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No puedo recordar cómo fue el camino de vuelta a casa aquella noche.

Sé que estaba en un estado de confusión total, como jamás he sentido antes y no creo que nunca vuelva a sentir. La incertidumbre y la angustia se habían apoderado de mí, y manejaba el coche como un autómata, perdido en mis pensamientos. Las preguntas que había venido haciéndome en el viaje de ida habían sido sustituidas por otras nuevas, y eran mucho más inquietantes. Terribles visiones de en manos de quién podía estar Julia cruzaban por mi mente, a cual más espantosa, en un tráfico incesante y perturbador.

«Que esté bien. Por favor, por favor», repetía, intentando exorcizar aquellas imágenes.

Me pregunto a quién le suplicaba. Supongo que al Dios en el que no creo, y al que he acabado volviéndome tantas veces en busca de ayuda. Aquí, a dos celdas de donde yo me encuentro escribiendo estas líneas, hay un recluso que dice que en el corredor de la muerte no hay ateos.

Es fácil comprender por qué.

Cuando llegué a Dale Drive ni siquiera me molesté en meter el coche en el garaje. Lo dejé en el camino de entrada, abierto y con las llaves puestas. Bajé a toda prisa y entré en casa como una exhalación. Me quedé parado en el recibidor, con el aliento entrecortado —más por la tensión que por la breve carrera—, confuso y poniendo la alfombra perdida de barro, hasta que llegó un nuevo mensaje.

VE AL SÓTANO.

La puerta de acceso está entre el recibidor y la cocina, disimulada en la pared con el mismo papel pintado que el resto del pasillo. Tuve que tirar fuerte, pues siempre se atasca un poco.

Bajé las escaleras muy despacio. Los escalones crujían bajo mi peso. La madera era muy vieja, probablemente la misma de la construcción original. Nunca habíamos tenido tiempo ni dinero para cambiarla, y de todas formas tampoco bajábamos mucho. A mitad de descenso algo me golpeó en la cara. Era el cordón de la bombilla. Tiré de él, y la luz amarillenta llenó de sombras alargadas y rincones tenebrosos allí donde antes sólo había un muro de negrura.

Seguí bajando, consciente demasiado tarde de que horas antes, cuando había buscado a Julia, me había limitado a abrir la puerta del sótano, llamar a gritos y cerrarla, sin llegar a bajar. Un escalofrío me atenazó la espalda. Quizás había cometido un error fatal.

Cuando llegué al final de la escalera la bombilla parpadeó un par de veces y luego se apagó, dejándome completamente a oscuras. Había una caja con bombillas en una estantería al fondo, pero el sótano era bastante grande y a tientas no lograría cruzarlo sin romperme una pierna. Cogí el teléfono y abrí la aplicación que convierte la luz del flash en una linterna.

—¿Julia? —llamé, en un esfuerzo por calmarme—. No sabía lo que esperaba encontrar, pero estaba muy, muy asustado. Y no sólo por la niña, sino porque tengo un miedo cerval a la oscuridad. La estrecha isla de luz que brotaba del teléfono apenas paliaba ese temor.

Me acerqué a la estantería metálica donde guardamos los suministros eléctricos y otras cosas de poco uso. Me encontré con un obstáculo. Era la bici de Rachel, que estaba tirada en el suelo. Aquello me extrañó, porque nadie la había usado desde hacía más de un año, y tendría que haber estado en su soporte de la pared. Detrás había unas cajas, así que no podía saltar la bicicleta. Tuve que rodearla, pasando junto a la caldera.

Lo que vi me dejó sin aliento.

Ella estaba allí.

Nunca he tenido miedo, ni a la sangre ni a la muerte. Incluso diría que he llegado a sentir por esas cosas una atracción que otros calificarían de malsana. El recuerdo más nítido de esa atracción data de cuando yo tenía once años. Era el verano de 1989, se estrenaba una peli de Batman y los niños de nuestra calle corrían de un lado a otro con sus máscaras y sus camisetas con murciélagos, creyendo que ser un superhéroe huérfano justiciero era algo de lo más molón. Yo hubiera podido decirles un par de cosas acerca de no tener padres, pero estaba muy ocupado con mis cosas.

Por desgracia, el doctor Roger Evans, mi padre adoptivo, tenía una opinión muy firme acerca de relacionarse con otros chicos, y aquella tarde salió al patio trasero decidido a compartirla.

—David, ¿es que no vas a salir a ju…?

Se detuvo en mitad de la frase sorprendido.

Yo estaba en el suelo acuclillado. Frente a mí había un gato, uno de los de la señora Palandri, que vivía al final de la calle. En mi mano había un palo, y con él estaba ocupado alzando buena parte del intestino grueso del pobre bicho.

El doctor no se mostró ni horrorizado ni asqueado, sólo sorprendido.

Otro en su situación —yo mismo incluso si encontrase así a Julia— hubiese gritado, reaccionado visceralmente, cualquier cosa. Pero no el doctor Evans. Él era un hombre cuyo mayor placer consistía en irse al arroyo Nalgansett con una caña y pescar, quieto, durante horas.

Era un hombre paciente. Yo había tenido ocasión de probar los límites de esa paciencia cuando llegué a su casa, dos años atrás. Al principio la cosa no fue bien. Rompí cosas, recuerdos valiosos de familia. Me negué a comer. Insulté.

El doctor Evans y su esposa se limitaron a esperar. Unas semanas después de mi llegada, él subió a mi habitación y me dijo:

—Te has portado todo lo mal que has podido, y no te hemos echado. Ni lo haremos nunca. ¿No te parece que ya nos has probado lo suficiente?

El mismo tono de paciencia y sabiduría infinitas revestía su voz cuando al verme con el gato me preguntó:

—¿Lo has matado tú?

Yo negué con la cabeza y me puse de pie.

—Ya estaba así cuando llegué.

—¿Y qué haces con ese palo?

—Quería verlo por dentro. Quería ver cómo funciona.

Me miró durante un rato bien largo, con los brazos cruzados. En estos días esa frase me hubiese ganado un par de años de terapia y un millón de pastillitas rosas. Aquéllos eran tiempos distintos, pero aun así él era un hombre listo. Sabía que de los niños que arrancan las alas a las moscas o le aplastan la cabeza a un gato con una piedra no se puede esperar nada bueno. Creo que buscaba en mi interés por el gato algo perverso o desquiciado, algo que nunca encontró. Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que aquella mirada fue uno de los momentos más decisivos de mi vida. Lo que llegué a ser sucedió en buena parte como resultado de aquel escrutinio.

Finalmente decidió que me creía. Se agachó junto al animal, le echó un buen vistazo y luego miró alrededor. Nuestro patio trasero estaba cercado por una alambrada que tenía más agujeros que la defensa de los Knicks. Y detrás de ella comenzaba un bosque. No muy grande, pero espeso.

—Habrá sido un zorro o un coyote. Acércame la pala.

Obedecí, pero lo que pasó después me sorprendió. En lugar de enterrar al pobre animal, como pensé que haría, lo colocó sobre la mesa del garaje. Extendió bolsas de basura y periódicos viejos, y luego me mandó traerle su maletín de médico. Era grande, de cuero ajado, tenía sus iniciales grabadas y pesaba un quintal. Me costó levantarlo hasta la mesa. De él sacó un bisturí y unas pinzas.

—Hacer daño a un ser vivo no está bien, pero esto ha sido un acto de la naturaleza. Es triste, pero puede ser una ocasión para aprender. —Dudó un instante antes de continuar—. ¿Sigues queriendo ver cómo es un animal por dentro?

Asentí.

—Entonces las cosas hay que hacerlas bien —dijo remangándose la camisa. Tenía los brazos fuertes y morenos, llenos de vello, y las manos grandes y hábiles.

Me senté junto a él mientras diseccionaba al animal. Lo hizo como hacía todo en la vida: despacio, delicada y respetuosamente. Me explicó someramente cómo eran los órganos internos, cuál era su funcionamiento y qué ocurría si alguno de ellos fallaba.

Hoy en día ya no se hacen disecciones en el colegio, ni siquiera con ranas, como en mis tiempos. En peores manos que en las que yo me encontraba esa puede ser una experiencia traumática. Incluso muchos años después, los chicos recuerdan los olores y los sonidos de una disección con repugnancia.

Yo sólo recuerdo el aroma a Old Spice y el timbre de voz, grave y seco, del doctor Evans. Aquella tarde se ganó el derecho a que le llamase padre, y me empujó por la senda de la medicina.

Veintiséis años después, frente al cadáver de Svetlana Nikolic, recordé aquel instante en que mi padre me enseñó a no temer ni a la sangre ni a la muerte. Respiré hondo e intenté analizar lo que estaba viendo.

La niñera estaba envuelta en un plástico grueso y transparente. Por debajo sólo sobresalían sus pies desnudos. Llevaba puesto un chándal azul de los que solía usar por casa, que a través del macabro envoltorio parecía mucho más oscuro, casi negro. Por la parte de arriba sobresalía la cabeza, en un ángulo antinatural. No hacían falta conocimientos de neurocirugía para deducir que le habían partido el cuello. Una ejecución instantánea y casi indolora, pero para la que hace falta una fuerza terrible, bastante más de lo que parece en las películas. Incluso en el caso de una universitaria serbia flacucha.

Lo peor eran los ojos.

Quienquiera que hubiese hecho aquello ni siquiera se había molestado en bajar los párpados, al contrario. Las pupilas miraban al frente, reflejando acusadoras la luz de la linterna. Colocadas en el ángulo exacto, extraño. Quien se acercase a la estantería tenía que rodear la barrera que formaba la bicicleta, justo para encontrarse con aquellos ojos.

Solté un suspiro de pura desesperación.

Quienquiera que hubiese matado a Svetlana era un hijo de puta muy enfermo, y tenía a Julia.

Entonces sonó de nuevo la alerta del teléfono. En la cerrada oscuridad del sótano, las tres alegres campanas resonaron amenazantes, como el aullido de una bestia desde las profundidades de una caverna.

CREO QUE YA ESTÁS LISTO PARA

QUE NOS CONOZCAMOS, DAVE.