14

—Julia ha sido secuestrada.

La expresión de sorpresa de Kate fue mayúscula. Se separó de la pared y caminó hacia mí.

—¿Qué dices? ¿Estás seguro?

—Completamente —dije mirándola fijamente. Quería escoger mis palabras con cuidado.

—¿Cuándo ha sido?

—Ayer por la noche, entre las nueve y las once.

—Maldita sea, ¿y no has avisado aún a la policía? ¡El FBI tiene que entrar en acción cuanto antes, David! —Sacó el teléfono del bolsillo de la cazadora y comenzó a marcar—. Tengo un amigo allí que…

La tomé del antebrazo, deteniéndola.

—No, Kate. Me han dicho que no lo haga.

—Es lo que dicen siempre, maldita sea. Si por ellos fuera… Joder, tenemos que llamar cuanto antes.

—No puedo, Kate.

Se separó de mí con un tirón y volvió a marcar en el teclado del móvil. Había un tono de alarma en su voz que jamás había oído antes, como si las palabras huyesen de su boca desesperadas. En alguien que solía ser sólido como una roca, aquello era inaudito y sobrecogedor.

—¡Las primeras horas son cruciales! Y tú tienes que reunir todo el dinero en efectivo que puedas. ¿Te han dicho ya cuánto quieren?

—No quieren dinero, Kate. Y no vas a avisar a nadie.

—No hay cobertura aquí abajo. —Alzó el teléfono y lo agitó, en ese gesto inútil que hacemos todos intentando que crezcan en la pantalla las barras mágicas que nos conectan con el resto del mundo—. Tenemos que subir y llamar cuanto antes.

—Ya sé que no hay cobertura, Kate. Por eso te he traído aquí, donde nadie pueda vernos ni oírnos.

Ella dejó de agitar el móvil y giró la cabeza hacia mí, muy despacio. Tenía los ojos entrecerrados, y en ese momento me di cuenta de lo increíblemente paranoico que sonaba lo que acababa de decir y lo sospechoso de mis actos de las últimas horas.

—David, ¿es esto verdad? ¿Le ha pasado algo a Julia, algo que quieras contarme?

No sería el primer viudo conmocionado que perdía la cabeza y hacía algo terrible, algo drástico e imperdonable para facilitar su propia salida de este mundo. Por eso muchos maniacodepresivos se llevan por delante a su familia.

—No, Kate, es que…

—David, ¿dónde está Julia?

Tardé unos instantes en responder. Y cuando lo hice fue de la peor manera posible.

—Yo…, todo esto es culpa mía, Kate. Ojalá puedas perdonarme —dije adelantando la mano hacia ella.

Kate también tendió su mano, pero en lugar de tomar la mía, me la dobló por la muñeca y aprovechó la inercia para hacer girar mi cuerpo y aplastarme la cara contra la pared. Medía siete pulgadas menos que yo y pesaba veinte kilos menos, pero me redujo en menos de un segundo. No intenté revolverme porque quería convencerla de que no estaba loco, aunque tanto daba lo que yo quisiese. Con aquella presa que hacía sobre mi brazo, podría dislocarme el codo con una leve presión.

—Dime dónde está la niña o juro por Dios que te rompo el brazo, David. Hablo en serio.

Ella apretó un poco mi brazo, y yo resoplé de dolor.

—¡Se la han llevado, Kate! ¡Suéltame ya, joder! ¡Así no la ayudamos!

Nos quedamos quietos durante un instante interminable. Podía escuchar a las ratas bullendo a pocos centímetros de mis orejas, y el gorgoteo de los residuos flotando dentro de los tubos de desagüe. La pared olía a cal y a humedad.

Finalmente me soltó y retrocedió un poco.

—Gírate.

Obedecí, frotándome el hombro y la cara en los puntos en los que había tocado la pared. Ella estaba muy cerca, escudriñándome, buscando en mi cara indicios de que mentía. Estaba demasiado cerca, y por extraño que pareciese, aquello me hizo sentir aún más incómodo que la maniobra inmovilizadora a la que me había sometido antes. Yo tenía la boca pastosa y acetona en el aliento, así que procuré respirar por la nariz hasta que ella retrocedió por fin.

—Lo siento, David. Me he puesto nerviosa.

—¿Me crees ahora?

Kate puso los brazos en jarras, sin quitarme la vista de encima.

—Creo que Julia ha desaparecido y que no has sido tú. Pero sé que no me estás diciendo toda la verdad, David.

—Lo haré con una condición. Quiero que me escuches hasta el final. Si después sigues queriendo llamar al FBI, no te lo impediré.

Ella lo consideró un momento y luego asintió.

—Empieza a hablar.

Y eso hice.

Comencé por la operación de Jamaal Carter, conté cómo había llegado a casa y no había nadie. Y cómo había un penetrante olor a lejía en la habitación de Svetlana.

—Lo han hecho para borrar el rastro de ella. Cualquier resto de ADN, o sangre si es que hubo pelea.

—No, no la hubo. Ahora llegaremos a eso, pero ella está muerta.

—Llevaba poco en tu casa, ¿no? Debía de trabajar con los secuestradores.

Asentí y le expliqué cómo había ido a toda velocidad hasta la casa de sus padres en Falmouth, cómo había discutido con Jim y cómo éste había perseguido mi coche bajo la lluvia.

—Esta mañana tenía un resfriado y un humor de perros. Tendría que haber sabido que era por tu culpa. Eres el único que conozco que es capaz de sacarle así de sus casillas.

—Eso decía siempre Rachel.

Hubo un silencio desagradable y Kate apartó la mirada.

—Háblame de ese mensaje que recibiste.

—Me citaba para encontrarme con alguien en una cafetería a la que suelo ir a diario. Allí estaba él.

Hice una pausa y tragué saliva. Iba a decirle su nombre a alguien por primera vez. Todo lo que le había contado a Kate rompía por completo las normas que él me había impuesto. Pero de alguna forma el pronunciar su nombre en voz alta era el pecado definitivo, incluso en la profundidad del subsótano del Saint Claire.

—El señor White.

Se lo describí con todo lujo de detalles, a él y a sus acompañantes. O al menos lo que había podido percibir de ellos, que no era mucho. Pero al parecer lo que sabía del jefe tampoco era gran cosa.

—Tiene un aspecto demasiado común, David. Y a no ser que esté fichado, sin una foto o sin un nombre auténtico eso no nos sirve de nada. ¿Para qué demonios quería verte cara a cara? No es el comportamiento habitual.

Le hablé de la conversación con White. De su voz educada y peligrosa. De sus ojos de tiburón y de sus ademanes controlados. Del iPad con el que controlaba el zulo donde mantenían a Julia.

—Y después de enseñármelo… me dijo lo que querían.

Kate, que escuchaba atentamente con la cabeza ladeada y dando ligeros golpecitos con el pie en el suelo, se detuvo de pronto y se volvió hacia mí muy, muy despacio.

Tenía los ojos muy abiertos, y había terror en ellos.

—David… ¿Qué te han pedido, David?

Se lo dije.

—No.

Retrocedió hacia el pasillo.

—Kate.

—No —repitió, meneando la cabeza—. Tengo que informar al jefe de mi destacamento. Tenemos que poner a salvo al Presidente ahora mismo.

—No puedes hacerlo, Kate. Si lo haces matarán a Julia.

—¡David, soy una agente del Servicio Secreto! ¡Hay un complot para matar al Presidente, joder! ¡Y tengo al puto asesino delante!

—Es tu sobrina, Kate. Sólo tiene siete años.

Ella se detuvo, muy quieta durante un par de segundos. Puso los ojos en blanco, me dio la espalda y se dobló sobre sí misma, vomitando en el suelo de pura tensión. Con un brazo apoyado en la pared, su cuerpo se agitó varias veces, mientras el vómito salpicaba el empeine de sus botas de cuero con tacón.

La contemplé de lejos mientras intentaba recomponerse, sintiendo la pena y la rabia que la embargaban. No podía consolarla, a pesar de que todo mi cuerpo me pedía acercarme y abrazarla, pero hubiese sido contraproducente. Una de las primeras cosas que aprendí como médico es que hay muchas más formas de dañar a las personas que de ayudarlas. Por triste y cínico que suene, hay menos posibilidades de equivocarse no haciendo nada.

A pesar de ello, y como soy un imbécil, le puse una mano en el hombro. Kate se desasió bruscamente, y yo retrocedí. Me estaba bien empleado.

Me inundó una profunda compasión por ella. Sé bien lo que es recibir una noticia que pone tu mundo patas arriba. El corazón se detiene por una fracción de segundo, como si te hubiesen robado un latido, porque tu cuerpo reacciona antes que tu mente, y le gustaría detener el tiempo en ese preciso momento. Pero el mundo no va a pararse aunque tu corazón lo haga, así que sigue latiendo, y la información llega a tu cerebro. Si eres inteligente —y Kate lo era, y mucho—, en ese momento lo que acaban de decirte se convierte en una chispa eléctrica que hace parpadear una bombilla. La luz revela una habitación oscura y llena de pesadillas, un cuarto que siempre había estado ahí pero en el que no te atrevías a entrar. Tu vida ya no transcurrirá en la sala de estar donde ponías los pies en alto mientras un alegre fuego bailaba en la chimenea. No, tu vida ahora tendrá lugar en esa húmeda y lóbrega celda. Y hay más sombras tras las paredes, sombras que no te atreves a nombrar.

Nada va a ser lo mismo. Y eso es inaceptable.

Así que te niegas a aceptarlo. Atacas la información desde todos los ángulos posibles. Si es incuestionable, tu mente busca a toda velocidad opciones que te permitan seguir en la sala de estar, lejos de la celda tenebrosa. ¿Por qué creen que las noticias de los accidentes mortales se dan en persona? Se sorprenderían de la de veces que un policía tiene que evitar que una persona se pegue un tiro diez segundos después de comunicarle que su esposa o marido no volverá esa noche, ni ninguna otra.

Cuando sabes que no hay opción, cuando sabes que la nueva realidad es inamovible, tu cuerpo reacciona de nuevo, por segunda vez. Kate lo había hecho doblándose sobre sí misma y vomitando. Cuando se incorporó golpeó las tuberías varias veces, arrancando de ellas sonidos tan huecos y metálicos como su propia frustración, soltando maldiciones hasta que descargó toda la rabia.

Después se apoyó en la pared y me miró, llorando.

—Maldito seas, Dave. Maldito seas por obligarme a elegir.