5

Aparqué con un frenazo en la calle adyacente al Marblestone Diner. Me bajé del coche hecho una furia, dispuesto a romperle la cara a quienquiera que se encontrase en el interior. Le sacaría el paradero de mi hija a golpes.

No llegué a doblar la esquina cuando algo me agarró por detrás y me estampó contra la pared. El cemento rugoso y descolorido estaba frío contra mi mejilla. Pero no tan frío ni tan duro como el metal que alguien apoyó en mi nuca.

—Ha sido usted invitado a una reunión sivilisada, doctor —dijo una voz con fuerte acento de Europa del Este—. Su anfitrión le ruega que mantenga compostura.

Intenté revolverme, pero el brazo que me apretaba contra la pared lo hacía con una fuerza que no admitía discusión.

—Podemos estar aquí tanto tiempo como nesesite hasta calmarse, doctor.

Noté que la furia burbujeante que me invadía se diluía, arrastrada por el miedo.

—Ya es suficiente —logré articular.

—Voy a soltarle, entonses. No se dé vuelta, camine hasia local y compórtese.

La presión sobre mi espalda desapareció, y yo me aparté de la pared. Podía intuirlas detrás de mí, dos sombras oscuras que había captado con el rabillo del ojo cuando me atacaron. No parecieron seguirme hasta la entrada, pero obedecí las órdenes sin rechistar. Me habían convencido de que aquél no era el momento de heroicidades ni estupideces.

No le vi al entrar. La cafetería tiene forma de L, y él estaba en la última de las mesas, enfrascado en la pantalla de su iPad. Pero cuando alzó la cabeza y nuestras miradas se cruzaron, el estómago se me encogió.

Diez minutos antes había estado mirando el rostro muerto de Svetlana Nikolic. Créanme, había mucha más vida en los ojos apagados de la niñera que en las dos piedras azules, frías y brillantes que me acechaban desde el fondo del local.

Se levantó cuando me acerqué y me tendió la mano. No hice ademán de estrechársela, pero el desconocido evitó el desaire convirtiendo su gesto en una elegante floritura, señalando el banco que estaba frente a él.

—Por favor, toma asiento, Dave. Espero que no te haya costado demasiado encontrar el sitio.

Junto al mensaje había adjuntas unas coordenadas de Google Maps que no necesitaba. Conocía bien el Marblestone. Está cerca de mi casa, paraba allí cada mañana a comprar el café antes de dejar a Julia en el colegio. Siempre me atendía Juanita, la camarera del turno de noche. Se acercó a nuestra mesa con su libreta en la mano y pareció sorprendida de verme allí a las dos de la mañana.

—Hola, doctor Evans. ¿Madruga o trasnocha?

La miré con extrañeza. Aquella normalidad, aquella indiferencia. No podía comprenderlas. ¿Acaso no se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo? No, por supuesto que no. Quise hacerle un gesto para pedir auxilio, pero el extraño no me quitaba los ojos de encima.

Intenté aparentar normalidad.

—Es el final de un largo día, Juanita. Tráeme un café, si no es mucha molestia.

—Entre semana nunca viene nadie a estas horas, y menos en una noche como ésta —dijo señalando a su espalda con el boli. El local estaba vacío a excepción de nosotros—. ¿Nada de comer?

Negué con la cabeza. Ya que no podía ayudarme, lo único que quería era que se fuese cuanto antes. Cuando se marchó, el hombre y yo nos dedicamos a estudiarnos mutuamente en silencio.

Era joven, más cerca que yo de los treinta. Tenía el pelo rubio y ondulado, y la piel blanca y suave. Los rasgos de su cara parecían cincelados en mármol, y sobre su mandíbula podrían partirse nueces. Llevaba un traje gris de tres piezas, lana fría de Field Tailors, sin corbata. Por cómo le caía en los hombros parecía hecho a medida, y debía de haberle costado tres o cuatro mil dólares.

No es que me interese demasiado la ropa —ése era el territorio de Rachel, que ahora había quedado bastante descuidado—, pero soy neurocirujano en una clínica privada. Vivo rodeado de esnobs que comentan estas cosas. Sí que tengo una afición por los relojes, aunque no pueda comprarme muchos. Y sabía que el Audemars Piguet de edición limitada que llevaba aquel hombre costaba más de medio millón de dólares. No era un reloj llamativo. El valor provenía del interior, que estaba hecho a mano y albergaba más de trescientas complicaciones. Pero su caja de titanio y su marca extranjera pasarían desapercibidas para cualquiera que no supiese del precio de aquella máquina.

Y ésa era exactamente la idea.

Juanita trajo el café y le dedicó una sonrisa a mi acompañante, que éste le devolvió, mostrando una dentadura de color blanco nuclear. Se parecía un poco al actor escocés ése que hace de Obi Wan en las películas nuevas de Star Wars.

Gracias, señorita linda —dijo en español.

Juanita se ruborizó ante la galantería y se retiró detrás de la barra. El hombre la siguió con la mirada hasta que ella volvió a su sitio y se colocó los auriculares de su iPod en las orejas.

—El café aquí es excelente, ¿no te parece? —dijo alzando su propia taza.

El acento de colegio inglés y su aspecto de recién salido de las páginas de la revista Town and Country eran inmutables. Yo no podía creer que aquel hombre fuese el que había matado a Svetlana y mandado aquellos mensajes. Estaba confuso pero también furioso. Apreté los puños con fuerza bajo la mesa.

—¿Quién es usted? ¿Le envía mi suegro? —dije sabiendo que era absurdo antes de que las palabras terminasen de salir de mis labios.

—¿El ferretero? No me hagas reír, Dave.

No había el más mínimo rastro de humor en sus ojos de cadáver.

—Dígame dónde está mi hija o llamo ahora mismo a la policía —dije, alzando un poco la voz, sin poder contenerme más.

Él se inclinó ligeramente sobre la mesa y frunció el ceño.

—Dave, si vuelves a levantar el tono vas a obligarme a dispensarle a nuestra anfitriona el mismo trato que a Svetlana —dijo haciendo una breve seña hacia la barra—. Tendremos que marcharnos y tener esta conversación en un coche, incómodos, en lugar de en este espacioso local climatizado y a salvo de la lluvia. Perderemos todos, sobre todo los hijos de Juanita. ¿Me he expresado con claridad?

Hizo aquella exposición con una voz tan diáfana y neutra como un camarero que recitase el menú del día de memoria. Aquella gélida naturalidad era pavorosa.

Me quedé mudo por un instante, con la garganta reseca.

—¿Y bien? ¿Cuál es tu decisión? —me apremió.

—No alzaré la voz.

Él sonrió. No fue una sonrisa real. No había luz ni sentimiento en ella, tan sólo músculos cambiando de postura sobre la cara. Muy distinta a la engañosa mueca perfectamente estudiada que le había dedicado a Juanita. También más auténtica.

—Estupendo, Dave. Puedes llamarme señor White.

Volvió a extender la mano sobre la mesa. Esta vez no tuve más remedio que estrechársela. Era fuerte y fría al tacto.

—¿Qué es lo que quiere de mí? ¿Dinero? No tengo mucho, pero es todo suyo. Sólo dígame dónde está Julia.

—Dave, Dave, Dave. ¿Te parezco un hombre necesitado de efectivo?

—No, supongo que no.

—Y sin embargo… ¿quieres comprarme metiendo unos pocos pavos en mi vaso, como haces con el sin techo ése de Kalorama Circle para calmar tu conciencia al bajarte del Lexus?

Me quedé helado. A veces íbamos de compras a un centro comercial donde un mendigo se paseaba con un cartel donde ponía «Beterano de Guerra» y una gorra de los 76ERS. Solía darle suelto, porque me caía bien.

—Usted no sabe nada de mí —dije ofendido.

—Estás en un error, Dave. Lo sé todo de ti. Sé más de ti incluso que tú mismo. Conozco cada una de tus aristas y tus facetas. El huérfano superviviente. El niño prodigio de la beca en la Johns Hopkins. «Un talento natural para la medicina», decía la Pottstown Gazette. Un largo camino desde que repartías periódicos en ese pueblecito de Filadelfia, ¿verdad?

Yo no dije nada, tan sólo revolví el café que no pensaba tomarme. Mi estómago era como un volcán puesto del revés.

—El marido cariñoso. El padre atento pero algo ausente. El vecino amable. El viudo doliente.

—Basta —susurré.

—El cirujano de manos mágicas. El compañero bromista. Tus colegas del Saint Claire te llamaban Listillo Dave. Hasta que volviste de esas largas vacaciones tras lo de Rachel. Ahora te llaman Siniestro Dave, ¿sabes? No delante de ti, claro. Lo susurran en los vestuarios y por los pasillos. Y algunos anestesistas se cambian de turno cuando saben que les va a tocar una operación larga contigo. Les da mal rollo.

Yo lo sabía, por supuesto. O más bien lo sospechaba. Pero una cosa es intuir algo y otra es escucharlo del completo desconocido que acaba de secuestrar a tu hija. Cada palabra que él decía, con su voz metálica y su marcado acento de colegio privado, era como un puñetazo en el plexo solar. Privado de réplica, sin fuerzas para hablar ni la opción de la violencia, era como una marioneta en manos de aquel psicópata.

—No me extraña, por otra parte —continuó—. No es que hayas sido la alegría de la huerta desde que Rachel se suicidó, ¿verdad?

—No hable de mi mujer, cabrón —conseguí articular.

—No me irás a decir ahora que te avergüenzas de ello. Pero si fue un final de lo más tierno. Y esas palabras que te dedicó en su nota de despedida. —Puso una repugnante voz de falsete—: «Mi dulce David. Estaremos juntos para siempre. Guarda cada una de mis sonrisas, y recuérdame como soy ahora…».

No pude soportarlo más y di una fuerte palmada en la mesa. Las tazas dieron un bote, y hubo un ruido de loza y de cubiertos. Incluso Juanita levantó la vista hacia nosotros, intrigada, pero luego volvió a sumergirse en su revista de cotilleos. Por suerte estaba demasiado lejos para poder oír lo que decíamos.

El señor White la controló con el rabillo del ojo y luego se inclinó hacia mí.

—No me harás repetirte mi advertencia de antes, ¿verdad, Dave?

Yo le ignoré. Estaba demasiado ocupado llorando. Me volví hacia la pared para ocultar mis lágrimas. Estuve así durante varios minutos.

Nadie conocía el contenido de aquella nota, salvo yo. Rachel no la había dejado junto a su cadáver, sino que me la había enviado por correo el mismo día en que se fue. Supongo que no quería que la policía ni nadie leyese aquellas palabras, que habían salido directamente de su corazón. Había dejado otra nota genérica explicando por qué lo había hecho, y eso fue todo. Yo nunca le había hablado de aquella carta a nadie, y la guardaba en casa, en un cajón de mi escritorio bajo llave. Escucharlas de boca de aquel malnacido era una blasfemia. Me sentí tan violado, tan desnudo e indefenso, que estuve varios minutos destrozado.

Cuando conseguí reponerme me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y reuní las fuerzas para mirarle. Estaba sonriendo, y aquella sonrisa sí que era auténtica.

Lo sé porque daba un miedo mortal.

—De acuerdo, White, maldito hijo de puta chiflado. Ha demostrado que lo sabe todo. Usted tiene el control.

—Ahora empiezas a entenderlo, Dave.

—¿Qué es lo que quiere?

—Es muy sencillo. Si tu próximo paciente sale vivo de la mesa de operaciones, no volverás a ver nunca a tu hija.

Lo miré, muy asustado. Ahora comprendía todo aquello. Por qué alguien como el señor White, que parecía esculpido en dinero, había preparado una operación tan compleja y bien sincronizada. No la quería a ella, ni quería arrebatarnos el poco dinero que teníamos. Pero el precio del rescate era descomunal, inimaginable. El precio del rescate era la vida del hombre al que iba a operar dentro de tres días.

Para salvar a Julia, tenía que matar al presidente de los Estados Unidos.