3

El padre de Rachel y yo nunca nos habíamos llevado bien.

Mientras éramos novios se esforzó muy poco por ser amable. Sonreía al saludarme, me estrechaba la mano y se la volvía a meter en el bolsillo más rápido de lo que un político se guardaría tu último dólar. Pero las miradas que me dedicaba de refilón, cuando creía que yo no me daba cuenta, hubieran derretido mis fórceps de aleación de cromo-vanadio.

—Son imaginaciones tuyas, cariño —me susurraba Rachel cuando se escapaba de su habitación para meterse en la mía—. Tan sólo es un gruñón que quiere lo mejor para sus hijas.

—Voy a ser un jodido neurocirujano, Rachel. ¿Qué más quiere?

—Ha vivido toda su vida protegiendo a sus pequeñas. Ya verás cuando seas padre y tengas a algún jovenzuelo paseando por casa un arma de este calibre —decía ella, metiendo la mano bajo las sábanas y palpando el arma en cuestión.

Lo cierto es que la familia Robson era una piña. Rachel era la mayor y la más responsable de las dos hermanas. Una mente ordenada y racional, estudiando para ser anestesista, siempre reconviniendo a la pequeña Kate acerca de todas las locuras que se le ocurrían a ésta. Aura, la madre, era un espíritu alegre y parlanchín, una centella de un lado a otro de su cocina, preparando pan de maíz y cotilleando acerca de sus vecinos. Y luego estaba Jim, el patriarca, un virginiano de pura cepa, de los que aún sentían mareos por el viaje en el Mayflower. Sorbiendo su cerveza en el porche, irritado ante la presencia de aquel joven residente alto y moreno que decía ser el novio de su hija.

—¿Y qué noticias hay del Norte? —decía él siempre.

—Bueno, ya sabes, Jim, ahora la bandera ya lleva cincuenta estrellas.

Nunca se reía de mis patéticos intentos de bromear, y la cosa no fue a mejor después de la boda. Pero los dos nos esforzábamos, y las reuniones con los Robson eran casi agradables, aunque me hacían sentir incómodo. No sólo por la actitud de Jim, ojo. Sentía que no terminaba de encajar. La verdad es que esto de la familia no se me había dado nunca demasiado bien.

Yo soy huérfano y nunca conocí a mis padres biológicos. Hasta los nueve años mi hogar fueron varias casas de acogida, donde el resto de los niños no eran hermanos, sino rivales con los que peleabas por la comida y los recursos. Después me adoptó una pareja de Pottstown, Filadelfia. Él era médico rural, y ella su enfermera y ayudante. Murieron en un accidente de coche en mi segundo año de universidad, antes de que conociese a Rachel, dejándome huérfano por segunda vez. El choque me hizo perder todo aquel curso. Desde niño la pena había habitado en mi casa, pero durante años parecía haberse quedado escondida en un armario. El día de la muerte de mis padres volvió a salir, raspándolo todo con sus negras zarpas afiladas, y sólo Rachel había conseguido mantenerla a raya.

Ahora ya no está, y Julia y su familia son todo lo que tengo.

Así que desde hace quince años recorro una hora y media de camino cada tres domingos —además de los cumpleaños, Acción de Gracias, Navidad y Cuatro de Julio— hasta Fredericksburg. Aunque a la velocidad a la que había puesto el Lexus aquella madrugada, iba a llegar en la mitad de ese tiempo.

No recuerdo lo que marcaba el salpicadero, sólo que tenía el cuerpo rebosante de adrenalina y que casi me mato en el desvío de Falmouth. Habré tomado esa salida centenares de veces, pero aquella noche iba tan rápido que me la pasé. Pegué un frenazo en seco que dejó la mitad de mis neumáticos en el asfalto, y puse el coche marcha atrás en plena, I-95. No sé en qué diablos estaba pensando. Por suerte, era más de la una y la autopista tiene cuatro carriles, porque aquella imprudencia pudo haberme costado cara. Detrás de mí aparecieron un enorme tráiler, los faros en el retrovisor y una estridente bocina cada vez más cerca.

Justo antes de que chocásemos el conductor logró aminorar la marcha lo suficiente como para cambiar de carril. Su parachoques delantero pasó rozando el mío, y el rebufo de las veinte toneladas del camión agitó mi pequeño deportivo como un estornudo la llama de una vela.

Me detuve en el arcén entre la I-95 y la salida 133, luchando por recobrar la calma. Aquella manera de actuar era absurda y no le haría ningún bien a Julia. Había estado a punto de matarme.

Y todo por una estúpida corazonada.

Hacía un par de semanas mis suegros habían pasado por casa a ver a la niña. Jim es el dueño de una pequeña cadena de ferreterías bastante conocida, Robson Hardware Repair. Seguro que han oído alguna vez el eslogan: «Hágalo usted mismo y tendrá al mejor empleado». Tanto la ferretería como el eslogan le van al pelo al bueno de Jim, que es duro como una piedra. La cadena tiene cinco o seis sucursales, aunque ninguna al norte de Arlington. Era difícil ver a Jim cruzar el Potomac, salvo en días como aquél, en que tenía una reunión en el D. C.

Aura anunció su entrada como de costumbre, con una discreción digna de una campana de bronce cayendo por unas escaleras. Dos veces.

—¡Juliaaaaa! ¿Dónde está mi tarrito de miel?

La niña llegó a toda velocidad, usando el final de su carrera para deslizarse sobre el parqué con los calcetines. Le echó los brazos al cuello y la cubrió de besos.

—¡Abuela! ¡Ven a mi habitación, quiero enseñarte algo! —dijo tomándola de la mano y arrastrándola.

Yo saludé a Jim y le ofrecí algo de beber, sabiendo de sobra que diría que no. Nunca probaba el alcohol cuando conducía. Se sentó en mi sofá mirando la decoración con desagrado. A Rachel le gustaban los muebles de líneas limpias y sencillas, algo que no iba con el carácter tradicional de su padre.

—Julia ha crecido mucho. Llevábamos más de un mes sin verla.

—Últimamente he tenido mucho trabajo —me defendí, molesto.

Reconozco que desde que Rachel murió habíamos espaciado un tanto las visitas, pero también me fastidiaba bastante ser yo quien tuviese que bajar siempre a la niña. Había la misma distancia desde Silver Spring a Fredericksburg que de Fredericksburg a Silver Spring. Pero no lo dije, por cortesía. Y también porque mi suegro me sigue intimidando bastante, qué diablos.

—Ese es precisamente el problema, David. Trabajas demasiado.

Curiosa frase viniendo de alguien que se había tirado media vida viajando de una de sus tiendas a otra, y que sabía de memoria hasta el último de los tornillos que tenía en stock.

—No comprendo a dónde quieres ir a parar, Jim.

—No es bueno para Julia que trabajes tanto.

A aquello no pensaba responder. Me encogí de hombros y le miré fijamente. No apartó la vista.

—Acabo de vender la cadena, David.

La noticia me pilló completamente por sorpresa. Jim se había ufanado siempre de que el día que la muerte viniese a buscarle le encontraría detrás del mostrador. Yo siempre me lo imaginé mirando con desaprobación el filo de la guadaña de la Parca y ofreciéndole una piedra de afilar de marca Bester.

—Pero, Jim…, esas tiendas… son tu vida.

Se revolvió incómodo en el asiento y se cruzó de brazos.

—Desde lo de Rachel apenas podía concentrarme en el trabajo. Llevo meses pensando en que la vida es demasiado corta, y en ella hay más cosas de las que ocuparse aparte de llaves Allen.

Esas eran exactamente las palabras que Rachel le decía siempre cuando estábamos sentados a la mesa, entre el puré de patatas y el pavo.

—Los de Ace Hardware han intentado comprarme el negocio muchas veces, ya lo sabes —continuó—. Hoy me he reunido con ellos y les he dicho que sí. No me han pagado tanto como me hubiesen dado hace cinco o seis años; las cosas están mal. Pero aun así me han dado más que suficiente para el resto de mi vida. Tengo sesenta y tres años, he trabajado como un animal durante medio siglo. Me he ganado el derecho a disfrutar de la jubilación y a cuidar de lo que más me importa.

—Eso es cierto, Jim. Has tomado una buena decisión. Enhorabuena.

El viejo meneó la cabeza, reuniendo tal vez el valor para lo que de verdad quería decir. Finalmente lo escupió a su estilo, duro y a la cabeza.

—No me has entendido, David. Quiero que Julia se venga a vivir con nosotros.

Le miré boquiabierto e hice un sonido ridículo, a medio camino entre la risa y la incredulidad.

—Debes de estar bromeando.

Pero no había ni rastro de humor en los ojos de Jim Robson.

—Será un alivio para ti. Te estoy haciendo un favor. Y es lo mejor para mi nieta.

—¿Estás insinuando que me alegraría de librarme de mi hija, Jim? —dije yo, intentando asimilar todo aquello, cada vez más enfadado.

—Washington no es lugar para una niña. La convertirán en uno de esos robots con uniforme. Una buena escuela pública en una ciudad pequeña le iría mejor.

Aquello me dolió especialmente. Rachel y yo habíamos buscado la mejor escuela para Julia desde el mismo momento en que supimos que estaba embarazada. Habíamos optado por una que primase el arte y la alegría por encima de la competitividad. Por cada plaza en ese colegio había doce solicitudes. Habíamos hecho colas interminables y pedido un favor tras otro a todos nuestros conocidos hasta que conseguimos que la admitiesen. Y ahora venía aquel metomentodo a cuestionarnos.

—Julia va a la Maret School, una de las mejores escuelas privadas del país, donde, por cierto, no llevan uniforme. Y desde luego no creo que seas tú quién para decirme cómo debo educar a mi hija.

—Piénsalo. Así tendría a alguien en casa al volver de la escuela, alguien que le prestase atención. Y comida de verdad, buena comida casera. Tiene las piernas demasiado huesudas.

Me puse en pie y rodeé la mesa del sofá para acercarme a él. Se levantó inmediatamente.

—Escucha, Jim. Por el respeto que te tengo, y por honrar la memoria de Rachel, voy a hacer como si esta conversación nunca hubiera tenido lugar —dije haciendo un gesto con la mano, como quien ahuyenta una mosca—. Eres el abuelo de la niña, y nada más que eso. Serás bienvenido a esta casa siempre que quieras. Pero te ruego, si no quieres que eso cambie, que nunca vuelvas a mencionar una barbaridad semejante.

Me aparté y él se volvió a sentar.

—Te arrepentirás de esto, David —masculló entre dientes, humillado. Yo ignoré aquella frase, deseando que aquella insensatez terminase cuanto antes.

—Será mejor que vaya a ver qué está haciendo Julia —dije desapareciendo escaleras arriba.

Al bajar, un rato más tarde, me extrañó no ver a Jim en el salón. Fui hacia la cocina y lo encontré allí, hablándole a Svetlana al oído. Ella asentía, muy seria. Cuando se percataron de mi presencia ambos se separaron algo azorados.

En el rostro de mi suegro había una expresión culpable.

En aquel momento no le concedí importancia a lo sucedido. La velada amenaza de Jim me pareció el fruto de la rabieta de un hombre acostumbrado a estar siempre en posesión de la verdad y a salirse siempre con la suya. Y el hecho de que estuviese hablando con Svetlana lo interpreté entonces como una mera demostración de autoridad tras haber sido herido en su orgullo. Me imaginé que estaría sermoneándola sobre qué clase de comida darle a su nieta, o sobre la calidad de los tomates de Virginia, que, dicho sea de paso, es magnífica.

Pero al llegar a mi casa una hora antes y no ver a Julia, al haber deducido que Svetlana no podía haberse marchado por sus propios medios, la amenaza me parecía muy real y el susurro al oído de la nanny alcanzaba proporciones de conspiración.

Mientras tomaba el último desvío antes de llegar a la casa de los Robson, la mente me bullía con las mismas preguntas que me había venido haciendo todo el camino.

¿Se habría atrevido Jim a llevarse a su nieta? ¿Cómo había conseguido la colaboración de Svetlana? ¿Le habría ofrecido dinero? No sabía cuánto le habían dado los de Ace Hardware por la venta de la empresa, pero creo recordar que Rachel mencionó hace años una oferta de varios millones de dólares. Aunque la venta se hubiese cerrado a la baja, Jim estaba en condiciones de pagarle a una joven extranjera sus estudios de doctorado. Cierto que era un cabezota inflexible y testarudo, pero ¿podía llegar hasta ese punto para salirse con la suya?

«No puede ser tan estúpido —pensé—. Tiene que darse cuenta de que un plan así no puede salir bien. ¿Cree que voy a limitarme a mirar para otro lado mientras se queda con mi hija, como si fuera un cortacésped que nunca le reclamas al vecino al que se lo prestaste?».

Llegué finalmente junto a la casa de mis suegros y aparqué el coche en la cuesta empedrada que llevaba al garaje, que quedaba a un lado de la propiedad, una finca rústica que la familia Robson poseía desde hacía cuatro generaciones. Habían sido pobres buena parte de ese tiempo —Rachel fue la primera Robson que logró ir a la universidad—, pero en orgullo no les ganaba nadie.

Caía una lluvia suave que no sirvió para atemperar mis nervios. Mientras me acercaba, me extrañó que el farol sobre la puerta principal estuviese apagado. Solían dejarlo encendido toda la noche, igual que un par de luces en la planta baja. Mis suegros creen que eso del cambio climático es un invento de Al Gore para vender libros.

Subí los escalones en dos zancadas, y ya tenía la mano en el aldabón para llamar cuando la puerta se abrió de golpe. Jim estaba allí, vestido sólo con una bata de cuadros. Me miró de arriba abajo y luego se hizo a un lado. No parecía sorprendido de verme.

—Pasa y no hagas ruido. Las dos están durmiendo arriba.

El alivio al escuchar aquellas palabras fue inmenso. De pronto el peso que traía en el pecho se aligeró, y pude respirar hondo por primera vez en horas. Me fijé en que tan sólo llevaba una zapatilla, y sus pies hacían un ruido extraño al caminar. Yo seguía estando enfadado, pero la imagen de las pantorrillas flacas y desnudas de mi suegro era lo bastante lamentable como para ahuyentar mis ganas de pelear.

Seguí aquellos talones agrietados y resecos hasta su estudio, el lugar donde cada noche se relajaba viendo un rato la tele mientras tomaba una cerveza antes de ir a dormir. Sólo que aquella noche Jack Daniel’s había sustituido a Budweiser en la alineación titular. Y por lo visto lo estaba dando todo.

El otro cambio era más inquietante aún: la televisión estaba apagada, y sobre el butacón de Jim había un marco de fotos grande, de plata. Era evidente que el viejo lo había tenido en las manos. De sobra sabía yo que el lugar de aquel marco no era el estudio de Jim, sino la repisa de la chimenea.

Lo cogió al sentarse y se sirvió otro dedo de whisky.

—Se la veía tan llena. Tan feliz, David.

Levantó la foto para enseñármela, pero no era necesario. Conocía bien los detalles de aquella imagen, porque muchas noches había tenido una copia de ella en las manos y bebido hasta quedarme grogui mirándola, al igual que el viejo. Al menos teníamos aquello en común.

Era una foto de nuestra boda. Rachel sostenía un ramo de flores en la puerta de la iglesia, y nos mirábamos. Yo no veía en su rostro la felicidad de la que hablaba Jim, al menos no una felicidad desbordante y exagerada. Veía la seguridad plena de haber encontrado a tu compañero de vida. Pero claro, yo no sólo había visto la foto, había estado al otro extremo de aquella mirada.

—Sin duda lo estaba, Jim. Creo que fue feliz durante todo el tiempo que estuvimos juntos.

Él ladeo la cabeza y se quedó dudando un momento, como si lo estuviera considerando. Su piel estaba tan reseca como el pergamino, y sus mejillas ocultas tras una telaraña de venitas rojas. Miró detenidamente el fondo de su vaso, como buscando allí la respuesta. Y luego lo vació de un trago.

—Sí. Sí, creo que tienes razón.

Se sirvió más. Hizo un gesto hacia mí con la botella, pero negué con la cabeza y él no insistió. Alguien tenía que tener la mente serena en aquel momento, y yo estaba agotado y demasiado nervioso como para ponerme a beber. Tan sólo quería coger a Julia y largarme de allí, pero no podía irme sin hablar con él, y además me rompía el corazón arrancar a la niña de la cama a aquellas horas de la noche. Mucho me temía que iba a tener que quedarme a dormir.

—Era tan dulce. Como una canción suave, Oh sweet Rachel, oh my darling dear… —tarareó durante un rato, cada vez más borracho y con la voz más torpe—. Era imposible enfadarla. Tan juiciosa.

—¿Crees que ella hubiera aprobado esto?

—A ella no le molestaba que su padre bebiese una copa de vez en cuando. No, señor.

—No me refiero a eso, Jim. ¿Dónde está Svetlana?

Me miró de hito en hito, con los ojos muy abiertos. Las ojeras, que formaban un par de hamacas negras, se difuminaron por un instante en el macilento rostro.

—Pues en tu maldita casa, supongo. ¿Está Julia aquí? ¿La has traído?

No tuve que pararme a deducir si mentía. La expresión de sorpresa era abrumadoramente real. Y con ella me invadió una sensación de confusión. Me mareé y tuve que agarrarme al brazo del sillón.

—No, claro que no la has traído. Nunca la traes. Estas muy ocupado salvando vidas de otros, Dave —dijo, convirtiendo la voz en un susurro.

Yo apenas le escuchaba. Sus palabras eran puñales que se me clavaban en las entrañas, pero había algo mucho más importante. Respiré hondo e intenté interrumpirle.

—Jim…

—Las vidas de todos son importantes, pero no la de tu mujer, ¿verdad, Dave?

—Jim, cuando he llegado…

—El gran neurocirujano, la futura estrella, y no lo viste venir, ¿verdad, estrellita? No lo viste, no lo viste venir.

—¡Jim!

—¡¿Qué?!

—Jim, has dicho que estaban arriba. ¿Quién está arriba?

Se detuvo y pareció confuso durante un instante, como si sus oídos estuviesen captando el eco lejano de mi pregunta. Finalmente, ésta pareció abrirse camino entre las brumas del alcohol.

—¿De qué estás hablando? Pues mi mujer. Y Kate, quién va a ser. Está de permiso. Y ha venido a ver a sus viejos, la buena de Kate. Ella sí sabe dónde está su corazón.

Para entonces tenía ya la lengua tan pastosa que apenas pude entender el final de la frase, que sonó a dondstáshucrozón, pero poco me importó, porque la intuición que me había llevado allí se había esfumado. Todo aquello había sido un enorme y desagradable malentendido. Julia llevaba varias horas desaparecida, y nadie la estaba buscando. Y para colmo yo estaba allí, a sesenta millas de mi casa, cuando tenía que estar hablando con la policía para que buscasen a Svetlana y a los cómplices que pudiese tener. De pronto la ansiedad y el miedo me inundaron de nuevo.

Me puse en pie y saqué el móvil. Marqué el 911 y me puse el auricular en la oreja.

Comunicaba.

Aquello no tenía ningún sentido. El número de emergencias no puede comunicar nunca. Una sensación extraña me atenazó el cuello, como una idea que no puedes recordar del todo o un grito en la distancia cuya naturaleza no terminas de identificar.

Algo no iba bien, y no sólo con Julia.

—Escucha, Jim…, necesito usar tu teléfono.

El viejo negó con la cabeza y se puso a su vez en pie tambaleándose.

—No te pongas a llamar ahora. Quiero hablar contigo.

—Es una emergencia. Hay…

En ese momento sonó la alerta de SMS de mi móvil. Miré la pantalla enseguida, creyendo que podría ser Svetlana, pero no era ella. El identificador estaba vacío. Ni siquiera ponía «desconocido». Estaba en blanco.

SAL DE AHÍ, DAVE.

Desbloqueé la pantalla y abrí el programa de Mensajes para ver quién lo había enviado, pero el texto que acababa de recibir no aparecía por ninguna parte. El más reciente era uno de un compañero del hospital, horas atrás.

—¿Qué dices de una emergencia, David? Para ti siempre han estado las emergencias por encima de tu familia. Sí, todos más importantes, el gran Cirujano Importante, sí, señor. Un mierda, eso es lo que eres.

Levanté la cabeza ante el insulto y fui a contestar, pero la alerta de mensajes sonó de nuevo.

NO HABLES MÁS CON ÉL.

NO LE DIGAS NADA ACERCA DE JULIA.

—Jim, si te callas un momento, yo te ex…

—¡No te atrevas a mandarme callar en mi propia casa! Ella estaba enferma, hijo de puta. Enferma, todo el tiempo, delante de tus narices. Delante de tus putas narices de sabelotodo yanqui.

No respondí. Estaba demasiado aturdido por todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor para prestarle atención a las palabras de mi suegro, que bien pensado eran la única manera en la que un hombre como él sabía pedir auxilio. En aquel momento todo el odio, todo el rencor, todo el resentimiento que parecía haber conseguido expulsar y dirigir contra mí no encontró eco alguno, y por consiguiente volvió a él multiplicado por tres.

—Respóndeme, maldita sea —dijo, levantando el puño para pegarme. Tenía el rostro encendido por la ira y la borrachera.

Yo lo esquivé como pude echándome a un lado. Él trastabilló, se fue hacia delante y derrumbó la mesita auxiliar que había junto a su butacón. La bandeja con el whisky y los vasos cayó al suelo, y hubo ruido de cristales rotos.

La alerta de mensajes sonó de nuevo.

VUELVE A CASA, DAVE.

ALGUIEN TE ESTÁ ESPERANDO.

Me dirigí a grandes zancadas hacia la puerta, mientras la sensación extraña que había estado sintiendo se multiplicó. Todo parecía irreal a mi alrededor, y yo no era capaz de orientarme en la oscuridad. Iba tan deprisa que me golpeé la cadera con un mueble. Noté un dolor punzante en el costado, y abrí la puerta principal de golpe. La lluvia había arreciado hasta convertirse en una cortina de agua que había dejado los escalones de la entrada convertidos en una trampa resbaladiza. Volví a tropezarme, y esta vez caí de rodillas en el césped empapado.

«Toda la habilidad que Dios te puso en las manos te la sacó de los pies, Dave».

La voz cristalina de Rachel resonaba en mi cabeza mientras me levantaba con los pantalones cubiertos de barro. Odiaba cuando ella se reía de mi torpeza. Hubiese puesto el grito en el cielo si me hubiese visto entrar en el Lexus de aquella guisa.

Yo hubiese cambiado todos los coches del mundo por oírla burlarse de mí, tan sólo una vez más.

—¡Vuelve aquí! —gritó Jim desde la puerta.

Apenas podía ver lo suficiente como para meter las llaves en la cerradura del coche. La maldita pila del mando fallaba, y yo nunca me acordaba de cambiarla. De pronto la luz del exterior se encendió, y yo logré introducir la llave en su sitio. Me di la vuelta, agradecido, pero enseguida agaché la cabeza al ver venir hacia mí la botella de Jack Daniel’s de mi suegro. Esta se estrelló contra la carrocería del coche, al lado del espejo retrovisor, partiéndose en mil pedazos y dejando una fea abolladura.

En aquel momento me llegó el cuarto mensaje, que fue el que terminó de ponerme los pelos de punta. Subí al coche y arranqué. Sin tiempo para dar marcha atrás hasta la carretera, di la vuelta sobre el césped. Jim bajó corriendo las escaleras y dio un golpe sobre el capó.

—¡Corre! ¡Corre! ¡Es lo único que sabes hacer!

La figura del viejo amenazándome con el huesudo puño en alto se mantuvo un par de segundos en mi retrovisor, pero apenas me fijé, pues en lo único que pensaba era en Julia y en el mensaje que acababa de recibir.

NADA DE POLICÍA.