasos hacia delante me vería, y el hecho de estar en aquella posición no haría más que confirmar sus sospechas. Ni siquiera podía echar mano de mi teléfono para simular que había buscado un rincón privado para hablar con alguien, porque se suponía que estaba sobre la mesa de mi despacho.

«¿Habrá visto a Kate? ¿Sabrá quién es? Tienen que saberlo, si me están espiando desde hace tiempo TIENEN que saberlo. Tienen que haber visto fotografías de ella. Si saben que está aquí se acabó para Julia. Si sospechan que no he ido a comer…»

Volvió la cabeza en mi dirección y yo me aparté de la esquina desde la que espiaba, muerto de miedo, sintiéndome pequeño y ridículo, escondiéndome en mi propio hospital. De pronto ya no tenía treinta y ocho años, no era un neurocirujano reconocido, no medía metro noventa. Volvía a tener ocho años y me ocultaba detrás de una alacena de la cocina, esperando a que los chicos mayores con los que compartía espacio en la enésima casa de acogida encontrasen una diversión mejor que buscar al nuevo para pegarle una paliza. Han pasado tres décadas y aún recuerdo el tacto rugoso y desgastado del lateral de aquel mueble comprado en un mercadillo, el olor a barniz mal secado aplicado por los dueños de la casa, el ruido rasposo de mi jersey contra la madera mientras los abusones tiraban de mi pie para sacarme de mi escondite.

La base de aquel miedo antiguo y del que estaba sintiendo tras el quiosco era la misma. Y sin embargo la causa era completamente diferente, porque ya no tenía miedo por mí mismo, sino por Julia. Ser padre transforma el temor propio en el temor de que alguien a quien amas pueda desaparecer. Y por eso yo no podía fallar.

«¡Piensa, piensa, piensa!».

En ese momento fue cuando se cruzó una de las mujeres de la limpieza y tuve la idea.

Estaba a cinco o seis metros de mí. Tan lejos que podía haber estado en Texas. Imposible acercarme a ella sin quedar al descubierto. Intenté hacerle señas, pero no me vio, enfrascada en remover el polvo con su escoba.

—¡Eh, aquí! —susurré, sin éxito.

«La he visto antes, lleva años en el hospital».

Me había cruzado con ella un millar de veces. ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo demonios se llamaba? Desde donde estaba no alcanzaba a leer la etiqueta de su identificación. Pero la había escuchado hablando con sus compañeras en el ascensor. Marcela, o Laura, era un nombre hispano…

—Amalia —dije, recordando de repente—. ¡Amalia!

Ella se dio la vuelta y se acercó a mí empujando su carrito de la limpieza. Uno de esos grandes, con un contenedor de basura en la parte central.

—Es Amelia, doctor. ¿Qué se le ofrece? —dijo ella sonriendo con amabilidad.

—Tengo un problema que no le puedo explicar —dije llevándome la mano al bolsillo y sacando el dinero que había sobrado de mi almuerzo. Uno de los billetes de veinte, y un par de dólares sueltos. Los saqué hechos una pelota, sin separar la espalda de la estantería de cristal, y se los puse en la mano. Ella me miró con extrañeza—. Escuche, Amelia, voy a hacer algo que le va a parecer muy extraño. Sólo le pido que por favor se olvide de lo que va a ver, ¿de acuerdo?

Amelia se encogió de hombros, mientras se guardaba el dinero en el bolsillo.

—Se sorprendería de las cosas que he llegado a ver aquí, doctor.

Me asomé lo bastante para comprobar que el matón no miraba hacia nosotros y sólo entonces me atreví a dar un paso hacia Amelia. Para su asombro, me agaché y comencé a rebuscar dentro del contenedor de basura.

—Retiro lo dicho. Eso sí que no lo había visto nunca —dijo ella.

No le presté atención, pues estaba demasiado ocupado buceando entre el contenido de las papeleras de la planta baja del hospital. Aparté ejemplares del Post, latas chorreantes y envoltorios pringosos hasta dar con lo que necesitaba.

Una bolsa para llevar de Starbucks.

Estaba bastante arrugada y uno de sus lados estaba empapado de algo que confiaba que fuese café, pero si la colocaba pegada a mi cuerpo no se notaría. Volví a colocarme tras la estantería y la abrí. Dentro había un vaso vacío y media rosquilla mordisqueada. Saqué la rosquilla y me la puse en la boca, sosteniéndola entre los dientes sin llegar a morderla.

—Dios mío, querido. ¿Tan mal les pagan ahora, doctor? Si quiere puedo devolverle los veinte pavos.

Negué con la cabeza y le guiñé un ojo. Intentaba ser simpático, pero con aquella rosquilla ajena en la boca pareció la mueca de un desequilibrado. Amelia puso los ojos en blanco y se alejó empujando su carrito.

Yo caminé hacia el centro del hall, intentando mantenerme en la periferia de la visión del matón. Desde donde estaba controlaba perfectamente la puerta, así que no creería que yo venía de la calle. Pero aquél era un hospital grande. Podría pensar que había empleado la entrada de urgencias, aunque nadie que trabajase allí daría toda la vuelta al edificio para salir. Pero eso él no podía saberlo a no ser que tuviesen allí a otro tipo vigilando, o al menos en eso confiaba yo desesperadamente.

Fue entonces cuando me vio.

Yo aparenté indiferencia. Caminé hacia los ascensores, despacio, sintiendo su mirada sobre mi oreja derecha, sosteniendo la bolsa de forma que el logo verde de la sirena quedase orientado hacia él, como un escudo protector. Me di cuenta entonces de lo ridículo que parecería con la rosquilla entre los dientes, así que me obligué a pegarle un buen bocado. Por el extremo por el que la mordí aún conservaba la saliva de su dueño anterior. Había algo pegado en la parte inferior, pegajoso y deslizante, quizás un pedazo de servilleta o tal vez del ticket de compra.

Repetí para mis adentros lo que había aprendido en la Facultad de Medicina acerca de los ácidos del estómago y lo buenos que eran destruyendo gérmenes, mientras ignoraba todo lo que sabía acerca del herpes, la mononucleosis y la meningitis. Me obligué a tragar el bocado y sus añadidos, mientras enfilaba el ascensor, dándole la espalda al matón.

—Hola, David —me saludó Sharon Kendall, una de las anestesistas con las que solía operar. Iba en mi misma dirección, leyendo el historial de un paciente—. ¿Tienes quirófano hoy? No te he visto en la lista.

—No, nada hasta el viernes. La jefa me va a dar descanso.

—Qué suerte. Hoy tengo tres, por suerte, son sencillas. Y mañana día libre. Llevaré a los niños al cine.

—¿Un jueves?

—Me da igual si duermen un par de horas menos. Si no dejan de taladrarme los oídos con que los lleve a ver la nueva de Pixar, me suicido. —Se dio cuenta entonces de lo que acababa de decir y se llevó la mano a la boca—. Oh, lo siento, David. No quería…

—No tienes por qué.

—Era sólo una forma de hablar.

—No te preocupes.

El ascensor llegó, escupió una docena de personas, y ambos entramos. Me di la vuelta, más preocupado de ver qué pasaba con el hombre calvo de la cazadora de cuero que por los comentarios de la doctora Kendall. Me di cuenta de que ella había tomado la sequedad de mis respuestas como señal de que me había ofendido, pero poco podía yo hacer al respecto. Estaba demasiado ocupado intentando vislumbrar aquella cabeza afeitada entre las espaldas de todos los que habían salido del ascensor. Seguí mirando mientras las puertas se cerraban, pero era inútil.

Ya no estaba allí.