Aquí en el corredor de la muerte hay un tipo a cuatro celdas de distancia, un tal Snow, que se pasa todo el día jugando al solitario. Dice que lo más importante para ganar es arrancar con buenas cartas. Si la mano de partida le sale mala, simplemente recoge sus naipes y comienza de nuevo, como si tuviese todo el tiempo del mundo. No es así. A Snow le quedan seis semanas, así que dentro de muy poco lo veremos caminar pasillo abajo.
Ese imperioso deseo de comenzar de nuevo, de borrar las cartas que el destino te ha repartido, es un sentimiento engañoso y perturbador. Todos lo hemos sentido alguna vez, aunque nunca es más acuciante, devastador y peligroso que cuando está alimentado por la culpa y el remordimiento. Entonces es capaz de volver loco a un ser humano. No es de extrañar que casi todos en este lugar acaben clínicamente chalados.
No existe el borrón y cuenta nueva.
La noche en que regresé del primer encuentro con el señor White y me arrastré escaleras arriba, hasta el cuarto de Julia, lo hice en un estado casi catatónico. Insensible, como cuando sales de la consulta del dentista con media cara dormida.
No recuerdo haberme subido al taburete blanco que mi hija usaba para descolgar la ropa de la percha. Debí de hacerlo, porque en algún punto me encontré aferrando una bolsa de plástico grueso de cierre hermético, de las que sirven para almacenar la ropa de fuera de temporada. Saqué de ella una vieja y desgastada sudadera universitaria, la llevé hasta mi cara y aspiré con fuerza. Aún retenía el olor de Rachel, esa mezcla de olor a desodorante, jabón de flores y piel limpia que ella dejaba en la prenda cada vez que se la ponía.
Entonces comprendí que jamás iba a volver a verla. Que no habría más tés en la cocina antes de dormir, ni más paseos bajo los árboles, ni más miradas cómplices por encima de la mesa de operaciones. La aplastante revelación vino acompañada de un sentimiento de aceptación. Todos aquellos meses de hosca y culpable tristeza, en los que me había convertido en un ermitaño malhumorado y adicto al trabajo, terminaron en aquel instante.
Porque comprendí.
Rachel Evans, de soltera Rachel Robson, recibió los resultados de su resonancia magnética cuarenta y ocho horas antes de suicidarse. Llevaba unos días con dolores de cabeza bastante fuertes, a los que ella restaba importancia y a los que yo no presté demasiada atención. No se moleste en juzgarme por ello, yo llevo haciéndolo mucho tiempo y bastante más duro que usted. En mi descargo diré que no hay nadie más ciego ante los problemas de salud de su familia que un médico. La respuesta a cualquier síntoma que presenten esposas e hijos es dar una aspirina y mandarles a dormir la siesta.
Rachel era una mujer con un umbral de dolor altísimo, que jamás se quejaba por nada y que dio a luz a Julia sin más ayuda química que un par de Coca-Colas light. Así que cuando se dio cuenta de que estaba tomando un bote entero de analgésicos diario, se asustó mucho. O al menos eso me dijo un compañero del servicio de neurología. Había acudido a ellos en secreto, y le habían hecho la tomografía mientras yo, ignorante de lo que sucedía, asistía a una función del colegio de Julia. A la misma hora en que yo veía a mi hija bailar disfrazada de mapache, a mi mujer le decían que tenía un glioblastoma multiforme en estadio IV. El cáncer cerebral más mortífero y, desgraciadamente, también el más común. Más de la mitad de los tumores en la cabeza son GBM, un asesino implacable para el que hay difícil cura.
—¿Cuánto me queda? —había preguntado Rachel al neurólogo con lágrimas en los ojos.
—Sin intervención, seis o siete semanas. Por desgracia, está muy ramificado y me temo que crecerá muy deprisa. En unos días afectará al área del lenguaje.
Ella lo comprendió enseguida. No sólo era una gran médico, también había intervenido en suficientes operaciones de neurocirugía para comprender el destino que le esperaba. Cómo iría perdiendo progresivamente sus facultades hasta dejar de ser todo lo que ella era. Y cómo en el camino sufriría enormemente y haría sufrir aún más a su familia.
—Tal vez David… —aventuró el neurólogo.
—No.
—Pero Rachel… Él ha conseguido algunos resultados con…
—¡No! No le dirás nada a David. Prométemelo. Guardarás el secreto hasta el lunes. Este fin de semana es nuestro aniversario y quiero celebrarlo sin que nada lo estropee.
Tal y como me admitirían después con la cabeza gacha, ellos se tragaron la mentira de Rachel y cerraron la boca. Al igual que se tragó otra mentira un compañero anestesista al que acudió un par de días después.
—Tengo una jaqueca terrible, estoy agotada. ¿Podrías ponerme una vía? El neurólogo me ha recetado un analgésico suave cada cinco horas y no me apetece pasármelas aquí. Y ya sabes que odio las agujas.
El anestesista la miró, reticente.
—¿No puede hacerlo tu marido en casa?
—David y yo no vamos a coincidir, él comienza el turno en un rato —mintió ella.
Así que Rachel se marchó del hospital con una vía puesta en el brazo izquierdo y se dirigió al Four Seasons, donde la tarde anterior había reservado una habitación con vistas. Extrajo de su bolsa de mano un sobre con una carta manuscrita, que dejó cuidadosamente colocada en la mesilla de noche. Programó el correo electrónico para realizar un envío automático al cabo de tres horas a la comisaría de policía, diciendo dónde podían encontrarla.
Después colgó del cabecero de la cama el cóctel de Propofol, Fentanilo y Vecuronio que había preparado en secreto en el hospital, se lo acopló en la vía intravenosa tan amablemente insertada por su compañero y se sumergió en el sueño plácido del que no iba a despertar jamás.
Visto en retrospectiva, el plan de Rachel había sido impecable. Aquella mañana había echado al correo la carta en la que se despedía de mí, la carta de la que yo jamás había hablado a nadie. Luego llamó al colegio para decir que Julia iba a faltar aquel día y se la llevó a jugar al parque y a comer pizza, helado y otras cosas prohibidas entre semana.
Le pregunté muchas veces a Julia por aquel día. Qué le dijo Rachel, si la abrazó, si le dijo algo fuera de lugar. Pero Julia recuerda muy poco o casi nada. Es curioso cómo la felicidad pura, sin adulterar, no deja poso en nuestros corazones, mientras que las aguas turbias de la tristeza manchan por doquier. Yo tengo grabado ese día a la perfección, hasta el último detalle. La niña sólo recuerda cómo Rachel le dijo que la amaba y que estaría con ella siempre.
—Mamá olía a fresas.
Cuando regresé del trabajo, mi esposa debía comenzar supuestamente su turno. Lo habitual en días como aquél era cambiar un par de besos apresurados mientras uno salía y el otro entraba, pero me sorprendió ver que ella estaba descalza, esperándome en el jardín delantero.
—¿Qué haces? —dije mirándola extrañado.
—Quiero sentir la hierba en los dedos de los pies.
—Vas a llegar tarde al trabajo, so vaga —protesté, sin saber que ella acababa de llamar a su jefe de servicio para avisar de que estaba enferma.
—Hoy no hay mucho lío. Tomémonos un té.
Pasamos un rato en confortable silencio. Cuando finalmente se marchó, me dio un abrazo largo y un beso interminable.
—Te quiero mucho, doctor Evans.
—Y yo a ti, doctora Evans.
Mientras iba camino del coche, le grité «Trae donuts al volver, si te acuerdas». Ella se detuvo y me sonrió por encima del hombro, su media melena agitada por la brisa. Quiero pensar que en aquel momento su determinación flaqueó por un momento, aunque fuese por esa prosaica petición. O tal vez es la mentira que me cuento a mí mismo para paliar la sensación de que las últimas palabras que le dije antes de marcharse fuesen tan mundanas.
—Te quiero —repitió ella—. Dale un abrazo enorme a Julia de mi parte.
La saludé con la mano mientras se marchaba, y ésa fue la última vez que la vi con vida.
Cuando el policía alto y de grandes bigotes llamó a la puerta de casa a la mañana siguiente, yo no tenía ni la menor sospecha. Su mirada fija y escrutadora era capaz de agrietar los espejos, pero en aquel momento apenas reparé en ello. Sólo atendí, asintiendo con rostro pétreo, a su descripción de cómo una camarera había encontrado a Rachel al ir a arreglar la habitación.
—No es cierto —respondí.
—¿Quién es, papá? —dijo la niña desde lo alto de la escalera.
—Vuelve a la cama, cariño —grité—. Es alguien que se ha equivocado.
—Me temo que no es ningún error. ¿Tiene idea de por qué haría algo así?
—No es cierto —repetí. Las piernas se me aflojaron, y la voz del policía parecía venir desde muy lejos.
—En su carta dice que estaba enferma. ¿Sabía usted de su condición, doctor?
—Ella… ella… odiaba el dolor.
—¿Había algo en su actitud que le haya dado indicios de que pensaba suicidarse?
Recuerdo que caí de rodillas, incapaz de responder. La incredulidad, el asombro y la sensación de fracaso ahogaron en mi interior las respuestas que ambos buscábamos.
Respuestas que sólo ahora, abrazado a su vieja sudadera en la habitación de nuestra hija secuestrada, había alcanzado a comprender.
Rachel y yo éramos las únicas personas en el mundo. Nadie tenía lo que habíamos tenido nosotros y nadie lo tendría jamás. Era un amor especial y único. Todas las cosas que habíamos hablado, toda la sabiduría que habíamos pensado transmitirle juntos a la niña, todos los errores que habían cometido con nosotros nuestros padres y que no pensábamos cometer con Julia. Todo se había esfumado en un instante. Ella había decidido marcharse sin dolor, minimizando el nuestro en lo posible.
Había que ser muy fuerte, muy valiente, había que amar sin medida para tomar una decisión así. Muy pocas personas se atreverían a tomar el mejor camino para sus seres queridos, sin importar el coste o las consecuencias.
¿Y si Rachel me viese ahora, y si viese cómo he perdido a nuestra hijita? ¿Qué querría Rachel que hiciese para recuperarla?
«Equipo Evans. ¡Adelante!».
La voz de los tres coreando el grito de batalla familiar resonó en mi cabeza con fuerza. Dos décadas de entrega a la medicina, el sueño vital del niño que siempre quiso ser médico como su padre adoptivo, mi propia conciencia. Todo ello fue derruido en un instante por ese grito, como un castillo de arena por una ola fuerte.
Si había algo que el sacrificio de Rachel me había enseñado es que el bien de los que amas está por encima de todo. Si tenía que renunciar a mi integridad, a mi ética profesional, a todo lo que yo era, estaba dispuesto a hacerlo. Tendría que jugar al juego del señor White, pero no iba a hacerlo como un pelele en sus manos. Yo también iba a jugar mi propio juego.
—Lo haré, maldito hijo de puta. Lo haré —susurré en voz baja a una habitación vacía, en una casa vacía, en plena madrugada.
Y a los pocos segundos llegó un mensaje que me puso los pelos de punta.
YA LO SÉ.