2

Al abrir la puerta me recibió un silencio inquietante.

Era casi medianoche, pero no era la clase de silencio que esperas encontrar en un barrio residencial. Vivimos en Dale Drive, en Silver Spring; dentro del Beltway por muy poco, pero dentro al fin. La nuestra es una casa de los años treinta, revestida de piedra gris. Tal vez la haya visto fotografiada por fuera en el National Enquirer o en uno de esos repugnantes blogs sensacionalistas. Uno de ellos incluso consiguió imágenes de la página web de la agencia a la que se la habíamos comprado Rachel y yo. Entonces ella estaba embarazada de Julia. Pintaba un enorme oso sonriente en la pared del dormitorio de la niña cuando rompió aguas. Corrimos al hospital con tanta alegría como miedo.

A pesar del precio, con los sueldos de ambos no hubo problemas para comprar la casa justo antes de que estallase la burbuja inmobiliaria. Pero después de que ella se fuese, mantenerla empezó a ser cada vez más complicado. Rachel tenía un seguro de vida cuya beneficiaria era Julia, pero huelga decir que no soltaron ni un centavo de aquel dinero. Sólo recibimos una carta exquisitamente formal que hacía hincapié en la «voluntariedad» de la decisión de Rachel y se copiaba entera la cláusula 13.7 del contrato del seguro. Aún recuerdo las náuseas que sentí cuando hice una bola con el maldito papel y lo arrojé a la basura. Un abogado que había leído el caso en el periódico se presentó un día en casa y me dijo que podíamos demandarlos, pero lo envié a paseo. Aquello hubiera sido obsceno, por mucha falta que nos hiciese el dinero.

No era sólo la hipoteca, también estaba Julia. El horario de un neurocirujano que tiene que hacer guardias extra para cubrir las facturas no es precisamente estable. Tuve que contratar empleadas de hogar internas. La primera que tuvimos fue una mujer brasileña que hacía un mes se había esfumado en el aire, sin más. Los días siguientes fueron una pesadilla de agenda, y la pobre Julia tuvo que pasar varias tardes en el puesto de enfermeras, coloreando diagramas en blanco y negro de los viejos libros de anatomía que encontraba en mi consulta. Los riñones le salían muy bien, eran una suerte de Mr. Potato chepudos y simpáticos.

Con todo el desempleo que hay, mis anuncios en Craigslist y en DC Nanny no recibieron ni un solo correo electrónico de contestación. Hasta que un par de semanas atrás llegó el currículum de Svetlana, y fue como si nos hubiese tocado la lotería. No sólo cuidaba genial de Julia, sino que cocinaba como los ángeles. Ponía enormes cantidades de grasa de oca en todo, al estilo de su Belgrado natal, y yo ya había engordado un par de kilos. Siempre que llegaba, por tarde que fuese, había un plato de comida caliente en la encimera.

Excepto aquella noche.

Aquella noche sólo había silencio.

Dejé mi maletín en una de las sillas de la cocina y tomé una manzana de la cesta de frutas para calmar el hambre. Mientras la mordisqueaba, me fijé en que sobre la mesa había un libro para colorear de Dora la Exploradora, con un dibujo de Botas a medio terminar. Me extrañó que Julia se hubiese ido a la cama sin completarlo. Siempre insistía en acabar los dibujos antes de acostarse, en parte para retrasar la hora del sueño y en parte porque no iba con su carácter dejar las cosas a medias. Tal vez estuviese aún enfadada porque yo no hubiese llegado a tiempo para la cena.

Cerré el libro y un crayón rojo rodó sobre la tapa y cayó al suelo. Me agaché para cogerlo y noté un súbito dolor en la yema de los dedos. Retiré la mano corriendo y vi que me había cortado con algo: un par de gotas de sangre me resbalaban por el índice.

Maldiciendo en voz baja me levanté, fui hasta el fregadero y puse el dedo bajo el grifo durante un par de minutos. Es difícil hacer comprender a alguien que no ha pasado la mitad de su vida dedicado a la medicina lo que siente un neurocirujano por sus manos, pero la palabra más cercana es reverencia.

Las cuido con una obsesión rayana en lo enfermizo, y cuando ocurre algún pequeño accidente doméstico, siento un pánico atroz hasta que evalúo los daños. ¿Sabes ese miniataque al corazón que te sobreviene cuando tu jefe o tu mujer te dicen «Tenemos que hablar»? Pues es algo parecido.

Por eso guardo Hibiclens, gasas y tiritas en el armario de la cocina. Bueno, y en los cuartos de baño. Y en el garaje, y en la guantera del coche. Más vale prevenir.

Cuando me hube puesto antiséptico suficiente como para esterilizar un contenedor de basura, me agaché de nuevo bajo la mesa. Esta vez aparté la silla y miré antes de meter la mano. Encajado entre la pata de la mesa y la pared había un trozo de cerámica. Lo saqué con cuidado y vi que era parte de una taza de Dora. A la joven aventurera le faltaba la cabeza, y el malvado zorro Swiper la acechaba con una sonrisa siniestra desde detrás de un arbusto.

Rachel le había comprado aquella taza a Julia. Era su favorita.

«Espero que no haya visto cómo se rompía, o habrá llorado hasta hartarse, la pobre», pensé.

Tiré el trozo de cerámica a la basura y subí las escaleras enseguida. Quería darle un beso cuanto antes, incluso despertándola si hacía falta. Aquella simple pieza de vajilla la habíamos encontrado por casualidad en un Home Depot, y yo no pensaba a menudo en ella. Pero de pronto verla hecha pedazos, a menos de dos semanas del primer aniversario de la muerte de Rachel, despertó dentro de mí una oleada de recuerdos de aquel día.

Era sábado y ambos teníamos el día libre en el hospital. Fuimos los tres en busca de un sofá, pero el trato era que nuestra hija sería la encargada de elegirlo. Saltó sobre todos los muebles de la tienda antes de decidir que ninguno era lo bastante suave o tenía suficientes elefantes en la tapicería. Salimos de allí sin nada más que aquella taza y un enorme bigote marrón que a Julia le quedó después de beberse un chocolate. Se negó a quitárselo y vino todo el camino hasta casa haciéndonos muecas bigotudas por el retrovisor.

Me invadió una terrible sensación de pérdida.

En aquel momento yo necesitaba un abrazo tanto como debió de necesitarlo Julia cuando se rompió la taza. Abrí la puerta de su habitación, que estaba extrañamente a oscuras. Julia siempre dormía con una lamparita de noche encendida. Busqué a tientas el interruptor, y la reconfortante y tenue luz rosada desterró la oscuridad a los rincones.

La cama estaba vacía.

Aquello era muy raro. Tal vez Julia estaba teniendo una mala noche y le había pedido a Svetlana dormir con ella, pero si era así lo mínimo que la niñera podía haber hecho era dejar una nota.

«¿Y por qué diablos está la cama hecha? ¿Es que ni siquiera ha probado a acostarla?».

Lamentando lo que me parecía una anormal falta de disciplina por parte de Svetlana, volví a la planta baja. Ella tenía allí su dormitorio, al otro lado de la cocina, en una habitación espaciosa y con una pequeña zona de estar que daba al patio trasero.

Llamé a la puerta suavemente, pero no hubo respuesta. Abrí la puerta con cuidado y encontré la habitación vacía.

No es que no hubiera nadie, es que había desaparecido todo rastro de que el dormitorio hubiese sido habitado recientemente. Habían desaparecido las sábanas y la funda de la almohada, las alfombras y las toallas del baño. No había productos cosméticos, ni ropa en los armarios. Y de cada una de las superficies emanaba un fuerte olor a lejía.

La sensación de vacío en la boca del estómago que había sentido al entrar en casa se acrecentó, como cuando llegas a lo más alto de la montaña rusa y sabes que estás a punto de caer.

—¡Julia! —grité—. ¡Julia, cariño!

Fui por toda la casa encendiendo todas las luces y llamando a mi hija. Tenía los dientes apretados, tanto que me dolieron las encías al cabo de un par de minutos. La sangre me repiqueteaba en las sienes al ritmo de un tenedor en un cuenco de claras de huevo, y era consciente de cada respiración.

«Para» —pensé, aunque la voz que resonaba en mi cabeza era la del doctor Colbert, el hombre que me había enseñado cómo sostener un bisturí por primera vez—. Mantén la cabeza fría. Concéntrate en los problemas uno por uno. Define una línea de actuación.

«Hay que localizar a Svetlana».

«Llámala al móvil».

Tenía su número guardado en favoritos. Lo marqué, pero saltó el buzón de voz.

«¿Dónde pueden estar a estas horas?».

Paseando frenéticamente de un lado a otro del salón, hice una lista mental de los sitios a los que podían haber ido. Svetlana usaba para los recados el Prius que había pertenecido a Rachel, pero este seguía en el garaje, y el motor estaba frío. Eso reducía mucho las posibilidades. Tal vez podían haber ido a casa de un vecino, pero entonces, ¿por qué no habían dejado una nota? Y lo más importante: ¿por qué faltaban las pertenencias de la niñera de su habitación?

No quedaba otro remedio que avisar a la policía. Al FBI, a la Guardia Nacional, a los putos Vengadores. Quería a mi hija de vuelta, y la quería ya.

Marqué el 911.

Comunicaba.

«¿Está comunicando? ¿Cómo diablos puede comunicar el 911?».

Me detuve un momento intentando serenarme. Ni siquiera sabía lo que podía decirles. ¿Qué es lo que recomendaban en aquellos folletos que repartían en los centros comerciales y en las reuniones de la Asociación de Padres? Que recordásemos cómo iba vestida. ¿Qué podía llevar Julia?

En la habitación de la niña no parecía faltar nada, ni siquiera unos zapatos. Todo aparecía pulcro y ordenado. Demasiado incluso. El pijama que había usado Julia ayer, uno amarillo con la cara de Bob Esponja, no estaba bajo la almohada ni en el cesto de la ropa sucia. Normalmente los usaba durante dos o tres días antes de echarlos a lavar. Siempre se ponía el pijama antes de cenar.

¿Y luego qué? ¿Svetlana había recogido sus cosas, fregado con lejía y salido por la puerta caminando con una niña en pijama? Sus objetos personales debían de abultar un par de cajas. No podía habérselo llevado todo.

Alguien tenía que haber venido a buscarlas. Alguien que había aprovechado las horas extra que yo había pasado en el quirófano sacando la bala de la columna de Jamaal Carter.

«Es culpa mía. Maldita sea, tenía que haber estado aquí, en mi casa, protegiendo a mi hija».

Volví a marcar el 911.

Comunicaba otra vez.

Me aparté el teléfono de la oreja y lo miré con extrañeza. Aquello era imposible, pero no me paré demasiado a pensar porque de pronto se me ocurrió algo.

«Pero si alguien se las ha llevado a la fuerza, ¿por qué no hay signos de lucha, más allá de la taza rota?».

Aquel pensamiento hizo que se me resecase la garganta. Svetlana tenía que haber preparado todo esto. Tal vez había secuestrado a Julia por dinero. ¡Por Dios santo, yo había confiado en aquella joven! ¡La había acogido bajo mi techo!

«Concéntrate. Recuerda todo lo que sabes de ella».

Era de Belgrado. Tenía veinticuatro años. Estudiaba Filología Inglesa y quería obtener un doctorado en los Estados Unidos. Tenía una carta de recomendación de sus profesores en la Universidad de Novi Beograd. Se había trasladado para el nuevo curso y necesitaba dinero para sobrevivir en la carísima D. C.

Era baja y delgada, de apariencia frágil. Parecía despierta, aunque tenía un aire un poco triste. Se había hecho amiga de Julia enseguida, y la niña la había admitido rápidamente. Parecían entenderse a la perfección. Al fin y al cabo, Svetlana también había perdido a su madre a una edad parecida a la que tenía Julia cuando Rachel se fue. Fue durante la guerra de Bosnia, pero de eso no le dijo nada a la niña. Me lo confesó a mí durante la entrevista inicial.

Me dio el número de teléfono de su director de tesis en Georgetown. Un hombre de voz afable, que aseguró que Svetlana era una estudiante de confianza.

Todo parecía legítimo y yo la necesitaba desesperadamente, así que le di el trabajo. Ella ni siquiera tenía móvil, tuvo que comprarse uno para que estuviésemos en contacto. No llamaba a su país, ni tenía amigos en Washington. Incluso pasaba los días libres estudiando, encerrada en su habitación. Jamás la había visto hablando con nadie, excepto…

Excepto la semana anterior.

Una idea loca empezó a formarse en mi cabeza, y de pronto empecé a cabrearme muchísimo. Tomé las llaves del coche.

Tenía que comprobar aquello antes de volver a llamar a la policía.