Dejé pasar un par de minutos en silencio mientras Kate se serenaba. Yo no dije nada para disculparme, no pedí perdón por involucrarla en el secuestro de Julia, ni tampoco me quejé de la injusticia de lo que nos estaba sucediendo. Incluso si, al precio que fuera, lográbamos salvar a Julia, todo estaba ya arruinado. Allí mismo, en aquel subsótano, nuestras carreras profesionales habían quedado destruidas para siempre. A mí me echarían del colegio de médicos y a Kate del Servicio Secreto. Eso si no acabábamos en la cárcel. Habíamos conspirado para cometer un delito de encubrimiento, que en el caso de Kate comportaba además el de alta traición.
Y sin embargo lamentarse no iba a servir de nada. El señor White nos había sucedido, como el cáncer o una tormenta en alta mar. Pensar «¿por qué me está sucediendo esto a mí?» —número uno de los grandes éxitos de la autocompasión— era absurdo. Por mucho que Kate me acusase de obligarla a elegir, yo no tenía elección alguna. Y ella tampoco.
Teníamos que proteger a Julia por encima de todo.
Cuando Kate se repuso lo suficiente como para mirarme de nuevo a la cara, algo había cambiado dentro de ella. Fue un cambio sutil, y me habría pasado desapercibido si no lo hubiese estado esperando. Pero estaba allí, escondido detrás de sus ojos, aunque en aquel momento no supe identificarlo.
Tampoco tuve tiempo. Kate comenzó a hablar en un tono frío y profesional. Una vez asumido lo que iba a suceder, la parte de su cerebro que se dedicaba a esto tomó el control. Me preguntó fechas, lugares, detalles. No apuntó nada de lo que le dije, pues no podía quedar constancia en ninguna parte de lo que yo le contaba. Simplemente se limitó a recordarlo.
—David, quiero que comprendas una cosa —me dijo—. Yo he recibido una formación básica como agente federal además de la específica del Servicio Secreto, pero no tengo ninguna experiencia en secuestros.
—No acudas a nadie más, Kate. Tienes que prometérmelo.
—Ese es precisamente el problema, David. Que estoy sola. Esto no va a salir bien.
—¿Tienes una alternativa mejor? ¿Confías lo bastante en alguien como para contarle lo que le ha sucedido a Julia sin que antes de una hora lo sepa todo Washington?
Ella se miró la punta de las botas, buscando una respuesta que los dos sabíamos de antemano.
—No. Esto es demasiado gordo. Quien lo destape será famoso. Y Julia sólo será una nota al pie de página de su informe. No puedo contar con nadie.
—Yo puedo ayudarte —interrumpí.
—No, no puedes. Eres el padre de la niña, no tienes entrenamiento y además si me ven cerca de ti sospecharán enseguida. No podemos descartar que haya alguno de ellos vigilándote.
—No sólo eso. Ellos… le han hecho algo a mi teléfono. Controlan las llamadas que hago, y creo que también pueden escuchar las cosas que digo. Y son capaces de enviarme mensajes a partir de las alertas en pantalla.
—Es como si el dispositivo se hubiese convertido en un esclavo de un operador remoto —asintió pensativa—. De esta forma a los secuestradores no les es necesario colocar un localizador, dispositivos de escucha y cámaras de vigilancia sobre el sujeto. Todo eso ya lo hace tu iPhone por ellos. Deben de activar de forma permanente el micrófono de manos libres, la cámara y el chip GPS. Ni siquiera tienen que molestarse en ponerle pilas, qué demonios. Ya lo hace el propio sujeto espiado muy amablemente, recargando la batería cada noche.
—Ahora que lo dices, la batería se me gasta mucho antes últimamente…
—Por todos los servicios que tienen activados sin que te des cuenta. Los muy cerdos…
—¿Eso te dice algo de ellos?
Kate se mordió los labios con preocupación.
—Para empezar, que son muy buenos. Y que saben muy bien lo que hacen. ¿Dices que tu móvil se apagó antes de subir al coche con los agentes que vinieron a buscarte?
—No fue un apagado normal. La pantalla hizo un parpadeo extraño.
—No sé cómo lo hicieron, pero sé por qué. Hay una serie de contramedidas electrónicas que rodean al Presidente. Algunas son de dominio público, como los disruptores de frecuencia que evitan que alguien active una bomba por control remoto al paso de la comitiva presidencial. Y otras son secretas, como un aparato que escanea la habitación en la que él se encuentra en busca de dispositivos de vigilancia. Por eso apagaron el móvil, porque de haberlo tenido encendido les hubiésemos descubierto.
—Así que hay algo dentro de él que no es normal.
—Si pudiera echar mano de ese teléfono y llevarlo a mis compañeros de delitos informáticos sabríamos mucho más de estos tíos en cuestión de horas. Hackear un aparato de esa forma es un trabajo muy, muy difícil. No hay mucha gente en el mundo capaz de hacer algo así, y no puede hacerse sin dejar rastro. Pero llevarme tu móvil está descartado. Si al menos…
—¿Qué?
—Me sería de utilidad saber si has perdido de vista el teléfono por algún periodo de tiempo largo, si lo mandaste al servicio técnico o algo.
Me quedé pensando un momento, intentando hacer memoria.
—Hará un par de semanas me desperté una mañana y el teléfono no se encendía. Llamé a Apple y me enviaron uno nuevo aquel mismo día. Yo hice una restauración desde mi copia de seguridad y no pensé más en ello.
—Entonces no modificaron tu teléfono. ¿Recuerdas al mensajero?
—No, porque… —Me di una palmada en el muslo de pura frustración, al comprender lo que había sucedido—. Fue Svetlana quien recibió el paquete.
—Tranquilízate, David.
—¿Cómo quieres que me calme? ¡Acogí a esa mujer bajo mi techo! ¡Le dejé al cuidado de mi hija, por Dios!
—Tampoco es que tú hayas prestado nunca mucha atención a lo que sucedía en tu propia casa, ¿verdad? —dijo ella sin poder contenerse, con los ojos encendidos.
Yo parpadeé ante el ataque. Allí estaba, por fin. La conversación que nunca habíamos tenido, la que siempre quedaba pendiente entre nosotros. Todo lo que ella quería decirme y yo rehuía responder, flotando en el metro y medio de oscuro pasillo que nos separaba, lacerante y ominoso, como un ave de negras alas. Acechando en los finales de frases, agarrado al reverso de las palabras, engordando alimentado por mi culpa y su resentimiento. Teníamos que hacerle frente, antes o después. Pero no era el momento, así que me limité a intentar ahuyentarla.
—Adelante, vamos. Cúlpame de esto también, si eso te hace sentir mejor. Pero el sarcasmo no va a devolverle la vida a tu hermana. Ni tampoco a Svetlana. Asesinaron a uno de los suyos, sin necesidad. Sin piedad. ¿Qué no le harán a mi hija, que encima les estorba?
Kate resopló y apartó la vista. Finalmente decidió cambiar de tema.
—Está bien, empecemos por el principio. ¿A qué hora está programada la operación del Presidente?
—A las nueve de la mañana del viernes.
Ella sacó su teléfono y programó un temporizador. Me mostró la pantalla.
40:19:11
—Tengo poco más de cuarenta horas para localizarla.
Nos miramos en silencio. No hacía falta remarcar la enormidad de la tarea.
—Es una cantidad de tiempo ridícula, Dave. Lo sería incluso para un equipo completo de agentes del FBI con todos los recursos del mundo a su disposición.
—Si ellos entraran en juego lo único que recuperaríamos sería un cadáver.
Ella asintió. No quedaba más remedio que continuar.
—Esta mañana, cuando te despertaste…, ¿bajaste al sótano?
Meneé la cabeza.
—¿Para ver si el cuerpo seguía allí? No, no tuve valor —reconocí, avergonzado.
—Dudo mucho que hayan dejado el cadáver allí abajo. Si se molestaron tanto en limpiar la habitación de ella fue por una razón muy clara.
—La niñera es el único vínculo con White.
—Exacto. Así que no nos iban a dejar todo un cuerpo como regalo. Esforzándose tanto en eliminar las pistas nos han marcado el camino a seguir.
—¿A través de Svetlana?
—Tengo que seguir sus huellas. En algún punto éstas nos llevarán a White o a su círculo.
—¿Y cómo pretendes hacerlo?
—Tengo que ir a tu casa, David.
Al escuchar aquello me dio un vuelco el corazón. La noche que había pasado prácticamente en blanco, pensando en cuál iba a ser mi siguiente movimiento, en cómo iba a lograr traer a Julia de vuelta sin cometer un asesinato, había dejado factura. Después de recibir el mensaje de White en el que me dejaba claro que había oído mi susurro, cada sombra de mi propia casa me parecía albergar un enemigo. Estaba seguro de que habían plantado dispositivos de vigilancia y sabe Dios qué más dentro de ella, y que con eso se aseguraban conocer todos mis movimientos.
—Kate, allí han puesto cámaras. White me lo dejó muy claro esta mañana cuando me llamó. Podía verme, y si entras allí sabrá que hemos hablado. Y Julia morirá.
—Piénsalo, David. Tenemos dos únicas pistas que pueden conducirnos a White. El teléfono es demasiado arriesgado. Sólo nos queda buscar en tu casa algún rastro de Svetlana.
—Es muy peligroso —dije, resistiéndome a ceder, aunque sabía que ella tenía razón.
—Es el único modo. Tendré que encontrar una forma de entrar. Pero en algo tienes toda la razón: no podemos volver a vernos hasta que todo esto concluya.
—¿Y cómo nos comunicaremos?
—Desde luego, no por ese móvil desechable que le sacaste al pandillero. Tendrás que llevarte mi teléfono personal —dijo mientras manipulaba una Blackberry algo anticuada—. Le he quitado el sonido y la vibración, aunque la pantalla se sigue iluminando cuando alguien llama. Tendrás que tener mucho cuidado con eso para que White no te descubra. Escóndela bien y compruébalo de vez en cuando.
—¿Desde dónde me llamarás?
—Compraré otro móvil esta tarde —dijo alargándome la Blackberry. Cuando fui a cogerla, me tomó por la muñeca y clavó sus ojos en los míos.
—Una cosa más, David. Por respeto a la memoria de mi hermana, y porque amo a Julia con toda mi alma, voy a ayudarte a traerla de nuevo a casa. Pero quiero dejar mi posición muy clara. No sé lo que pasará de aquí al viernes, pero sí sé lo que no va a pasar. Ocurra lo que ocurra, no voy a dejar que cedas al chantaje de White. Si no hemos logrado recuperarla antes de que este contador llegue a cero, haré una llamada y te sacarán del quirófano. ¿Me has comprendido?
Su voz era fría, transparente y aguda como un puñal de hielo entre las costillas. Quise discutir, quise apelar a la sangre y a la responsabilidad que ambos compartíamos sobre la niña. Pero sabía que ya le estaba pidiendo demasiado. Y en aquel momento necesitaba ganar tiempo, por encima de todo. Así que todo lo que dije fue:
—He comprendido.
Entonces me soltó. Me inundó una terrible desazón, pues por fin supe identificar cuál era el cambio que había visto en los ojos de Kate.
Yo ya no era alguien de su familia que le había fallado.
Ahora era un sospechoso.