Cuando llegué al hospital a la mañana siguiente, mi mente trabajaba a toda velocidad.
Al poco de recibir el terrorífico mensaje de White me había quedado dormido, rendido por el cansancio. Descubrir que habían sembrado de micrófonos mi casa y sabe Dios qué otras cosas me arrancaba escalofríos de la espina dorsal. Pero tras un turno de 36 horas y todas las emociones que hubo después estaba demasiado agotado como para hacer nada al respecto.
Fui dolorosamente consciente al despertar. Mientras me duchaba y me vestía sentí mi intimidad completamente invadida, como si un par de ojos oscuros y sucios me acechasen desde cada esquina. Nunca me habían gustado demasiado las películas y las series de espías, pero a Rachel le encantaban. Intenté recordar lo que había aprendido viendo Homeland y Person of Interest, aunque solía verlas con medio cerebro, la otra mitad inmersa en una novela o en el Journal of Neurosurgery. Casi todo lo que recordaba me parecieron chiquilladas o lugares comunes.
Entendía muy bien por qué White había mandado el mensaje en el momento en el que lo había hecho. Quería dejar claro que controlaba hasta el más leve susurro que saliese de mi boca. Pero aquella mañana tenía que ir a trabajar. Me había dejado muy claro que debía seguir mi rutina habitual y no llamar la atención en absoluto. Estaba seguro de que estaría controlando el teléfono de casa y el móvil. Pero ¿estaría controlando los teléfonos del hospital también? Lo dudaba mucho. Un celador me dijo una vez que había novecientas líneas en el edificio. A White le sería imposible pincharlas todas. A no ser que hubiese hackeado la centralita y se limitase a controlar llamadas a determinados números, como el 911 o el FBI. ¡Maldita sea, ni siquiera sabía si tal cosa era posible!
Justo en ese momento sonó mi móvil. El identificador de llamadas estaba en blanco.
Era él.
—Buenos días, Dave. Deberías apresurarte, hay un atasco en la 16.
—Gracias por el informe de tráfico —dije, con un tono que significaba algo muy distinto.
—Deja de mirar esa lámpara. No hay ninguna cámara ahí.
Me aparté de ella de un salto, volviendo la cabeza hacia todas partes.
—Tampoco en ese cuadro, ni en esa pared, Dave. O tal vez sí. Eso no te incumbe. No buscarás las cámaras ni los micrófonos. Si por casualidad te encuentras uno, lo dejarás en su sitio. No queremos perder el contacto, ¿verdad?
—Verdad —mascullé, tragándome la humillación.
—Ahora tienes que llamar al colegio de Julia y decir que está enferma, que no volverá hasta el lunes. Adelante, te espero.
Obedecí, usando la línea de casa. Cuando regresé al móvil, White estaba tarareando suavemente una canción que no conseguí identificar.
—Bien hecho, Dave. Tan sólo una cosa más: vas a pasar mucho rato en un edificio enorme lleno de teléfonos, de ordenadores y otras muchas cosas peligrosas para tu hija. Tendrás la tentación de usarlos para pedir ayuda. No caigas en ella. Puede que no lo entiendas, pero estoy vigilando. Siempre. Por más medios de los que eres capaz de entender.
Sonó el tritono en el teléfono. Me lo separé de la oreja. Acababa de llegar un mensaje con una foto. Al abrirla, vi a mi hija encerrada en aquel agujero infecto. Tenía los ojos cerrados y se abrazaba las rodillas, apoyando en ellas la cabeza, intentando dormir.
—Si no obedeces, Dave, ésta será la última imagen que verás de ella. No lo olvides.
Colgó sin darme tiempo a responder. Yo me quedé mirando la foto de ella durante un segundo, pero de pronto desapareció.
Fui a buscarla como un loco a mensajes y al álbum de fotos, pero había sido borrada de ambos sitios. Solté una maldición, pero no sirvió de nada. Aquel malnacido tenía un control total de mi teléfono, tal y como me subrayó el mensaje que recibí al instante.
ES HORA DE TRABAJAR.
Maldiciendo de nuevo me subí al coche, intentando pensar.
Media hora más tarde, mientras bajaba a los vestuarios, mi mente era un hervidero. Intentaba considerar todas mis opciones, pero tenía varias cosas claras. Primero, White mentía. No podía vigilarme todo el tiempo, y menos en un lugar tan enorme como el hospital. Segundo, necesitaba contactar con alguien. Tercero, si me equivocaba o aquél con quien contactaba cometía un error, Julia estaba muerta.
Como le había visto la cara, probablemente me matarían a mí también. Aunque si perdía a Julia, poco me importaba lo que me hiciesen.
Fui hasta mi taquilla, pero en lugar de coger mi bata blanca y mi pijama azul, fui hasta el armario de suministros y agarré las prendas desgastadas y con olor a lejía barata que usan los residentes.
Todos los cirujanos somos personalidades tipo alfa. Tanto hombres como mujeres dentro de esta profesión luchamos por ser el macho dominante, el mejor. Estamos midiéndonosla todo el rato y eso incluye lo que llevamos puesto en el quirófano. Lo crean o no, se fabrican carísimos pijamas y gorros personalizados con los colores más extravagantes que se puedan imaginar.
Es nuestra manera de diferenciarnos de los residentes, de los enfermeros, de los médicos de planta y de todos los especímenes que viven por debajo de nosotros en la pirámide alimenticia. Nosotros estamos en lo más alto, y nos esforzamos mucho por dejarlo claro.
Yo no tenía que operar aquel día, pero necesitaba estar seguro de que no llevaba nada encima en donde White hubiese podido poner un micrófono o algún chisme electrónico. Me desnudé por completo y me enfundé el pijama y la bata blanca, genérica y sin mi nombre. No tomé el fonendoscopio ni nada que fuese mío. Parecía un vulgar residente.
La última decisión que me quedaba era si llevar o no el móvil y el busca.
Por suerte, llegaba tarde y apenas había nadie en el vestuario, porque durante unos instantes me quedé congelado, mirando aquellos dos dispositivos como un perturbado. Nunca me separaba de ellos, y llegaba a ponerme muy nervioso si a alguno le fallaban las pilas o el indicador de batería se ponía en rojo. Pero en aquel momento esos objetos significaban el mal.
Dejar el móvil en la taquilla significaba perder el contacto con White. Sabía que lo había manipulado de alguna forma, y necesitaba desprenderme de él. Pero perder el contacto con él podría ponerle nervioso y podría hacer daño de alguna forma a Julia como represalia.
Y no sólo eso. En aquel momento aquel pequeño trasto de sólo 112 gramos era mi único vínculo con mi hija. No podía arriesgarme. Me lo metí en un bolsillo de la bata y cerré la puerta de la taquilla.
El eco del sonido metálico resonó por el vestuario desierto mientras me dirigía a la salida.
Por desgracia, no había avanzado nada, y el trabajo del día se me acumulaba. No había desayunado, pero el estrés y los nervios me exprimían las tripas, era incapaz de probar bocado.
No obstante, no podía dejar traslucir ninguno de los sentimientos que me preocupaban. White lo había dejado muy claro: tenía que sonreír. Los suyos no eran los únicos ojos que me estarían vigilando en los próximos días.
Entré en el ascensor y me encontré con uno de los de administración, un tipo masivo y risueño que me caía muy bien. Enseguida noté en sus ojos ese primer síntoma de rechazo que experimentaban todos al verme desde el suicidio de Rachel.
—¿Qué tal, Mike?
—Ya ve, doctor, luchando contra la anorexia —dijo palmeando su enorme vientre.
—Veo que tienes dominada a la muy cabrona —reí.
Mike rio conmigo, muy sorprendido al verme bromear de nuevo.
—Nos vemos luego —le dije al salir.
—Seguro que me ve usted a mí primero —bromeó él, riendo incluso después de que se cerraran las puertas.
Di un par de pasos fuera del ascensor y tuve que detenerme un instante. Las luces, el movimiento, los teléfonos sonando, los carritos y las camillas rodando por el pasillo, las enfermeras cotilleando en una esquina, la jefa de residentes pastoreando a todos aquellos chavales de habitación en habitación, el olor a desinfectante. Toda aquella actividad a mi alrededor, todos aquellos elementos que formaban el caos al que yo llamaba hogar me resultaban ajenos.
Me sentía lejos, a mil años luz de todos aquellos estúpidos que no comprendían lo que me sucedía. Si se enterasen de que habían secuestrado a Julia musitarían un «Oh, Dios mío, eso es horrible» y luego menearían la cabeza antes de volver a casa a besar a sus familias y pensar que todo aquello no podía sucederles a ellos. Tal y como hicieron con Rachel. Como mucho me evitarían discretamente durante unos meses, una reacción natural para que tu mala suerte no se les pegue. En los hospitales somos muy supersticiosos, y los cirujanos más.
Una enfermera pasó a mi lado y me saludó con una gran sonrisa, que yo le devolví ordenando a mis músculos faciales que se moviesen.
La tremenda incongruencia entre la alegría despreocupada de aquella mujer y la angustia que yo experimentaba era desesperante.
Me forcé a recomponerme y a seguir hasta el puesto de enfermeras. Saludé con la cabeza al pasar.
—¿Alguna novedad?
—Han llamado de Estocolmo, no sé qué de un Nobel que querían darle —dijo Sandra, la jefa del turno de día.
—Diles que paso, ahora se lo dan a cualquiera.
Sandra rio, también sorprendida de que respondiese a la broma. Me sentí un poco culpable. Entre médicos y enfermeras siempre ha existido una soterrada lucha de clases. Ellas creen que hacen todo el trabajo, mientras nosotros nos llevamos todo el mérito y nos dedicamos a mandar. Nosotros… Bueno, podemos ser bastante despreciables. Yo siempre había intentado evitar esa actitud, aunque me di cuenta de que con mi mal humor de los últimos meses ese propósito se había esfumado, haciendo miserables las vidas de todos a mi alrededor.
Aunque la angustia tomó de nuevo el control.
—Voy a mi consulta a preparar la ronda. Hoy voy muy atrasado.
—Espere, doctor, hay un tema que quería consultarle. —Sandra rebuscó debajo del mostrador y colocó entre ambos la carpeta donde se guardaba la programación de quirófanos para los próximos días.
Me incliné sobre ella y di un respingo al ver el nombre que había subrayado. Un nombre sobre el que no me interesaba que se hiciesen demasiadas preguntas.
—Se trata de R. Wade. Tenemos su historial clínico, un método de pago y toda la ficha en orden, excepto el número de la seguridad social. Cuando he intentado buscarlo en el ordenador me ha dado error. Y en el número de teléfono que tenemos salta siempre el buzón de voz.
Por supuesto que nadie contestaría. R. Wade, un varón negro nacido en Des Moines el 4 de agosto de 1961, no existía. Su número de teléfono y su dirección habían sido aportados por el Servicio Secreto. El quirófano estaba reservado durante toda la mañana del viernes, y el otro que teníamos en aquella planta había sido programado para una revisión de equipos informáticos que nunca se produciría. Tan sólo tres personas en todo el edificio conocíamos la identidad del paciente: el director del hospital, mi jefa y yo. Había sudado tinta para lograrlo, en un lugar donde la intimidad no existe. Y aquello no era nada comparado con los juegos malabares que tendríamos que hacer en las cuarenta y ocho horas siguientes.
Teníamos que evitar a toda costa que se supiese quién iba a operarse allí. Porque si se enteraba una persona se lo acabaría contando a un amigo, y éste a su mujer. La mujer a su mejor amiga, que lo colgaría en Twitter… La intervención podría cancelarse o cambiar de fecha. Y eso sería la muerte de Julia.
—Seguro que sólo se habrán confundido en una cifra —dije, intentando sonar despreocupado—. Rellena la ficha de admisiones con el que tienes y ya lo cambiaremos después.
—Pero, doctor, esto es muy irregular. Y si la aseguradora…
—Créeme, Sandra. Este paciente no tiene problemas de liquidez. Ni el más mínimo.
Ella me miró sorprendida, pero no dijo nada. De pronto fuimos conscientes de la proximidad entre nosotros y me aparté. Ella se recogió un poco un pelo en un gesto azorado y retrocedió también.
—Me temo que necesito resolverlo, doctor. Usted ha estado llevando al paciente desde el principio, ¿verdad? ¿No podría…?
No tenía la calma ni la energía necesarias para llevar bien aquella situación.
—Pues si tanto te urge llama a Meyer —el director del hospital— y háblalo con él. ¡Vino recomendado por él, maldita sea!
Ella se revolvió, incómoda. Siniestro Dave había vuelto.
Yo me largué corriendo y me encerré en el despacho, sintiéndome mal por haberla tratado así, pero necesitaba estar a solas unos minutos para lograr serenarme.
Me dejé caer en la silla de golpe. Aquella reacción exagerada no ayudaba a mantener en secreto la identidad del paciente. La mañana no podía haber empezado peor, y aún iba a empeorar mucho más.