No sabría decir cuánto tiempo pasé en el suelo de aquel coche, con las piernas doloridas de llevarlas apretadas contra el asiento delantero y el coxis destrozado.
Traje Gris y Traje Azul eran los chóferes más aburridos del mundo. Ni siquiera tenían música puesta, supongo que para que no me hiciese una idea del tiempo transcurrido. Me pidieron el teléfono móvil, se cercioraron de que lo tenía apagado y luego lo guardaron en la guantera.
—Se lo devolveremos cuando le dejemos de nuevo en el hospital.
Al cabo de un rato muy largo —diría que entre tres cuartos de hora y una hora, pero es sólo una suposición—, yo tenía calambres en las piernas y una pegajosa sensación de angustia y de aburrimiento cuando el coche abandonó la autopista y rodó varios minutos por carreteras secundarias. Luego entramos en un camino de tierra, en el que permanecimos otro trecho, aumentando el dolor de mis posaderas. Desconozco si hubo algún bache en el que no cayese el sedán, pero si lo hubo sería porque Traje Gris no lo vio. Juraría que el muy cabrón fue buscándolos todos, uno por uno.
Las ruedas rascaban la gravilla, transmitiendo una incómoda vibración a mis articulaciones y a mis dientes. De pronto el coche aminoró ligeramente la velocidad y volvimos al asfalto. Unos segundos después, la luz del día desapareció y el coche se detuvo.
—Ya puede incorporarse, doctor. Siento las molestias —mintió Traje Azul.
Agarrándome como pude al asiento delantero, logré incorporarme. Tenía los miembros entumecidos y los sentidos embotados. Estábamos completamente a oscuras, sin otra iluminación que la que provenía del salpicadero, en un lugar extraño. Parecía un garaje, pero las paredes estaban demasiado juntas.
De pronto varias luces se encendieron, deslumbrándonos con un resplandor azulado, y yo me cubrí los ojos con las manos. Sonó un largo chasquido metálico cuyo eco permaneció durante unos segundos en el fondo de mis oídos, y todo el coche empezó a moverse.
Estábamos en un ascensor. Sin botones ni letreros, sólo planchas de acero desnudo. El viaje duró un par de minutos, en los que me dediqué a frotarme las pantorrillas para recuperar la circulación. Cuando nos detuvimos, la pared que había delante del coche se alzó despacio, revelando un garaje de reducidas dimensiones. Había espacio para una veintena de coches, aunque las plazas, marcadas con pintura roja sobre el brillante suelo gris, estaban todas vacías.
Traje Gris aparcó en la más cercana a la única puerta que se veía en el garaje. Ambos bajaron del coche y yo hice lo propio.
—Por aquí, doctor.
La puerta se abrió cuando llegábamos, y nos encontramos con un corto pasillo que culminaba en otro ascensor, que tampoco tenía cuadro de mandos. Tras un breve viaje hacia abajo, aparecimos en mitad de una enorme sala rectangular bastante desordenada. Había cajas y papeles por todas partes, y lo que parecían ser restos de mobiliario de oficina. El lugar estaba iluminado por focos en las paredes que creaban romos triángulos de luz y muchas zonas de oscuridad entre ellos. En el ambiente flotaba un desagradable olor a polvo y a cerrado.
—¿Dónde cojones estamos?
Traje Gris se encogió de hombros.
—Vigile dónde pone los pies, doctor. Esta parte está un poco descuidada.
Recorrimos un camino que hendía en dos el desorden como una herida. Al otro lado de la sala había varias puertas y otro ascensor en la esquina contraria a la que habíamos llegado. Al pasar por una de las puertas, me quedé clavado en el suelo, boquiabierto. En el interior había una réplica polvorienta del Despacho Oval, reproducida a la perfección, tal y como la había visto un millar de veces en la televisión. Incluso la ventana que había tras el escritorio simulaba la luz del día de forma tan convincente que me hizo dudar de que me encontraba a muchos metros bajo tierra.
Un carraspeo de mis alegres acompañantes me devolvió a la realidad, y bajamos en el último ascensor. Este daba a un pasillo separado por paredes de cristal, con varias habitaciones parecidas a las de un hospital. Al fondo, dividido por paneles de acero hasta media altura, había varios consultorios. En uno de ellos, con la puerta abierta y hablando por teléfono, estaba el Presidente. Me pregunté cómo era posible que su móvil tuviese cobertura allí abajo, aunque la propia existencia de aquel lugar ya planteaba suficientes preguntas.
Iba a entrar en el consultorio cuando la puerta se cerró, o eso me pareció en un principio. En realidad alguien se me había puesto delante. Era un tipo realmente grande, y la ropa parecía comprarla dos tallas por debajo de la suya. Qué demonios, el mundo le quedaba dos tallas más pequeño.
—Doctor Evans, soy el agente especial McKenna, jefe del destacamento del Presidente.
No me tendió la mano.
Yo tampoco.
Nos miramos durante un par de segundos, disfrutando de esa instantánea animadversión mutua que a veces —pocas por suerte— se produce entre dos completos extraños. Tenía la cabeza rapada y una fina perilla pelirroja que enmarcaba unos labios casi inexistentes. El cráneo le brillaba bajo los halógenos y todo su cuerpo gritaba «ex-Navy Seals».
Asentí despacio.
—Un placer.
—Ha sido usted invitado a estas instalaciones por expreso deseo del Presidente. Todo lo que tiene que ver con ellas es alto secreto, y se le pide a usted discreción. Entiendo que podemos confiar en su silencio.
«Si tú supieras».
—Agente, la confidencialidad de la relación entre médico y…
—Ya, ya conozco el rollo ése —me interrumpió.
—Entonces no sé para qué pregunta.
Los ojos de McKenna soltaron un relámpago de despecho, y el círculo perfecto de su perilla se rompió en una leve mueca de desagrado.
—Tiene usted razón, doctor. Tal vez deba empezar a fiarme más de mis propias intuiciones.
Había visto demasiados documentales de National Geographic como para tragarme aquella exhibición de macho alfa. Y menos de un tipo cuya chaqueta aún apestaba a sopa minestrone.
—¿Ha terminado de mearme en la pierna o ya puedo ir a ver a mi paciente?
Un leve gruñido me anunció el error que acababa de cometer. Normalmente a los matones les suele desconcertar mucho que no te dejes intimidar por ellos, básicamente porque son idiotas. Cuando el primer y único truco que conocen les falla, entran en barrena. Pero McKenna no era imbécil en absoluto, y mi negativa a achantarme sólo logró irritarle más. Hizo un gesto imperceptible con los brazos, y el traje se quejó del overbooking de músculos en su interior.
Yo tragué saliva, pero no me aparté.
Si aquello hubiese sido un bar, el muy bestia habría terminado usándome de fregona. Pero la voz de su jefe interrumpió nuestra escena de amor y evitó la posibilidad.
—¡Doctor, pase, por favor!
El agente se hizo a un lado, el rostro de nuevo pétreo.
—Nos vemos mañana, doc —me susurró McKenna al pasar a su lado—. Será divertido.
No tuve tiempo para preguntarme a qué diablos se refería, porque el Presidente ya caminaba hacia la puerta para saludarme.
—Espero que no le incomode que nos veamos aquí. Creo que encontrará todo lo necesario.
Omití que tenía las rodillas aún doloridas del viaje.
—¿Dónde demonios estamos, señor?
—Mi predecesor construyó todo esto. La alerta terrorista en aquellos años estaba por las nubes, y había indicios que nos hacían pensar que podía estallar una bomba sucia en Washington. Este lugar se ideó para albergar al Presidente y su gabinete en el caso de un ataque así. Instalaciones hospitalarias completas, suministro de agua y comida…
—La cosa se abandonó un poco, ¿no? —dije pasando el dedo por un mostrador lleno de polvo.
El Presidente se encogió de hombros.
—El dinero no es infinito, doctor. Cuando me hice cargo de la Administración tuve que elegir, y este lugar no era tan importante. Hay otros iguales. Lo importante es que tenemos esto —dijo señalando a su espalda.
Como si hubiese podido no fijarme en el gigantesco cilindro metálico que ocupaba media estancia. Era una máquina de resonancia magnética. Una alemana, de las buenas, de las de seis millones de dólares. Algo antigua, debía de tener ocho o nueve años. Probablemente no tuviese las últimas actualizaciones de software, pero eso sería un contratiempo menor. El cerebro humano ha evolucionado muy poco en los últimos dos mil siglos, así que la imagen sería lo bastante precisa.
Le pedí al Presidente que se desvistiese.
—Ya sé cómo va, nada de objetos metálicos, no tengo pinzas en la cabeza, no necesito manta, gracias —dijo intentando bromear, algo nervioso.
Me invadió una absurda, extraña sensación de irrealidad cuando desapareció tras un pequeño biombo. Mientras yo encendía la máquina escuchaba al otro lado el ruido de sus prendas, dobladas cuidadosamente.
Cada paso que daba dentro de aquella historia me alejaba más y más de la cotidianeidad de la profesión médica, del medio ambiente en el que había aprendido a moverme y en el que todo estaba bajo mi control. Tenía una sensación casi física de estar dentro de una película.
Sólo que en aquella trama, al menos para el hombre que tenía enfrente y para los gorilas de fuera, el villano era yo. Si tuviesen el más mínimo indicio de lo que ocurría, los motivos que me impulsaban no les importarían en absoluto. Me arrojarían contra el suelo y me esposarían. Y Julia moriría.
Yo no podía permitir que eso ocurriera.
Cuando mi paciente emergió de detrás del biombo, ataviado con un pijama de hospital, lo miré de arriba abajo, sorprendido. Físicamente había experimentado una mejoría, sin duda debido al inevitable descenso en su actividad que se había producido en las últimas dos semanas. Sabía que apenas había salido del Despacho Oval, y que incluso algún columnista había comentado extrañado aquella reducción en la agenda del Presidente. Usualmente, en su segundo mandato todos los ocupantes de la Casa Blanca descubrían de pronto que tenían un avión enorme a su disposición y se empeñaban en usarlo lo máximo posible. Sin embargo, en aquella época del año, que debería ser la de mayor ajetreo, el Presidente había adelgazado sus comparecencias públicas al mínimo imprescindible.
Se le veía más entero, incluso había ganado algo de peso. Me pilló observándole y se palmeó la tripa.
—Lo sé, mi mujer me lo comentó ayer. Llevaba mucho tiempo sin ver crecer esto.
Asentí educadamente.
—Túmbese, señor.
Se colocó sobre la alargada bandeja de la máquina, dando un respingo cuando sus piernas desnudas tocaron la fría superficie.
—¿Seguro que no quiere la manta?
Negó con la cabeza.
—No, pero agradecería unos tapones. Nunca he soportado los ruidos demasiado fuertes.
Sobre una mesa cercana había una caja de tapones de cera, que le alargué a mi paciente.
—Intente estar lo más quieto posible —dije, y entré en el pequeño cubículo de cristal donde estaba el panel de control de la máquina.
Durante los 38 largos minutos que le llevó a la máquina completar su trabajo, mi mente se vio oscurecida por los más negros pensamientos. Estaba atrapado como una rata en un agujero oscuro, y mi animadversión por quien me había puesto en la situación imposible de tener que matar a mi paciente se fue trasladando poco a poco a este último. Mientras los enormes cilindros del interior de la máquina excitaban los millones de átomos de hidrógeno del interior del cerebro del Presidente para poder captar una imagen perfecta de cada uno de sus tejidos, el resentimiento crecía en mi interior. Encajonado en aquel cubículo, decenas de metros bajo tierra y sin margen de actuación, me sentía profundamente encerrado.
Claustrofóbico.
Siempre he sentido miedo de las situaciones de las que no puedo escapar, supongo que fruto de haber sido hijo del sistema. Cada vez que la de servicios sociales me llevaba a una nueva casa de acogida, con la mano bien firme sujetando la parte de atrás de mi cuello, yo temblaba. Allí estaba, encerrado con extraños que no me querían a mí, sino al cheque del gobierno que llegaba cada mes mientras me cuidasen. Todos eran iguales, allá donde estuviesen. La misma mirada oscura y hueca, las mismas manchas de pizza grasienta en la camisa de él, los mismos dedos amarillos de nicotina en ella, los mismos huérfanos perdidos abarrotando los pasillos. En cuanto me instalaba, permanecía en las habitaciones que estaban más cerca de la puerta si hacía demasiado frío para quedarme fuera. Odio la lluvia. Odio las paredes. Odio que elijan por mí.
Cuando mis padres adoptivos me llevaron a su casa, me porté como un demonio salido del infierno. Sólo por si acaso. Ellos tuvieron la paciencia infinita de entenderme y me obligaron a tomar la segunda decisión más valiente de mi vida. Me obligaron a quererlos.
La más valiente —y la mejor— fue casarme con Rachel. En estos tiempos de divorcios rápidos puede parecer una minucia, pero yo no soy de los que retiran la palabra una vez empeñada. Para alguien a quien le aterra el compromiso, aquello fue enorme.
No podía olvidarme de que hacía unos cuantos años yo había pronunciado el juramento de que nunca causaría daño a otros.
De pronto la imagen a medio formar en la pantalla me hizo fruncir el ceño. Aquello no era bueno.
Cuando la bandeja se retiró con un zumbido, mi paciente se incorporó y comenzó a frotarse los brazos y las piernas para recuperar el calor y la movilidad.
—Maldita sea, ha sido agobiante.
Asentí despacio. Estaba deseando salir de allí, pero aún tenía que comunicarle las malas noticias, algo que no me hacía demasiada gracia. Pero si había alguien acostumbrado a anticipar ese tipo de cosas en los rostros de los demás era él.
—Ha crecido, ¿verdad?
—Ha aumentado el ritmo de crecimiento, señor. No es nada bueno.
Él estuvo un instante callado,
—No es tan terrible, ¿no? Al fin y al cabo, sólo quedan unas horas para la operación.
—Cuanta más cantidad haya de tejido tumoral en su cerebro, más difícil será para mí extraerlo todo, señor. Eso aumentará las posibilidades de que se reproduzca antes. O de que en el proceso le convierta a usted en una versión color canela de una lechuga.
Soltó una de sus características risas nasales, ésas que había visto en un millar de discursos. Pero la oscura media sonrisa que me dedicó era nueva, un lado del Presidente que no mucha gente veía.
Se levantó y fue detrás del biombo. A los pocos segundos regresó con un paquete de Marlboro y un mechero.
—¿Usted fuma?
—No. Y según su jefe de gabinete, usted lo dejó hace seis meses.
—Me temo que en eso no hemos sido muy sinceros con los votantes —dijo encendiendo un pitillo y sentándose en la camilla.
Estuve tentado de decirle que aquél no era lugar para fumar, pero de todas formas era su puñetero búnker. Y acababa de darle una noticia por la que todo el mundo tendría derecho a fumarse un cigarro.
—¿Un político mentiroso? Espere mientras contengo mi asombro.
—¿Por qué odia a los políticos?
—No les odio, es sólo que no estoy particularmente excitado por el hecho de su existencia.
Encogió un poco los labios, divertido por la situación, olvidando por unos instantes lo que estaba sucediendo. No solían hablarle así.
—¿No le caigo bien, doctor?
—En realidad voté al otro candidato.
No era verdad, qué demonios. Pero no hay que dejar que se lo crean.
—Doctor, sé que está enfadado por todo eso. Porque le haya arrastrado hasta aquí y porque se estén haciendo las cosas de forma irregular. Podría contarle decenas de situaciones en las que he tenido que romper las normas en los últimos años. Seguro que algunas ya las sabe o se las imagina. Últimamente todo sale en Twitter. Demonios, si hasta cuando fuimos a por Osama había un tipo tuiteándolo.
—No sigo mucho Twitter, señor. Aunque sé que Justin Bieber tiene más followers que usted.
Soltó el humo de la calada que estaba dando con una risotada y al hacerlo se atragantó. Dio un par de toses rápidas y nerviosas.
—Antes creía que esta mierda me mataría. Pero no va a ser el caso.
—Probablemente no.
Apagó el cigarro en un periódico viejo que había sobre la mesa del consultorio.
—Doctor, lo siento. Sé que cree que debería haberme operado hace un par de semanas, y que todo esto podría haberse hecho de otra forma. Créame, no es cierto.
«Sí, si es cierto, estúpido capullo. Si lo hubieras hecho, White no habría secuestrado a mi hija», pensé. Pero en lugar de decirlo, sonreí de forma bobalicona.
—No estoy en política por afán de gloria personal, sino por hacer lo que es justo —prosiguió—. Hemos logrado muchas cosas en todo este tiempo, pero hay mucho más por hacer. El proyecto de ley tributaria Kyle-Brogan, por ejemplo. Si lo logramos haremos retroceder el poder del uno por ciento en este país.
Meneé la cabeza. Todo el mundo había oído hablar de la Kyle-Brogan en los últimos meses. Todo el mundo parecía tener una opinión formada acerca de ella, aunque según el Post el borrador del proyecto de ley tenía 800 páginas y dudaba que nadie se la hubiese leído entera. Si se aprobaba sería un logro mayúsculo, el que definiría para la historia a aquella Administración. Pero yo como médico tenía que cuestionarme algo bien distinto.
—¿Y eso merece su vida, señor?
—Es una buena pregunta. Yo mismo se la hice a mi mujer el día en que usted y yo nos conocimos en la Casa Blanca. Ella…
La voz le tembló, y se detuvo, conteniendo la emoción.
Estoy acostumbrado a que los pacientes se abran y cuenten sus intimidades en mi consulta. Todos acaban haciéndolo antes o después, incluso los más fuertes o reservados. Porque necesitan creer en mí, en ellos mismos, en sus propias posibilidades. Todos tienen algo que explicar sobre sí mismos, algo que decir, y el hecho de ver la muerte de cerca acucia esa necesidad.
Como si mi mano fuese a ser más precisa porque ellos mereciesen vivir. Como si me correspondiese a mí juzgarlo o tuviese la potestad de cambiar las cosas.
—Ella —logró continuar el Presidente, al cabo de un rato— pasó mucho tiempo mirando por la ventana, sin contestarme. Y al cabo de un rato se dio la vuelta y me miró de frente, justo aquí. —Se señaló los ojos con dos dedos—. Me habló con voz fría y calmada. Dijo que si podía realmente marcar la diferencia, si lograba dejar un mundo mejor para mis hijas hijas, entonces habría merecido la pena el riesgo. Así que por eso estoy tomando éstas…
Alcé la mano, y él se detuvo extrañado.
—Espere, señor. ¿Es consciente de que ha repetido una palabra?
—No lo he hecho —dijo entrecerrando los ojos.
—Sí lo ha hecho, señor. Repita conmigo esta frase: «Mis hijas tienen un perro pequeño».
Tardó un instante en responder.
—Mis hijas hijas tienen un perro pequeño.
—¿Es consciente de que la ha repetido ahora?
—No —dijo. Y había una nota de terror en sus ojos.
—Diga «hijas», por favor.
—Hijas hijas.
—Ahora separe la palabra en sílabas, por favor.
—Hi-jas —dijo haciendo una pausa enorme entre las dos sílabas.
—Bien. Ahora todo seguido.
—Hijas hijas. Por favor, no más, doctor. Es humillante.
Un ramalazo de compasión se llevó por delante el resentimiento, y por un instante me avergoncé. Había presionado demasiado a mi paciente.
—¿Ha ocurrido antes esto, señor?
El Presidente negó con la cabeza firmemente. Pero luego terminó asintiendo.
—¿Qué significa? —preguntó.
—El tumor comienza a conquistar su área del lenguaje, señor. En pocos días usted perderá la facultad del habla.
Noté un apretón en el antebrazo. Cuando bajé la mirada, me encontré con la enorme y fuerte mano del hombre más poderoso del mundo agarrándome con desesperación. Y en el rostro, tras la máscara de dignidad que pese a todo lograba hacer prevalecer, el miedo ardía como una hoguera.
—Sálveme, doctor. Por favor. Tengo mucho que hacer aún.