10

Estaban esperándome a dos manzanas del hospital con cara de pocos amigos, apoyados en un sedán negro. Eran dos, vestidos de azul y de gris respectivamente. Debían de haberles dado una foto mía para que me reconociesen porque Traje Gris, al verme, hizo gestos para que me apresurase al tiempo que se señalaba la muñeca.

—Bonito reloj, ¿es nuevo?

—Llega tarde —gruñó él.

—Lo lamento, casi se me muere un paciente.

Tras la llamada a Kate y la ducha, me había puesto un pijama y una bata limpios. Al ir a coger mi móvil de la taquilla, la pantalla había parpadeado un par de veces y luego se había apagado. Intenté encenderlo de nuevo, pero el botón no me respondió.

—¿No podría haberse puesto algo más discreto? —dijo uno de ellos señalando mi ropa.

Me encogí de hombros.

—Es lo malo de salvar vidas, agente. Suele haber cierta pérdida de sangre.

Intercambiaron miradas, visiblemente molestos. Les habían ordenado una recogida discreta, en una calle poco transitada, y el sujeto en cuestión se presentaba de aquella manera. Lo hubiese sentido por ellos si no hubiese estado muerto de ansiedad y cagado de miedo.

—Está bien, suba —dijeron, abriéndome la puerta trasera del coche—. Creo que llevo algo en el maletero. Y, por Dios santo, quítese esa bata.

Traje Gris se puso al volante. Traje Azul me arrojó un chándal de los marines y se sentó a mi lado. El pequeño detalle de que yo fuera sin ropa interior no pareció importarle demasiado, ni yo le di demasiadas vueltas mientras me cambiaba. Seguía obsesionado por el hecho de que mi iPhone se hubiese apagado solo. No era cosa de la batería, ya que estaba casi al máximo. Estaba seguro de que había sido cosa del señor White, pero ¿por qué? ¿Había acaso descubierto la llamada que le hice a Kate? Y si era así, ¿había condenado a muerte a mi hija con aquella decisión?

Las preguntas me atormentaban como un animal rabioso devorándome los pulmones. Debieron de reflejarse en mi cara, porque Traje Azul me miró con severidad y se quitó las gafas de sol.

—¿Va todo bien, doctor?

Aquellos ojos negros parecían atravesarte como lanzas al rojo vivo, reduciendo tu alma a escombros y rebuscando tus secretos inconfesables entre los restos. O eso le pareció a mi mente ansiosa y culpable. Tenía que tranquilizarme y poner buena cara. Lo último que necesitaba era que aquellos gorilas del Servicio Secreto informasen a sus superiores de que el hombre que iba a operar al gran jefe mostraba una conducta alterada.

—Claro que sí. Es sólo que aún sigo intentando digerir la cena de anoche. Demasiados jalapeños. Igual sería bueno que abriesen una ventana, agentes —dije, refugiándome en la diarrea verbal como siempre que estoy nervioso.

Deben entender que durante la primera parte de mi infancia crecí rodeado de abusones de distintos tipos. Siempre pensé que un buen chorro de palabras me servía como distracción, como la tinta a un calamar. Tengo una fea cicatriz en el hombro con forma de F como prueba de que me equivoco, y un par de dientes postizos. El bueno del doctor Evans sénior tuvo que renunciar a muchas cervezas para poder pagar esos dos implantes cuando me adoptó.

Traje Azul asintió despacio, no muy convencido.

—Doctor, ahora debo pedirle algo que va a resultarle incómodo.

Le miré intrigado.

—Esa es una frase poco habitual en un agente del Servicio Secreto. Es más propia de mi proctólogo.

—Necesito que se tumbe en el suelo del coche, por seguridad. El camino hacia su punto de encuentro es un secreto, y usted no tiene autorización para conocer su ubicación.

—Ya sé dónde está la Casa Blanca, agente. Es el edificio grande ése de Pennsylvania Avenue.

—Doctor…, no vamos a la Casa Blanca.

—Me da igual a dónde vayamos, no vais a colocarme en el suelo como si fuera una puta alfombrilla.

El conductor del coche frenó a un lado de la calzada, y Traje Azul se movió del asiento de atrás al de delante. No repitieron la orden, se limitaron a estar parados allí, mirando por la ventana, como si yo no existiera.

A pesar de que el orgullo me hacía hervir la sangre, no tenía mucho margen para discutir. Había citado a Kate a las cuatro en el Saint Claire, y no podía retrasarme. Así que, a regañadientes, me tumbé en el suelo del coche, que se puso de nuevo en marcha.

Me pregunté si el lugar al que íbamos estaría demasiado lejos. Y si era así, ¿qué sucedería si no llegaba a tiempo a la cita con Kate? ¿Me atrevería a llamarla de nuevo poniendo en riesgo a Julia?

Cada vez más nervioso, decidí que tenía que bloquear aquellos pensamientos sobre sucesos que en aquel momento escapaban a mi control. Intenté serenarme recordando la primera vez que había ido a encontrarme con mi paciente tres semanas antes, sin intuir la cantidad de problemas en los que iba a verme envuelto…