Si le hubiese dado una respuesta más modesta al hombrecillo de la pajarita… Aquél fue otro de los instantes clave de mi vida, pero en ese momento estaba demasiado lleno de adrenalina para darme cuenta. Acababa de salir de una compleja operación para extirpar un meningioma del tamaño de una pelota de golf y disfrutaba uno de esos momentos henchidos de divinidad de los que los neurocirujanos gozamos a veces y de los que no hablamos a nadie. No caminas, flotas sobre los pasillos mientras vas a darle la buena nueva a los familiares, como un ser todopoderoso capaz de devolver la vida. Tras la muerte de Rachel sólo me mantenían en marcha dos cosas: el amor de Julia y aquella breve y brutal sensación de poder. Ahora, cuando todo ha terminado, debo confesar avergonzado que cultivé mucho más la segunda que la primera. Otra entrada en mi lista de cosas de las que arrepentirme.
Había acabado de hablar con la familia y me disponía a marcharme a casa cuando el hombrecillo de la pajarita llamó a la puerta de mi consulta. Tenía la piel acartonada, gafas de concha cabalgando una nariz ganchuda y un aire inconfundible de profesor.
—Doctor Evans, ¿podría hablar un momento con usted? No tengo cita previa.
Me alargó una tarjeta donde ponía su nombre y su título universitario, que a petición suya no puedo desvelar. Le invité a sentarse y compartimos un poco de educada charla intrascendente antes de que se animara a entrar en materia.
—Me gustaría que echase un vistazo a esta resonancia magnética, si es tan amable —dijo abriendo un caro maletín de cuero y pasándome un sobre bastante manoseado.
Saqué cuatro enormes hojas de material transparente y las coloqué sobre el panel luminoso. Hice una mueca al ver aquella irregular masa gris y reconocer la forma de mi más odiado y viejo enemigo.
—Glioblastoma multiforme frontoparietal. Uno particularmente hijo de puta, al parecer. ¿Qué índice de crecimiento tiene?
—Compruebe las fechas. Las cuatro están hechas con dos semanas de diferencia entre cada una.
Las ordené cuidadosamente siguiendo los números colocados debajo del nombre.
—¿Quién es el paciente?
—El marido de una antigua alumna mía. Una mujer brillante y excepcional.
—¿Y el médico que hizo el diagnóstico inicial?
—Preferiría no decirlo. Verá, ella necesita una segunda opinión, y no le era posible venir a hablar con usted.
Estudié las resonancias durante un buen rato. Por supuesto que necesitaba una segunda opinión. Quería que alguien le dijese que era todo un error, que el cáncer que iba a matar a su marido no era más que un fallo de la máquina, o que se estaba reabsorbiendo solo, o que había una terapia experimental en Suiza que podía hacer que desapareciese por arte de magia.
Pero no había fallos, ni reabsorciones, ni terapias alternativas. Aquello era una sentencia de muerte.
—Bueno, quienquiera que sea este R. Wade tiene suerte, si es que se le puede llamar así. El crecimiento no parece especialmente rápido. Por desgracia, las buenas noticias terminan aquí. Probablemente perderá la facultad del habla antes de un par de meses. Y estará muerto antes de un año.
El hombrecillo se limpiaba las gafas con un pañuelo de seda a juego con la pajarita. Parecía ausente, como si ya hubiese escuchado aquello más veces. Lo dobló con sumo cuidado y se lo colocó en el bolsillo de la chaqueta. Luego parpadeó miope un par de veces, se colocó las gafas y me miró a los ojos.
—¿Le operaría usted?
Y aquí fue donde la jodí.
—Claro que sí. Aunque el riesgo será grande, y el resultado no muy espectacular. No podré comprarle mucho tiempo.
—¿Y qué hay de las habilidades del lenguaje?
—Creo, y es una estimación condicionada, que puede extirparse la zona del tumor respetando el fascículo arqueado y el área de Wernicke.
—¿Condicionada?
—A ver al paciente, estudiar sus síntomas y seguir el protocolo como es debido. Entiendo que usted quiera hacerle un favor a una amiga, pero ésta no es manera de hacer las cosas.
Él asintió con calma. Era lo que esperaba escuchar.
—Muchas gracias, doctor Evans. Ha sido usted muy amable.
A la mañana siguiente mi jefa me llamó a su despacho. Mi consulta suele ser un sitio extremadamente ordenado, un hábito que mi padre adoptivo me inculcó con el ejemplo y un montón de noches castigado sin cenar. La mesa de Stephanie es un desastre de papeles, revistas médicas e informes laborales. Ella estaba parapetada detrás de aquella muralla de celulosa, golpeándose los dientes con un boli.
—Vamos a ver a Meyer —dijo poniéndose en pie nada más verme llegar.
—¿Al Príncipe de las Tinieblas? ¿Qué demonios ocurre, Stephanie?
—Dímelo tú.
Tuve que seguirla casi a la carrera hasta el ascensor. Pese a tener las piernas muy cortas, mi jefa las mueve a gran velocidad cuando está enfadada, y en aquel momento estaba de un humor de perros. No tenía ni idea de lo que estaba pasando, y si hay algo que Stephanie odia es no saber lo que sucede.
Subimos hasta la planta de las moquetas, los ficus, el ambientador de pachuli y el saxofón de Kenny G en el hilo musical. Yo iba allí pocas veces, pero siempre me hacía la misma pregunta: cómo alguien podría aguantar más de un par de horas trabajando bajo aquella combinación de elementos sin volverse loco. La respuesta era obvia: no se puede. Todos los ejecutivos del hospital son esquizofrénicos que dedican cada minuto del día a hacer nuestra labor más eficiente y los precios más competitivos. Y donde digo eficiente me refiero a barata, y donde digo competitivos me refiero a obscenamente caros.
La secretaria de Meyer nos hizo pasar, y éste nos estaba esperando tras una mesa de caoba tan grande que se podría jugar al tenis en ella. Robert Meyer era el clásico producto de un MBA de universidad de élite, lleno de arrogancia y de ideas que quedaban muy bien en la memoria anual y fatal en los quirófanos. ¿Quieren saber cuándo se fue a la mierda la sanidad en este país? Cuando quitaron de la dirección a los médicos y pusieron a contadores de judías como Meyer al frente del negocio. Y si no pregúntense por qué una resonancia magnética cuesta una cuarta parte menos en Francia que en el hogar de los valientes.
—Doctora Wong, doctor Evans. Pasen, por favor. David, creo que ya conoce a…
Junto a él estaba el hombrecillo de la pajarita, que me estrechó la mano con gesto tímido. Tras las presentaciones, el visitante explicó quién era el paciente al que representaba.
—Quiere que le opere usted, David.
Todos me miraron.
Stephanie con asombro y una envidia rayana en el odio. Meyer con codicia desmedida, calculando mentalmente cómo iba a aprovechar aquél tremendo golpe de suerte. Y el hombrecillo con tranquila expectación.
Yo sentí que la cabeza me daba vueltas. Por suerte, estaba sentado, si no hubiese dado un poco profesional traspié.
—¿Por qué yo?
—Se le explicará todo en su momento. Lógicamente el proceso llevará implícitas unas inconvenientes medidas de seguridad y de confidencialidad.
—Las asumiremos de buen grado —se apresuró a decir Meyer—. ¿Verdad, David?
Sé reconocer una orden cuando me la dan, y además estaba demasiado atónito como para protestar.
—Por supuesto.
—Bien dicho. El doctor Evans es nuestra gran estrella.
Sonreía con una enorme ristra de dientes y me dio un par de palmadas en la espalda. Disimulaba a la perfección el hecho de que nos llevábamos fatal. Él pensaba de mí que era un rebelde y un blando. Lo que yo pienso creo que ya lo he dejado claro.
—¿Entonces podría verle hoy? —dijo el hombrecillo de la pajarita.
—Está… ¿está aquí? —pregunté estúpidamente.
Nuestro visitante sonrió ante mi ingenuidad.
—Como le he dicho, doctor Evans, habrá ciertas medidas extraordinarias.
Una hora más tarde cruzaba por primera vez la entrada de servicio de la Casa Blanca.
Es una sensación extraña y surrealista que el hombre más poderoso del mundo te pida ayuda, pero lo es aún más el entrar en su casa a escondidas, como una amante escurriéndose de la vista de los vecinos.
—Todos los periodistas están en la rueda de prensa, Doc. Pero por si acaso le vamos a llevar por un camino poco ortodoxo —me dijo el agente al que acompañaba.
Cruzamos un patio interior y un pasillo de servicio bien iluminado. Luego otro patio interior inundado por un olor a buena comida y ruido de preparación de alimentos, hasta una sala con palmeras colocadas en grandes macetas de alabastro. Durante el camino nos cruzamos con un par de miembros del personal de mantenimiento y con guardias uniformados, nada más.
—Espere un momento —dijo el agente.
Asomó la cabeza por una puerta lateral, y luego por otra después de ésa. Finalmente continuamos por un enorme pasillo cubierto por alfombras rojas con ribetes dorados. Pasamos junto a una puerta con un cartel de bronce con letras negras que decía «Oficina del médico», aunque no nos detuvimos allí, sino en la siguiente puerta.
—Esta es la sala de Mapas —anunció el hombre secamente—. Esperaremos aquí.
Aunque el lugar estaba repleto de sitios donde sentarse, permanecí de pie en el centro de la habitación. El agente se quedó junto a la puerta, con las piernas abiertas y el grueso cuello de toro alzado hacia el techo. Esa pose de tipo duro y silencioso la había visto en un millar de películas, y me pregunté si él se limitaba a copiar el modo en el que se suponía que debía colocarse un agente o era algo natural.
Estuve tentado de preguntárselo, pero me contuve. Antes de la muerte de Rachel me gustaba tratar de arrancar una sonrisa de los labios de la gente con la que me encontraba. Una broma, una anécdota, un comentario ingenioso. Ella me veía esforzarme con camareros, recepcionistas y taxistas, y me asignaba puntos en función de la dificultad y del logro alcanzado. Créanme, jugar a eso en Washington era deporte de riesgo. No conozco otro lugar en el mundo donde sus habitantes hayan convertido la antipatía en un arte.
Por aquel agente, Rachel me hubiese dado la puntuación máxima. Pero ella ya no estaba, y yo había perdido las ganas de jugar, así que me limité a cotillear a mi alrededor. Estaba apabullado por lo que me rodeaba. Los cuadros, las alfombras, las antigüedades; madera, plata, raso. Todo en aquel lugar estaba destinado a impresionar a los visitantes.
Mis anfitriones estuvieron impresionándome durante un largo rato, al cabo del cual entró en la sala un hombre calvo de unos sesenta años, de anchos hombros y manos firmes y callosas.
—Capitán Hastings, jefe del personal médico de la Casa Blanca. Venga, doctor Evans.
Lo seguí hasta la puerta contigua, en la que atravesamos una pequeña recepción con dos puertas. La primera llevaba a dos consultorios que el doctor me mostró orgulloso. En el segundo, el que estaba pegado a su despacho, una vieja lámina que representaba una sección del corazón y los pulmones colocada sobre la camilla llamó mi atención y me acerqué a examinarla.
—¿Le gusta? —preguntó Hastings con voz amable.
—Había una igual en la consulta de mi padre. Lo sé porque tenía el mismo error tipográfico en la vena subclavia.
Hastings sonrió y dio un par de golpecitos sobre el error con un dedo largo y huesudo.
—Es un recuerdo de tiempos mejores. Más toscos y más humanos.
Yo asentí. Me gustaba aquel hombre. Me recordaba mucho al viejo doctor Evans. En aquel momento le eché muchísimo de menos.
—¿Cuál es su especialidad, capitán?
—Medicina Interna. Es un requisito esencial del cargo desde hace años.
—¿Pertenece usted al ejército?
—A la Armada. Cada uno de los cinco cuerpos militares aporta un médico a los dieciocho acres. —Al ver mi mirada algo desconcertada se apresuró a añadir—. Es el término con el que conocemos cariñosamente al complejo. —Hizo un gesto señalando alrededor—. Venga, pongámonos cómodos.
—¿Lleva usted esto solo? —pregunté, extrañado de ver todo tan vacío.
—Claro que no. He ordenado al resto del personal acudir a un simulacro de protección esta mañana. Quería que usted y yo hablásemos a solas.
—Cualquiera diría que se avergüenzan de mí, doctor Hastings.
Nos sentamos en un despacho amplio pero atestado. Un escritorio de caoba embutido en una estantería repleta de libros ocupaba el centro de la estancia, bañada por la luz que entraba desde el Rose Garden. Pero el auténtico protagonista era un esqueleto sonriente que colgaba de un antiguo perchero reconvertido en soporte.
—Ese es Fritz. Un recuerdo de los días en los que empecé. Lo gané jugando al póquer al oficial médico en Pearl Harbor, quien a su vez se lo había ganado a su jefe en Corea. Él juraba y perjuraba que eran los restos de un nazi caído en Berlín al final de la guerra.
—¿Y usted lo cree?
—Es demasiado bajito.
—También había nazis bajitos. Al menos uno —dije alzando la mano derecha con el codo flexionado, en una inconfundible imitación.
Hastings esbozó una mueca maliciosa.
—Bueno, eso sería justicia poética. ¡Los huesos de Adolf colgando de un perchero en la Casa Blanca!
Ambos reímos con ganas.
—Celebro que tenga usted buen humor, doctor Evans. Es una característica que los militares apreciamos mucho, pese al estereotipo. Sin buen humor no se podría realizar un trabajo como éste.
—Muchas horas extra, supongo.
—Se queda usted corto. Cuando alguien me pregunta mi cargo lo primero que escucho son suspiros de envidia. La gente sólo tiene una imagen de fiestas, viajes y poder. Pero la realidad es bastante más amarga. Vivimos por y para esta Administración, doctor Evans. Viajamos con el paciente al Culo del Mundo o a Mierdistán cuidando de que duerma, de que beba agua embotellada, de que el calor no lo derrote en mitad del cuarto discurso del día. Y todo ello en turnos de dieciocho horas, solventando todas las cefaleas y torceduras de tobillo que puedan ocurrir a la corte de majaderos que forman el personal político y los periodistas. Y siempre, siempre tememos lo inevitable: el momento en el que alguien se levantará de entre la multitud con un revólver en las manos y hará realidad la peor de nuestras pesadillas.
—¿Ha dicho inevitable?
—Entre los agentes del Servicio Secreto hay un viejo dicho sobre el asesinato del Presidente: «No digas “si”, di “cuando”».
—Vaya, podrían ganar la medalla de oro al optimismo.
—Es su manera de prepararse. Hasta ahora hemos tenido suerte. ¿Recuerda la granada que le lanzaron al anterior?
Asentí. El texano estaba dando un mitin y el artefacto cayó junto a la tribuna, pero no llegó a explotar.
—Pues ésa es una entre decenas de amenazas que se gestionan cada día y de las que no hablamos, siempre que puedan mantenerse en secreto —continuó Hastings con el rostro ensombrecido—. Antes o después la suerte se nos acabará. Vivimos con el tiempo prestado, y sólo luchamos porque no suceda en nuestra guardia.
Hubo un momento de silencio incómodo. Ambos teníamos que abordar la cuestión, pero Hastings no terminaba de atreverse, así que fui yo quien dio el primer paso.
—¿Por qué estoy aquí?
—Está aquí en contra de mi voluntad, doctor Evans —dijo el médico, mirándome a los ojos con una expresión en la que bailaban el disgusto y las disculpas—. Ha sido siempre potestad de la Armada cuidar de la salud del Presidente. Si por mí fuera, a mi paciente le atendería el cirujano jefe del Hospital Naval de Bethesda.
—He oído hablar de él, es un gran médico. Ha operado a varias celebridades. ¿Por qué no es él el que está sentado en esta silla?
Hastings se inclinó sobre el escritorio y bajó la voz hasta convertirla en un susurro ronco.
—Porque la Primera Dama hizo con muchos otros la misma jugada que con usted. Envió a un acólito con las resonancias para evitar que el cargo del paciente pesase más que el diagnóstico.
No me sorprendió demasiado, al fin y al cabo, el hombre de la pajarita ya me lo había anticipado.
—¿Incluso con los médicos de la Armada?
—Esos fueron los primeros a los que acudió. Todos dieron al paciente desconocido por desahuciado. Dijeron que el riesgo era demasiado grande para operar.
—Fui… —vacilé un momento—. ¿Fui yo el único que dijo que era factible?
Hastings meneó la cabeza y jugueteó con los papeles de su mesa antes de responder.
—No. Hubo otros.
—Entonces…, ¿por qué me escogieron a mí?
El médico no llegó a responderme, porque en ese instante se abrió la puerta y Hastings se puso de pie de un salto. No como un muñeco de resorte de ésos que vienen en una caja, sino como una de esas tiendas de campaña instantáneas que se montan de golpe.
Yo me volví hacia la puerta y también me puse en pie. Aunque nunca he sido coqueto, me descubrí abrochándome la chaqueta y tirando de los faldones de forma instintiva.
—Vaya, es un placer conocerle, doctor Evans.
Estaba allí, tendiéndome la mano con elegancia. Alto —unos centímetros más que yo, y eso que soy bastante grande—, carismático, investido de autoridad. Estaba tan acostumbrado a verle por televisión que tuve la sensación automática de que nos conocíamos de toda la vida. O tal vez esa sea una ventaja evolutiva de ciertas personas, su capacidad de generar ese sentimiento instantáneo de familiaridad y cercanía para afectar a tus defensas, igual que las raíces de los eucaliptos segregan un veneno que impide a otras especies crecer a su alrededor.
—Lo mismo digo, señor.
Me adelanté a saludarlo, un poco atontado por el aura presidencial, y recibí un apretón de manos fuerte y cálido, enérgico y seco. Venía en camisa, con ella remangada hasta la mitad del antebrazo, la corbata roja ligeramente ladeada y una expresión cansada.
—Doc, ¿podría darme un Tylenol?
Hastings desapareció en el consultorio, solícito, y el agente del Servicio Secreto que había junto a la puerta dio un par de pasos hacia delante sin quitarme la vista de encima. El Presidente se volvió hacia él y le dijo:
—Estaré bien, Ralph. Vaya a la sala de descanso.
—Señor, el visitante no ha pasado el filtro de seguridad. El AEAC me ha ordenado que…
—Ralph.
La primera orden había sido dada con una sonrisa amable. La segunda llevaba acero en el tono. No había lugar a equívocos. Aquello era el verdadero poder, y no emanaba sólo del cargo, sino de la persona que lo ostentaba. Daba un poco de miedo y a la vez otro sentimiento que no llamaré envidia, pero quedaba cerca.
El agente inclinó la cabeza y salió del consultorio.
En cuanto la puerta se cerró, el Presidente se desplomó en la silla que yo había estado ocupando un minuto antes y se masajeó las sienes. Las arrugas de sus ojos apretados dibujaban dos enormes árboles muertos en el rostro negro y habitualmente sereno.
—Tenga, señor —dijo Hastings, regresando con analgésicos y un vaso cónico de papel. El Presidente se tomó los medicamentos e hizo una bola con el vaso. Volvió a cerrar los ojos y echó la cabeza hacia atrás durante más de un minuto, hasta que volvió a mirarnos.
—Lo siento —dijo. Parecía molesto consigo mismo por aquella muestra de debilidad.
—¿Cuántas está tomando al día? —pregunté.
—Seis o siete.
—¿Los dolores de cabeza son constantes o intermitentes?
—Intermitentes. Cuando aparecen son muy intensos, pero no duran mucho. Ayer no me dolió en absoluto, pero el día anterior fue un infierno.
—¿Era usted propenso a los dolores de cabeza antes?
—No especialmente. Después de una noche en la que duermo menos de cinco horas suele presentarse alguno, pero no como éstos.
—¿Fue ése el primer síntoma?
—Un dolor de cabeza horrible. En aquel momento me pareció el peor de mi vida. Me equivocaba.
Asentí comprensivo. La frase «tengo el peor dolor de cabeza de mi vida» es una que todo marido, esposa, hijo y hermano debería traducir automáticamente por «programemos una cita con el neurólogo». He perdido la cuenta de las veces que un paciente ha llegado a mis manos demasiado tarde porque un dolor de cabeza revelador se enmascaró con analgésicos varios meses. Consumir un bote de 80 tylenoles en una semana debería alertar a cualquiera, aunque sorprendentemente los idiotas prefieren ignorar el problema. Muy poco sorprendentemente, se mueren.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace cuatro semanas —respondió Hastings—. Hicimos la primera resonancia aquella misma noche.
—¿Dónde? No me dirán que tienen una máquina de resonancia magnética aquí…
El Presidente y Hastings se miraron indecisos. El primero negó con la cabeza imperceptiblemente.
—No podemos especificarle dónde, doctor. No acudimos a Bethesda por razones obvias. Hubiese sido mucho más difícil contener una filtración.
Guardaron silencio. Hastings sacó el sobre con las resonancias y me las pasó. Yo busqué la última y la alcé. La luz dorada y tenue que entraba por las cortinas desde el jardín le daba un aire bucólico y surrealista a aquella sentencia de muerte en blanco y negro.
—¿Quién las hizo, entonces?
—Yo mismo —dijo Hastings.
—Sólo un puñado de personas conocen esta situación, todas con la acreditación de seguridad máxima, excepto sus jefes, doctor Evans. Y así debe continuar.
—Comprendo, señor. ¿Ha habido más síntomas aparte del dolor de cabeza? ¿Vómitos, alteraciones del campo visual?
—Veo bien, y no he tenido náuseas.
Aquello era normal. Cada paciente era un mundo, y el tumor que en algunos accionaba el reflejo del vómito, ceguera o jaquecas horribles, en otros no producía ni el más leve síntoma. Durante tu carrera como neurocirujano aprendes algo fundamental: no debes dar nada por sentado. Y lo aprendes a base de ver rareza tras rareza. Una vez atendí a mediodía a una mujer que había recibido un balazo en el cráneo durante un atraco y comió en casa con su familia dos días después. La bala entró por el entrecejo y salió por la parte de atrás del cráneo sin causar ningún daño. Pero ésa es otra historia, y yo estoy curado de espantos. Lo que me alarmaba era la posibilidad de que al presidente de los Estados Unidos le faltase información.
—¿Cuánto le han explicado del problema, señor? —dije yo, mirando a Hastings.
—Le he hecho un resumen somero —dijo el otro, mirándose la punta de sus zapatos—. Se ha negado a tratar esto de otra forma que no sea la del secretismo. Existen otras complicaciones de índole política que…
—Hastings —le reprimió el otro.
El pobre capitán cerró la boca tan deprisa que temí que se hubiese mordido la lengua.
—Señor Presidente —me apresuré a intervenir—, el glioblastoma multiforme es un tumor irregular. No es como una pelota, compacto y definido, sino como un pulpo. Es como un alien dentro de su cabeza, replicándose a sí mismo, reclutando sangre de todos los vasos sanguíneos que encuentra y avanzando sin piedad. No hay manera de hacerlo retroceder de forma significativa mediante tratamiento sin afectar gravemente a su cuerpo y a su desempeño en el cargo.
—Pero queda la cirugía, doctor Evans.
Meneé la cabeza.
—Usted va a morir. Va a morir muy pronto, y no hay nada que ni yo ni nadie pueda hacer para remediar eso. Tan sólo puedo cambiar el «muy pronto» y convertirlo en «pronto».
El otro asintió.
—Soy muy consciente de ello.
—Puedo operar el tumor. Puedo eliminar una buena parte de él, la suficiente como para retrasar el procedimiento y comprarle unos meses.
—Entonces hágalo.
—También podría matarle. El tumor ha avanzado hasta el fascículo arqueado, en la frontera entre el área de Wernicke y la de Brocca. Será una operación larga y compleja, de tres a seis horas como mínimo. Y al llegar a ese punto nos lo jugaremos todo. Un leve error y le convertiré en un brécol con piernas.
—Todo eso ya se me ha explicado, doctor. Y también que es algo que va a suceder de todas formas.
—Si no se le opera, antes de dos o tres meses perderá la capacidad de comprender conceptos y verbalizarlos. O la capacidad de hablar. O las dos cosas a la vez.
—Y si me opero puedo perderlos de golpe antes que eso.
—Exacto.
Sobrevino un silencio, pesado y desagradable como una manta empapada. El Presidente se echó hacia delante, con la mano en el mentón, mirando al suelo, con los hombros cargados y la espalda encorvada. Hasta hace unas semanas era indestructible, un rey entre los hombres. Ahora se veía obligado a afrontar su mortalidad como un humano más, con la carga añadida de las exigencias que su trono le suponía.
—Voy a hacerlo.
Cerré los ojos, abrumado por un instante, y respiré hondo antes de contestar.
—De acuerdo. ¿Cuándo?
—¿Qué tiempo de recuperación necesito?
—Nueve o diez días de hospitalización, si todo va bien.
—Ese margen de tiempo es inaceptable.
—Bueno, eso dígaselo a Dios —dije muy despacio.
Volvió a enmudecer durante un buen rato. Casi podía escucharle calcular, recordar sus compromisos, anticipar los movimientos de sus rivales. Qué hacer y qué decir. Cómo presentárselo a la opinión pública. Y todo ello sin asistentes, de memoria. Estaba inclinado frente a mí, los codos sobre las rodillas y el mentón sobre las palmas, su cabeza a dos palmos de la mía. Tenía una forma curiosa vista desde arriba, ligeramente oblonga, con el pelo muy corto y prematuramente encanecido. Para mí era sencillo ignorar el cuero cabelludo, la piel y el hueso, que no eran más que estorbos en mi camino al problema. Por un instante me imaginé apartando las partes externas de la estructura, seccionando la duramadre y revelando el kilo y medio de tejido cerebral que tomaba las decisiones más importantes del país y muchas de las del mundo. En mitad de ese kilo y medio de sustancia gelatinosa, unos pocos gramos descontrolados libraban una guerra sin enemigos y un único vencedor posible.
—No puedo antes de tres semanas —dijo el Presidente—. Hay compromisos ineludibles antes. ¿Es asumible?
—Sí, señor. Aunque le aviso de que en ese periodo es probable que los síntomas se agraven. Hay una medicación que podrá ayudar con eso —dije anotándola en un papel y tendiéndosela a Hastings.
—Muy bien —dijo éste al leerla—. Me encargaré de tomar las medidas oportunas para reservar un quirófano en Bethesda a nombre de un paciente anónimo.
Di un respingo de incredulidad al oír aquello.
—Disculpe, pero no voy a operar en Bethesda —dije sacudiendo la cabeza.
—Es un hospital de referencia, doctor Evans. Y dispone de los mejores equipos, además de poder garantizar la privacidad de…
—No siga, por favor —le interrumpí—. Sé cuáles son los argumentos objetivos, pero antes respóndanme a una pregunta: ¿por qué yo, y no otro de los que dijeron que sí?
—Ha operado 234 glioblastomas en los últimos cuatro años —dijo el Presidente—. De ellos, 61 afectaban a la zona del habla, y 39 se recuperaron sin problemas.
—Esos datos son confidenciales —dije, molesto—. No tenían ningún derecho a…
—Tiene usted el segundo mejor promedio del país, doctor. Sus profesores de la universidad dicen que tiene un talento natural y en la residencia… —empezó a decir Hastings.
Alcé un par de dedos, definitivamente enfadado.
—Dejé hemipléjicos a dos pacientes en el mismo periodo por complicaciones en su tallo cerebral. Dos. Otros once glioblastomas quedaron vegetales. ¿Esos no los cuentan? —bufé.
—No veo a dónde quiere ir a parar, doctor —dijo el Presidente con frialdad.
—Esta es una operación sumamente difícil. No se trata sólo de mi habilidad, ni bastará con citarle mis números al tumor como si fuera un bateador de los Yankees. Necesitaré suerte, suerte y concentración. Si hago la intervención en un quirófano que no es el mío y con un equipo que no es el mío, estaré nervioso. Y eso afectará al resultado final.
—Doctor, seguro que hay una manera de que usted se adapte a… —intercedió Hastings.
—No, no la hay, capitán. Es el presidente de los Estados Unidos, por Dios santo. Me están ustedes arrojando encima la mayor responsabilidad que le puede caer a un médico. No la aceptaré a la ligera. —Me giré hacia el Presidente—. No crea que le pido operar en mi propio hospital para sentirme superior, para colmar un complejo de inferioridad o por diversión. Lo hago porque de lo contrario me cagaré de miedo. ¿Lo comprende?
Él reflexionó unos segundos, y yo deseé con todas mis fuerzas que dijese que no. La situación era demasiado complicada, y yo tenía que pensar en Julia. El riesgo de que todo saliese mal era tan grande, las oportunidades de pifiarla tan estratosféricas, que el improbable logro de completar aquella operación con éxito se me antojaba una quimera.
—Lo comprendo. Pero no puedo aceptar operarme en un hospital de élite. Precisamente yo, que tanto he luchado por una sanidad pública de calidad. La opinión pública se cebaría con el caso durante meses —respondió, y yo suspiré aliviado.
Me había dado la excusa que necesitaba.
—Entonces será mejor que lo dejemos aquí.
Los tres nos pusimos en pie. Le estreché la mano al Presidente a modo de despedida y Hastings me acompañó fuera del consultorio médico.
—Siento lo sucedido —le dije cuando estábamos en el ancho pasillo de las alfombras rojas.
—No se preocupe. Entiendo sus razones, y en su caso hubiese actuado igual.
Hastings se equivocaba, por supuesto. Era un hombre afable y tranquilo, con la resistencia y lealtad de un caballo percherón. Si el Presidente decía «salta», él estaba en el aire antes de escuchar la segunda sílaba. Alguien con ese carácter jamás podría ser neurocirujano, así que su comprensión era un gesto tan amable como vacío.
—¿Va usted a acompañarme a la salida o debo esperar a alguien?
—En realidad, doctor Evans, antes de que se vaya me gustaría presentarle a una persona muy especial.
Volvimos a la sala de Mapas, y allí estaba ella.
Sentada al borde de un sillón de terciopelo con las piernas cruzadas por los tobillos, tecleando en su iPad, tan absorta que no oyó los educados golpes de Hastings en la puerta. Alzó el rostro cuando entramos y se puso en pie para saludarme. Tenía un porte aún más impresionante en persona, con un aire aristocrático en el rostro de ébano pero una calidez en la voz que desmentía su apariencia.
—Buenos días, doctor Evans.
Murmuré una respuesta educada, aunque ella no pareció escucharla, pues se volvió para interrogar a Hastings:
—¿Cómo ha ido?
El médico carraspeó suavemente, indeciso sobre cómo dar la noticia.
—Verá, el Presidente no quiere dar su brazo a torcer sobre el hospital, y el doctor Evans pide que se haga en el Saint Claire.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Por una razón médica de peso: necesitaría estar en mi elemento. Y una razón política no vale nada ante eso —contesté.
—Doctor Evans, ¿si consiguiera hacer cambiar de opinión a mi marido haría usted la operación?
—A decir verdad, señora, en estos momentos me pregunto si todo este asunto no me viene demasiado grande.
Ella sonrió, una sonrisa triste y espontánea, una sonrisa auténtica.
—Todo esto nos viene grande a todos, doctor. La primera noche que dormimos en esta casa la pasé llorando, de alegría y de miedo. Sé lo que significa tener encima de los hombros una carga mayor de la que se puede soportar.
—Hay quien está hecho de la pasta adecuada para el trabajo, señora.
—Gracias por expresarlo de forma tan educada.
Ella se detuvo un instante, mirando por encima de mi hombro, evocando un recuerdo o tal vez eligiendo sus palabras con cuidado antes de continuar.
—¿Sabe por qué seleccionamos al neurocirujano de la forma en que lo hicimos, doctor Evans? Cuando operaron de la rodilla a Bill Clinton, hace diez años, hubo literalmente una cola de cirujanos a la puerta del quirófano. Todos ellos querían decir que habían operado al Presidente, y cada uno hizo una pequeña tarea en aquella operación. No veían más allá del cargo. Nosotros —le tembló un poco el labio al usar el pronombre, y por un instante creí que estaba a punto de llorar— no somos así.
—Emplearon su poder e influencia para escoger lo mejor posible, señora. Tampoco veo excesiva diferencia con el caso que me plantea.
—No, doctor. Atendiendo a los fríos números, podríamos haber escogido a Alvin Hockstetter. Creo que lo conoce bien.
Escuchar el nombre de mi antiguo jefe de residentes en la Johns Hopkins me produjo un escalofrío. Aquel hombre aún seguía asustándome incluso después de más de cinco años sin verle. Era una manipulación obvia, y los tres lo sabíamos, pero era una en la que no podía resistirme a caer.
—¿También le mostraron las resonancias?
La primera dama asintió.
—Y se mostró dispuesto a operar —añadió.
Por supuesto que lo hizo. Alvin Hockstetter era el cerdo más arrogante y pretencioso que había conocido jamás. También era un genio autopromocionándose y seleccionando con infinito cuidado a sus pacientes, a los que no veía más que como un conjunto de células. Hockstetter no creía en el alma y consideraba las enfermedades como meros reajustes de la rueda de la vida. En cierto sentido tenía razón. A escala biológica, el cáncer no es un error, sino una de las muchas maneras en las que la naturaleza nos borra de la faz de la tierra para que dejemos sitio a los que vienen detrás.
A escala humana, ese maldito hijo de puta era el mismo enemigo que había matado a mi mujer.
—Señora, dígame por qué estoy aquí, entonces.
—Una de las agentes del Servicio Secreto que me protegen escuchó por accidente una conversación con el hombre que lo visitó a usted en la consulta. En esa conversación se citó su nombre y ella me dijo que le conocía.
Aquello me dejó atónito. Sólo podía referirse a una persona, pero llevaba muchos meses sin hablar con ella. Tanto ella como mi suegro seguían culpándome por lo sucedido.
—¿Kate Robson? Pero…
—La agente Robson es una mujer admirable. Cuando mencionó que eran parientes, le pregunté qué clase de médico era usted. Me dijo que no lo sabía, pero que era una buena persona. Y eso es todo lo que yo necesito saber.
Aquella demostración de serena humildad fue toda una lección. Las excusas con las que enmascaraba mi propio miedo se habían terminado. Ya sólo quedaba una cosa que decir.
—Y yo también, señora. Operaré a su marido.