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No pude quedarme demasiado en mi cueva. Tenía que salir a ver a mis pacientes. Aquel día no me tocaba estar con los residentes —gracias a Dios por los pequeños favores—, pero la ronda era inevitable. Había tomado ya una decisión: buscaría un móvil y me las ingeniaría para hacer una llamada a la única persona en el mundo que podía ayudarme.

El problema era si ella estaría dispuesta a hacerlo.

A eso de las 10.30, una hora más tarde de lo habitual, logré reunir la presencia de ánimo suficiente como para salir. A mediodía tenía un compromiso ineludible, así que no podía retrasarme ni un minuto más.

Comencé por el señor Melanson, un abogado retirado que iba por su quinta esposa. El aneurisma debía de habérselo causado ella, una rubia cuyo cuerpo sin duda tenía que puntuar en la escala de Richter. Si estar buena fuese ilegal, aquella mujer tendría un montón de pistolas apuntándole en todo momento. Por lo pronto, ahora tenía a un par de residentes, un celador y al marido de otra paciente formando corro a su alrededor junto a la máquina de café.

—Buenos días, Roger.

—¿Qué está haciendo mi mujer? —me espetó. Tenía un aspecto curiosamente más joven con el vendaje postoperatorio cubriendo su cabeza calva.

—Está seduciendo a unos cuantos chicos malos junto a la máquina de café.

—Maldita sea, y yo aquí postrado. ¿Cuándo diablos va a soltarme, doc?

No hace ni cinco días, Melanson estuvo en mi quirófano con un aneurisma en la arteria cerebral media que literalmente explotó en mis manos mientras lo estaba clipando. La sangre de aquel viejo peleón me había cubierto la máscara, las gafas y el mandil mientras yo, jurando en arameo, las pasaba putas para hacerle un bypass arterial y salvarle la vida. De no haber intervenido a tiempo y correctamente, este hombrecillo delgado, vivaz y de ojos traviesos sería una maceta que sorbería líquidos por una pajita y los perdería en un pañal.

—Ese aneurisma estuvo a punto de matarle. Tenga un poco de calma. ¿Tanta prisa tiene?

Mientras comprobaba sus constantes, aproveché para echar un vistazo disimulado a la mesilla de noche al lado de la cama del paciente. Necesitaba hacerme con un teléfono móvil sin que nadie se enterase. Tendría que tomarlo prestado temporalmente. Y el de Melanson no se veía por ninguna parte.

—Tengo ganas de buscar a una nueva señora Melanson, doctor. A la de ahí fuera ya le ha llegado la hora.

—¡Será la sexta! ¿No ha tenido ya suficientes?

—La séptima, en realidad. Hubo un asuntillo de un par de días en Las Vegas que nunca contabilicé en mi registro oficial. Y mientras sigan firmando mis acuerdos prematrimoniales blindados, habrá unas cuantas más.

Solté una carcajada involuntaria.

—Bueno, le veo bien, Roger. Así que si pasado mañana no hay sorpresas le daremos el alta. Pero sólo si me promete que pospondrá la búsqueda un mes o dos.

—Prometido —dijo haciéndose una cruz sobre el pecho—. Pero que quede claro que si ella me encuentra a mí, no respondo.

Me choqué con la futura exseñora Melanson en la puerta. Se limitó a mascullar un «Hola» mientras cotilleaba el Facebook en su teléfono. Debí de mirarlo con ojos de deseo porque ella, malinterpretando la dirección que seguían mis ojos, se pegó un farisaico tirón del escote hacia arriba.

Meneando la cabeza, salí al pasillo.

Los tres siguientes en mi lista eran casos bastante sencillos, a los que daría el alta esa misma semana. Pero todos ellos estaban acompañados de familiares y amigos, y no hubo forma de hacerme con un móvil. Maldiciendo en voz baja el desempleo, que daba a la gente tantas horas libres, doblé la esquina y entré en el Ala Warton.

Aquella zona especial de neurocirugía había sido remodelada en 2010 gracias a los fondos aportados por Josephine Warton, una multimillonaria agorafóbica y bastante misántropa cuyo único propósito era separarse del resto de los ricos millonarios cuando recibía tratamiento por sus ataques epilépticos. En la práctica, el ala Warton consistía en una única habitación con una recepción amueblada con pésimo gusto y un pequeño puesto de enfermeras que casi siempre estaba desierto. Una zona ultraexclusiva dentro de un hospital exclusivo.

El viernes tendría un ocupante bastante famoso. Irónicamente, en aquel momento el paciente que se recuperaba en ella era un producto muy diferente de la sociedad: el pobre Jamaal Carter.

La jefa de servicio Wong había dado orden de acomodarle allí para tenerlo alejado de los pacientes de pago. A él y a su séquito, un grupo ecléctico de adolescentes de minoría étnica sin orientación académica definida. Es decir, pandilleros.

Eran cuatro, sentados en los sofás de la zona de estar, con los pies encima de una horrorosa mesa de mármol rosa con pies de bronce. A su espalda, el retrato de Warton —quien había especificado en su testamento que debería presidir siempre aquella sala— fruncía el ceño en una clara muestra de desaprobación. A la buena señora, fiel discípula de Ayn Rand, le hubiera horrorizado que atendiésemos a Jamaal Carter pro bono en su ala. A mí no me preocupaba demasiado. Este hospital había ganado 128 millones de dólares el año pasado. Podíamos permitírnoslo.

Y respetar el codicilo de la vieja bruja no era una prioridad para mí. Nos había tratado a todo el personal peor que si fuéramos esclavos, así que cada vez que veía aquel cuadro me entraban ganas de conducir hasta el cementerio, abrir el panteón Warton y golpearle en el cráneo con su propia tibia.

Tres de los cuatro pandilleros se levantaron cuando llegué y empezaron a hablar a la vez.

—Ya era hora de que viniese un médico a ver a Jamaal. ¿Qué clase de negocio lleváis en este tugurio, colega?

—Hey, doc. Si hay un problema de pasta o algo, me lo dice, ¿vale?

—Dígale a Jamaal que estamos aquí. El poli ése no nos deja pasar.

Señalaba a un agente veterano que, cómodamente atrincherado en su silla tras un ejemplar del Post, custodiaba la puerta de la suite Warton. Ver allí a aquel representante de la ley me provocó un vacío en la boca del estómago. Todo mi cuerpo me pedía correr hacia él, engancharle por el uniforme y obligarle a ayudarme. Estaba luchando contra ese sentimiento cuando me llegó un mensaje.

PIENSA BIEN LO QUE HACES.

Apreté los puños con fuerza dentro de los bolsillos de la bata e intenté escuchar mis propios pensamientos por encima del parloteo de los pandilleros. ¿Cómo podía saber White lo que ocurría? Era imposible que hubiese colocado cámaras o micrófonos allí. El Servicio Secreto había estado revisando aquella zona discretamente la semana anterior, y volverían a hacerlo mañana.

Aquello me confirmó lo que llevaba sospechando desde la noche anterior: el hijo de puta debía de estar usando el micrófono de mi teléfono para espiarme. Mientras lo llevase encima, podría oír todo lo que se decía a mi alrededor. Y probablemente controlaba la cámara también. Eso complicaba mucho las cosas.

De pronto me fijé en uno de aquellos chavales, el único de los cuatro que había permanecido en su asiento a mi llegada.

—¿Qué le pasa a tu colega? —pregunté.

Tenía los ojos fijos en la mesa de mármol, estaba demacrado y el labio inferior le temblaba.

—A T-Bone no le pasa nada, doc —se apresuró a decir uno de ellos, el que parecía el jefe—. Entre ahí y encárguese de Jamaal.

Deduje que el chico estaría hasta arriba de crack —grave error— y me metí en la suite, dolorosamente consciente de que la hora se aproximaba y de que no había conseguido mi objetivo. Saludé al policía, que gruñó al verme pasar, sin levantar la vista de las páginas de deportes.

Tenía previsto estar allí cuatro minutos, pero se transformaron en veinte por culpa de Mama Carter, el ser humano más persistentemente agradecido que me he encontrado jamás.

—Buenos días —dije al entrar—. Soy el doctor Evans.

—¿Es usted? —gritó una señora que ocupaba el asiento de visitantes, a la cabecera de la cama—. ¿Es usted quien curó a mi pequeño? ¡Aleluya! El Señor guio sus manos para salvar al bueno de Jamaal, bienaventurado sea el dulce Jesús.

Corrió hacia mí y comenzó a besarme las manos, haciéndome sentir terriblemente incómodo. Debía de medir un metro y medio, pesar ochenta kilos y tenía un rostro dulce como la miel. Era la abuelita ideal, salvo por el exceso de besos.

—Rece conmigo, dele las gracias al buen Señor por ese don para curar —insistió ella.

Me he encontrado muchas veces con esa actitud. Muchos pacientes dan las gracias a Jesús por salvarlos en la mesa de operaciones y te envían a sus abogados cuando las cosas salen mal. Los médicos podríamos vivir sin el agradecimiento si las demandas fuesen dirigidas también a Jesús.

—Lo hago, señora…

—Soy Mama Carter. Soy la abuela de Jamaal. Mi hija murió. Ahora está sentada a la derecha de Jesús, y cada noche toma con él buen pan de maíz y chuletas. Eran su comida favorita, y la pobre niña era una santa. Ahora cuida de todos nosotros, le envió a usted a sanar a mi pequeño.

Conseguí rodearla para alcanzar la cama de Jamaal. Vestido sólo con el pijama del hospital parecía mucho más pequeño y frágil. Su rostro aniñado estaba vuelto hacia la ventana, como una paloma que mirase hacia una libertad inalcanzable. Cuando llegué a su lado se dio la vuelta. Tenía un pie esposado al armazón de la cama, que tintineó ligeramente. Su abuela se apresuró a cubrirlo con la sábana. La futilidad de aquel pequeño gesto me desgarró el corazón.

—¿Cómo lo llevas, chaval?

Él me miró con sus enormes ojos marrones y se encogió de hombros. La cara se le torció de dolor.

—No debes mover los brazos. ¿Sabes que tenías un balazo en la espalda?

—Sí, me lo han dicho las enfermeras y los polis que han venido esta mañana. No recuerdo mucho de anoche. Pero me acuerdo de su voz, hablándome. ¿Usted me quitó la bala?

—Mira mi dedo fijamente y síguelo con la vista. Ahora mueve los dedos de las manos. Buen chico. Los dedos de los pies… Bien. Sí, sí fui yo quien te operó. Estuviste a un pelo de quedarte en una silla de ruedas para toda la vida, Jamaal. Deberías tenerlo muy presente antes de andar con esos tipos de ahí fuera.

—Son mis hermanos de sangre —dijo envarándose. Le hubiera quedado muy machote si no hubiese soltado un gallo.

—Ya, bueno, no he visto que ellos hayan sangrado demasiado.

—Jamaal quiere darle las gracias. ¿Verdad, Jamaal? —intervino Mama Carter.

El joven asintió y apartó la vista.

—Mañana le trasladarán al MedStar —le dije a la abuela.

—¿No puede quedarse aquí?

—Me temo que no, señora. Necesitamos la habitación.

Seguramente la señora Carter entraría en shock si supiese quién sería el próximo ocupante de aquella cama.

—Me gusta este lugar —dijo señalando alrededor, las paredes forradas con madera de palosanto y las lámparas de Tiffany—. Tengo algo de dinero ahorrado de mi pensión, ¿no podrían…?

Unos gritos afuera me ahorraron el mal trago de explicarle a la señora Carter que cada noche en la suite Warton costaba 27 500 dólares. La puerta se abrió de golpe y el policía asomó la cabeza, muy alterado.

—Doctor, será mejor que salga. Aquí hay algo que va terriblemente mal.

Crucé la puerta a la carrera. Los tres pandilleros rodeaban al cuarto, al muchacho que no se había levantado cuando yo entré. Estaba tumbado en el suelo, luchando por respirar.

—¡Apartaos, apartaos, joder!

Tenía el pulso tan débil que apenas fui capaz de encontrarlo. A aquel muchacho le quedaba apenas un hilo de vida. «Maldita sea —pensé—. Justo lo que necesitaba ahora».

—Usted —dije señalando al policía—. Vaya a esa puerta y grite «Código azul» tan fuerte como pueda.

—Yo tengo que quedarme vigilando…

—¡Vaya, maldita sea! Ese chico no irá a ninguna parte.

No le di la oportunidad de replicarme y me di la vuelta para atender al herido.

Me di cuenta de que tenía sangre en las manos. Abrí la cazadora del chaval, revelando una camiseta de béisbol completamente empapada.

—¿Qué le ha pasado? —grité mientras apartaba la ropa.

—Eh… Estaba bien. T-Bone estaba…

—Tu amigo se va a morir, tío. Será mejor que espabiles.

Bajo la camiseta, un vendaje hecho apresuradamente con ropas desgarradas y cinta de embalar se había convertido en un desastre sin paliativos. Aquella chapuza no hubiese sido capaz ni de contener un arañazo provocado por unas zarzas. Apreté con todas mis fuerzas para detener la hemorragia, intentando ganar unos preciosos segundos para el chaval.

—¿Ha sido un balazo?

—Una… una puñalada —tartamudeó una voz a mi espalda—. No hemos dicho nada para no meterle en problemas. ¡Creímos que estaría bien!

En ese momento llegó el equipo de código azul, arrastrando el carro de paradas con un estrépito infernal y apartando a los pandilleros a empujones. Eran tres, dos hombres y una mujer, los cabrones más duros de todo el hospital. Eran nuestro mejor equipo de resucitación, acostumbrados a reírse en la cara de la muerte. Tenían acero en los brazos y hierro en la voluntad. Y verlos arrodillarse a mi lado supuso un alivio enorme.

—Herida de arma blanca en la caja torácica, sólo entrada. Pulso bajo mínimos. Lleva muchas horas perdiendo sangre.

—Maldito imbécil. ¡Mónica, la epinefrina!

Iba a retroceder, dejando a T-Bone en mejores manos que las mías, cuando vi que sobre la moqueta, en el confuso bosque de rodillas, había un móvil. En un gesto apresurado, me lo guardé en el bolsillo de la bata.

Me di la vuelta para ver si alguien se había fijado en lo que acababa de hacer, pero todos parecían bastante ocupados. El policía contemplaba atónito la escena mientras pedía refuerzos por radio, seguramente para detener a los otros pandilleros, que se habían convertido de repente en testigos de un intento de homicidio y quién sabe qué más. Y éstos, dudando entre su lealtad a sus amigos y la prudencia, optaron por la segunda. Salieron al pasillo del hospital sin mucho disimulo, seguidos por el veterano agente que apenas podía con su cinturón. No tenía demasiadas dudas sobre quién llegaría primero al ascensor.

Miré el reloj de mi móvil. Eran las 11:53.

Apenas tenía tiempo. Bajé corriendo al vestuario, mientras me limpiaba apresuradamente los restos de sangre que aún tenía sobre los dedos en un trozo de gasa que había cogido del carro de paradas, y me desnudé. Dejé mi móvil y el busca en la taquilla y me metí con el del pandillero en las duchas. Era un modelo prepago que debía de tener un par de años. Recé una oración en silencio para que tuviese suficiente saldo para una llamada.

Conteniendo el aliento, marqué el número de la persona en cuyas manos residía la única esperanza de mi hija.