13

Cuando los agentes del Servicio Secreto me dejaron sobre los muy aristocráticos adoquines de Kalorama a un par de manzanas del hospital, parpadeé asombrado por el choque de normalidad. Como si nada hubiese sucedido, como si todo aquello no hubiese sido más que un mal sueño.

Pero no lo era. Mi culo seguía dolorido por dos trayectos en el suelo del coche, la manga de mi bata blanca seguía arrugada en el punto en el que la mano del Presidente me había aferrado con la fuerza de un gato hidráulico.

Y Julia seguía en poder de un psicópata sin entrañas.

Al pensar en White saqué el teléfono del bolsillo, dispuesto a encenderlo, pero no hizo falta. La pantalla estaba iluminada, y cuando la miré me dio un vuelco el corazón. Porque no mostraba el aburrido fondo azulado que venía preinstalado con el teléfono, sino el otro. El que yo había quitado un par de meses atrás porque me resultaba demasiado doloroso mirarlo. Aquél con la foto de Julia y Rachel compartiendo un helado de fresa. Había más helado en la camiseta de Julia que en el cucurucho.

Me quedé conmocionado por un instante. El cabrón malnacido era capaz de jugar con mis recuerdos y sentimientos como si fuesen piezas de ajedrez. Ni siquiera me había enviado uno de sus mensajes y ya había conseguido atenazarme de nuevo por el cuello sin remisión con aquella imagen. Estaba recordándome lo que había en juego. Como si pudiese dejar de pensar en ello.

Me obligué a apartar la mirada del rostro de diablillo feliz de Julia o de la expresión pretendidamente enfadada de Rachel, y la fijé en la hora del teléfono.

Pasaban las cuatro de la tarde. Llegaba tarde a mi cita.

Las piernas me temblaron y fui repentinamente consciente del agotamiento. Apenas había comido o bebido nada en las últimas veinticuatro horas, y un par de horas de sueño agitado no ayudaban demasiado. Si continuaba en aquel estado corría el peligro de cometer algún error fatal, y en aquellos momentos no me lo podía permitir. Dudé entre apresurarme a la cita o desviarme a tomar un bocado, y finalmente sacrifiqué unos minutos para pasar por mi despacho a buscar dinero.

Por mucho que rugiese mi estómago, había una razón aún más importante para retrasarme: necesitaba una coartada. Mi teléfono, aquel maldito artilugio infernal, no podía acompañarme allá donde iba, o White me descubriría al instante. Coloqué el aparato encima de mi mesa mientras sacaba un par de billetes de veinte de la cartera. Intentando fingir despreocupación, me asomé a la puerta y le grité a la compañera del despacho de al lado que iba a por algo de comer, que si quería algo de la cafetería. Confiando en que el despiste pareciese casual, cerré la puerta y caminé hacia el ascensor lo más deprisa que pude.

—¡Doctor Evans! —me avisó Carla, la jefa de enfermeras del turno de tarde—. Ha llamado la doctora Wong preguntando por usted insistentemente. Y también Meyer.

—Estoy muerto de hambre. No tengo tiempo para esas mierdas ahora —dije sin volver la cabeza.

No me hacía falta mirarla para saber que se había quedado con la boca abierta. Carla era una abeja reina. Una de las que, cuando se retiran a la sala de descanso para comer lo que cada una de las enfermeras ha llevado cocinado de casa, mira fijamente a aquélla que ha traído un plato cuyo olor le molesta y le recrimina, suave y bajito, hasta hacerla llorar. Nadie le lleva nunca la contraria.

Carla no me caía bien, por lo que procuraba tratarla con la extrema cortesía que reservo para la gente desagradable. La salida de tono le resultó completamente inesperada, y por un breve instante su confusión me hizo sentir un poco mejor. Fue un alivio breve y mezquino, que se volvió contra mí mientras tomaba el ascensor y bajaba hasta la triste y solitaria cafetería. No estaba precisamente cumpliendo las órdenes de White de ser educado y volar bajo el radar. Para colmo, mi jefa me echaría la bronca por haber desaparecido tantas horas, haberme saltado la ronda con los estudiantes y Dios sabe qué más.

La visión de los alimentos colocados bajo la fría luz fluorescente no contribuyó a mejorar las cosas. Nunca comía en la cafetería si podía evitarlo, como la mayor parte del personal del Saint Claire. Aquellos restos orgánicos flotando en grasa eran cualquier cosa menos comestibles. Lo único bueno de que aquella cafetería estuviese en un hospital de élite es que si te daba un infarto después de tragar aquello, la unidad de enfermedades coronarias estaba a pocos metros.

Estaba mareado y débil de inanición, pero no podía retrasarme más. Cogí apresuradamente un puñado de barritas energéticas y una Coca-Cola —nunca nada cocinado allí, bajo ninguna circunstancia— y pagué a la aburrida cajera. Le dediqué una sonrisa, intentando en parte corregir mi mal humor de antes con la jefa de enfermeras, pero no recibí nada a cambio. Ningún pensamiento parecía perturbar el espacio tras su rostro inexpresivo.

No utilicé el ascensor. Los de aquel lado del edificio sólo bajaban de la primera planta si usabas una llave que yo no poseía. En lugar de eso descendí por las escaleras situadas junto al quiosco de prensa y regalos engullendo desesperadamente una de las chocolatinas con cereales y fruta. El azúcar inundó mi torrente sanguíneo confiriéndome una energía que sabía que iba a necesitar. Llegaba muy tarde, así que descendí los cuatro tramos de escalera a toda prisa, algo nada inteligente llevando los ridículos zuecos del hospital. No había mes en que en traumatología no atendiesen a un compañero por caerse por las escaleras mientras consultaba la ficha de un paciente o por ir distraído con el móvil. Aquellos escalones de granito tenían los bordes desgastados e irregulares tras más de siglo y medio de uso. Las bandas antideslizantes que la dirección del hospital colocaba insistentemente nunca agarraban bien, se despegaban y formaban nudos, convirtiéndose en trampas pegajosas que causaban más accidentes de los que evitaban.

El Saint Claire es como una anciana dama victoriana. Aparentemente hermoso por fuera, con sus hermosas enredaderas trepando por el ladrillo rojo y sus grandes ventanales. Pero por dentro es una vieja zorra traicionera, llena de manías, de problemas y de secretos. Los más inconfesables transcurren en el subsótano, separado de las escaleras por una puerta que debería estar cerrada con llave, pero que nunca lo está. El director anterior a Meyer fue el último que se molestó en hacer cumplir aquella norma, que yo sepa. Colocó una cerradura y avisó a todo el personal de que únicamente los empleados de mantenimiento y el personal de la morgue podrían acceder allí. A la mañana siguiente la cerradura había aparecido perforada con un taladro, lo que es irónico si tenemos en cuenta el uso que los fogosos internos le dan a los oscuros pasillos y discretos recovecos del subsótano.

El director, un metodista reformado, mandó llamar a un cerrajero y envió a todos un memorando quejándose del vándalo que había destrozado la propiedad del hospital. En su nota insistía en que el personal debía guardar la compostura y «abstenerse de emplear las zonas menos transitadas del hospital para prácticas indecentes, impropias del decoro debido a nuestra profesión y a esta centenaria institución». La cerradura apareció destrozada al día siguiente, y al otro, y al otro. Y así hasta veinte mañanas en las que el cerrajero se hizo de oro. La vigesimoprimera noche el vándalo se volvió creativo y trajo una sierra circular para recortar un gran pedazo de puerta alrededor de la cerradura. Para alivio de todos salvo del cerrajero, el director cejó en su empeño de mantener al personal alejado de su necesario desfogue nocturno.

Nadie se había molestado en arreglar el agujero de la puerta. La enorme herida en la madera se había vuelto oscura con el tiempo, pero seguía conservando los bordes astillados, como descubrí de la peor manera al empujarla a toda prisa. Acariciándome el antebrazo en el punto en el que me había rascado la piel, miré a mi alrededor, intentando recordar el camino. La morgue quedaba a la derecha, en el lado más conocido de aquel laberinto de luces desvaídas. De frente estaba la lavandería y el área de procesamiento de desechos médicos, un lugar siniestro con un montón de pegatinas de peligro biológico donde había que estar muy loco para entrar. Y a la izquierda, bastante más lejos, estaban los generadores y el cuarto de calderas. Dicen los médicos más veteranos que debajo de este hay una entrada a un segundo subsótano, mucho más grande, que lleva cerrado desde hace décadas. Si eso es verdad, no quiero ni imaginar los horrores que pueden acechar allí abajo. En esta planta, a pesar de las toneladas de raticida que los celadores vierten por cada esquina, los roedores campan a sus anchas. Si te detienes unos minutos en silencio en mitad de un pasillo los oyes en el espacio entre los muros y las decenas de tubos humeantes, chillando y correteando. Pero yo en ese momento lo único que era capaz de escuchar era mi propia respiración entrecortada, corriendo ya sin disimulo por los pasillos. Me equivoqué dos veces de camino en una intersección, pero por fin logré orientarme de nuevo.

Llegué a la puerta del cuarto de calderas con la lengua fuera y un punzante dolor en el costado. Mientras intentaba recobrar el aliento con las manos apoyadas en las rodillas, escuché un ruido a mi espalda.

—Llegas tarde, David.

Allí estaba Kate, vestida con una chaqueta de cuero y unos vaqueros. Tenía la espalda apoyada contra la pared y los brazos cruzados. Me miraba fijamente, con sus ojos oscuros, profundos y afilados. Ojos de yegua en cara de gata, ojos que ven demasiado. La mandíbula fuerte y recta apuntaba en mi dirección, ligeramente levantada. Estaba agotada y cabreada, por mencionar sólo la superficie. La marea de sentimientos que bullía debajo, desde la muerte de Rachel e incluso antes, era demasiado compleja. Yo lo sabía, y ella sabía que yo lo sabía, lo cual hacía todo más lioso y agotador. Nos habíamos distanciado desde entonces, y ella no había visto a Julia más que en las escasas ocasiones en que habíamos coincidido en casa de mis suegros. Eso también era doloroso, porque ambas se adoraban. Eran igual de impetuosas, cariñosas e irreflexivas.

—Lo siento, Kate. Lo siento de verdad —dije con un nudo en la garganta. A medias por la carrera, a medias por lo que iba a suceder.

Ella asintió despacio, creyendo que me refería a haber llegado tarde. Nada más lejos de la realidad.

—¿Y bien, David? ¿Qué demonios es eso tan importante como para arrastrarme hasta aquí desde Virginia?

Inspiré hondo, preparándome para su reacción.

Porque en cuanto abriese la boca, iba a destrozarle la vida.