Memorando de Vlad III, príncipe de Valaquia
Bucarest, Curtea Domneasca, 28 de diciembre de 1476.
En el exterior, la promesa de nieve; el tiempo ha empeorado y el cielo está plomizo, el sol oculto. Pero el aire vibra, cargado de rayos a punto de estallar. Baila sobre mi piel.
Esperamos.
Se acerca… Basarab se acerca…
Alzo los ojos del pergamino, la tinta y la pluma, y sonrío a mi ayudante, Gregor, envuelto en sombras por la luz de las antorchas. Hijo de boier, la nobleza rumana, sus rasgos son iguales que los míos: nariz y barbilla afiladas, como de halcón, grandes ojos con pesados párpados, pelo negro como ala de cuervo que le cae sobre los hombros. Sin duda estamos emparentados, como poco somos primos lejanos; no me sobrepasa ni medio dedo en estatura, también es similar nuestro peso.
Aquí se acaba el parecido, pues la inteligencia de nuestros antepasados solo fluye por mis venas. Miradlo. El idiota no puede evitar echar un vistazo de vez en cuando a través de las cortinas hacia la ciudad que se extiende debajo de nosotros, hacia los altos muros fortificados construidos por orden mía. A lo que hay, pronto habrá, más allá de esos muros. Cree que no lo sé. Laiota Basarab con un ejército de cuatro mil turcos viene a asesinarme dentro de estas murallas de piedra y a usurpar este trono que he reclamado recientemente. Yo solo cuento con la mitad de hombres, además de que mis campeones están de vuelta en sus reinos del norte.
Viene el traidor…
Sabes todo lo que hay que saber sobre la traición, ¿no es así, Gregor? Claro que sí, me devuelves la mirada con la más zalamera de las cortesías, pero yo puedo ver tu corazón; oigo tus pensamientos. Me juras vasallaje, a tu voivode, pero tu lealtad está con los inconstantes boier, los nobles que pondrán de nuevo el país, en nombre de una paz mercenaria, en manos de Basarab, amante de los turcos.
Todo esto me reveló el Oscuro anoche en el círculo. No lo dudo, pues recientemente he adquirido talentos desconocidos para los comunes mortales: la lectura de los pensamientos y de los corazones. Mientras Gregor pasea nervioso ante las cortinas, veo su culpa con tanta claridad como estas palabras garabateadas frente a mis ojos.
Conozco demasiado bien la traición, pues he sido traicionado a menudo. Por mi padre, cuando nos entregó a mi hermano y a mí, siendo niños, como rehenes al sultán. Traicionado por mi hermoso hermano, Radu, amante de mujeres y hombres, así como del sultán Mehmed, en cuyo nombre me arrebató el trono.
(Y ahora estás muerto, ¿no es así, mi querido hermano menor? Muerto al fin a causa de los actos afeminados que te hicieron ganar el corazón y el ejército de Mehmed, y por ende mi reino. Esos hermosos ojos del color del mar verde azulado ahora están cerrados para siempre; esos labios carnosos, que buscaban el pecho de las mujeres con tanto fervor como mamaban del regazo del sultán, ya nunca besarán. ¡Qué tus sifilíticos amantes turcos te sigan pronto!).
Traicionado incluso por mi venerado amigo, Stefan del Mare, a quien ayudé a conseguir su reino. (Finges de nuevo ser mí amigo, Stefan mío, ahora que te conviene. Pero no olvidaré ni perdonaré tus maquinaciones que sirvieron para colocar a Basarab en mi lugar. Acepto tu ayuda ahora que los remordimientos te invaden, pero ya llegará el tiempo de la recompensa).
Aún hay silencio. Nadie grita desde la atalaya, solo se oye el siseo del fuego, el chirrido de la pluma contra el pergamino, el silencio de la nieve inminente. Y el roce de las botas de Gregor contra la piedra al caminar. Me divierte demasiado su nerviosismo como para permitir que se siente. Hace una hora le ordené: «Haz que preparen en el establo dos caballos, uno para cada uno de nosotros, y que carguen provisiones para un día».
Ah, la mirada apenas simulada de terror en sus ojos al pensar que la estratagema de los boier pudiese torcerse. «¿Adónde iremos, mi señor?».
Si hubiese estado de humor, no me hubiese dignado a hacer otra cosa que fruncir el ceño (tampoco se hubiese atrevido Gregor a preguntar, si su desesperación no fuese tan grande). Pero estaba tan entretenido con todo aquello que respondí: «A cabalgar».
Y al retroceder, inclinándose, hacía la puerta, su expresión era de cómica duda. En voz alta añadí, para que los guardias en la puerta pudiesen oírme: «Y haz que vengan dos guardias. No me apetece esperar solo».
Al oírme, entraron sin esperar a que Gregor les comunicara la orden. Eran dos moldavos altos y fuertes, uno oscuro y el otro rubio, y que portaban espadas. Ambos habían sido cedidos por Stefan como muestras de la culpabilidad que sentía por sus pasadas infidelidades. Hice esto para que Gregor no volviese armado y se rindiera a su ansiedad por verme destruido.
Más tarde, cuando volvió con las mejillas y la nariz enrojecidas y brillantes por el frío e informó de que los caballos estarían listos en una hora, le encargué otra tarea: «Trae a mis aposentos privados ropa para los dos. Iremos disfrazados de turcos».
Esto le causó tan grande alarma que apenas pudo contenerla. ¿Conocía yo la conspiración de los boier para enviar a Basarab y los turcos a derrotarme junto con mi ejército? ¿Sospechaba de él?
En sus velados ojos veía las maquinaciones de una mente traicionera. Aún no había mostrado yo claros signos de sospecha. Sin duda habría podido ordenarles a los guardias que lo ejecutaran si hubiese descubierto la verdad. ¿Era este uno de los fatales juegos del temible voivode? ¿Aplazaba yo su ejecución para saborear la espera, o era simple casualidad que hubiese elegido aquel momento para abandonar mi fortaleza disfrazado junto al hombre que sería mi Judas?
Se marchó y al momento volvió con la ropa: un gorro en punta, una túnica, una capa de lana para el frío. Me ayudó a vestirme bajo los atentos ojos de los moldavos, observó cómo me enrollaba el turbante en la cabeza y pareció recelar cuando le pregunté: «¿Olmeye hazirmisin?», es decir, ¿estás listo para morir?, pues hablo el idioma de mis enemigos tan bien como mi lengua materna después de haber pasado mi juventud como prisionero del sultán. Conozco sus ropas, sus manierismos, y puedo hacerme pasar por uno de ellos. Me eché a reír, pues aunque él es su lacayo (aquel que sirve a los boier sirve a los turcos), no entendió ni una palabra. También se echó a reír. Sus dientes amarillentos asomaron bajo el lacio bigote muy parecido al mío, creyendo que mi alegría brotaba del eficaz disfraz.
A continuación fui hasta la pared y bajé de su lugar de honor una gran cimitarra de hoja curva que brillaba con la luz del fuego. Me la até a la cintura y le dije: «Vístete».
Así lo hizo y observé con silenciosa aprobación un cuerpo pequeño de estatura pero fuerte, de ancho pecho y espalda. Tiene menos cicatrices que yo, ya que no ha sido probado en tantas batallas y le falta medio diente delantero, pero las similitudes son suficientes.
Tras un tiempo, vino un mozo a avisar de que las monturas estaban listas. Sin embargo, no tenía prisa. Había comenzado esta anotación y estoy obligado a acabarla, pues este será mi último recuerdo como humano. Había conocido por el Señor Oscuro, en el círculo, la hora de la llegada de Basarab y sabía que aún estaba a salvo, y además, no deseaba acabar con la ansiedad de Gregor. ¡Qué espere! Que sufra la incertidumbre que le acosa en este instante mientras deambula vestido de turco rezando porque cambie de idea y me quede para ser asesinado.
Si los guardias no estuviesen aquí, se atrevería a intentar matarme en este instante. Sé que en cuanto estemos montados a caballo, buscará la primera oportunidad. Estoy preparado.
¡No puedo morir ahora! Ahora que estoy tan cerca del roce del Señor Oscuro y la eternidad…
Monasterio de Snagov, 28 de diciembre.
Cabalgamos hacia el norte sobre sementales negros, al principio por las orillas del Dimbovita, después a través de la helada tierra que penetra el desnudo bosque de Vlasia, teñido de árboles de hoja perenne. El aire estaba grisáceo por el humo y por la inminente tormenta, y cargado de un extraño y huidizo olor: de rayos consumidos, de escudos blandidos, de sangre y nieve.
El viento me azotaba los ojos mientras galopaba a toda velocidad y dejaba muy atrás a Gregor. Quizá era peligroso, pero lo había visto vestirse y sabía que no llevaba armas excepto la espada en la cintura. Si desease matarme en aquel momento (como así era), tendría que alcanzarme, tirarme del caballo, y matarme antes de que pudiese sacar mi propia espada. Quizá la mirada penetrante de mis ojos lo asustaba. Si era así, era sabio por temerme. Podría haber girado y acelerar hacia el sur, para volver a su amado Basarab y advertirle de mi huida hacia el norte. Pero esa acción me habría avisado de inmediato de la traición y habría aumentado mis posibilidades de sobrevivir.
De modo que continuamos a buen ritmo sobre la tierra endurecida, sobre rocas y hojas crujientes, hasta que por fin alcanzamos la orilla del gran lago congelado, cuya opaca superficie estaba teñida de gris por remolinos de oscuros pecios flotantes. En su centro estaba la isla fortaleza de Snagov. Las agujas de la capilla de la Anunciación emergían tras altas murallas en el borde mismo del agua.
Desmonté y saqué la espada con una sonrisa para calmar el creciente nerviosismo de Gregor y conduje mi caballo a través del hielo.
—No es necesario que desenvaines —le dije a mi inseguro compañero—. Con la mía es suficiente.
Le hice una seña para que me precediera por el río hasta la gran puerta de hierro.
En sus ojos vi de nuevo la duda: ¿Debía matarme ahora y regresar junto al ejército de Basarab convertido en un héroe? ¿Debía de esperar a una oportunidad dentro de las murallas de Snagov, y aventurarse a través del hielo? (Era mi derecho como soberano que alguien comprobara la fortaleza de la helada superficie). ¿Por qué había desenvainado mi espada? ¿Era aquella otra de las excentricidades del príncipe, o había adivinado su engaño?
Una ola de miedo cruzó de nuevo sus facciones. Después de todo yo era Drácula, el hijo del diablo, el apasionado guerrero cuya locura y audacia no conocían límites. Había cabalgado de noche hasta el campamento del mismísimo Mehmed y había asesinado a cien turcos mientras dormían con la espada que ahora blandía. Si desenvainaba ahora su espada y me desafiaba abiertamente, ¿sería él el que sobreviviera?
Con un leve suspiro, desmontó y condujo al animal a través del lago helado. Así avanzamos hacia el santuario. Las pezuñas de los caballos resonaban apagadas contra el hielo desplazando pequeñas nubes de niebla. Por fin llegamos a la gran muralla de piedra que había construido durante mi reinado, y que había transformado la villa monástica insular en una fortaleza más apropiada para guardar el tesoro del reino valaquiano. Alrededor de la muralla había árboles y sus desnudas ramas arañaban las piedras como si suplicasen entrar.
De la atalaya surgió el grito de un centinela al divisarnos. Hice bocina con las manos y mi respuesta resonó en la piedra. Avanzamos hacia la alta puerta de madera salpicaba de estacas y esperamos, inquietos sobre el hielo, guardándome de seguir estando detrás de Gregor. La indecisión, la tensión, la culpa, podían fácilmente leerse en la inclinación de sus hombros. De pie, sin hablar, observamos los primeros copos de nieve flotar en silencio y azotarnos las mejillas como frías lágrimas.
Por fin, las oxidadas bisagras cedieron y el gran portón se abrió con un crujido. Nos recibieron dos guardias armados que inmediatamente se inclinaron al confirmar que su invitado era el príncipe de Valaquia. Le ordené a uno de ellos que llevase los caballos al establo y que nos trajese comida; al otro le insté a que nos acompañara para, aparentemente, encender un fuego. Los tres avanzamos juntos sobre el camino de hielo y barro que pasaba por la alta atalaya, por la hermosa capilla, por el gran monasterio, y ascendía hasta el magnífico palacio que había construido en tiempos más felices. El pensamiento evocó una ráfaga de ira: Gregor no se merecía pisar aquel lugar construido con la sangre de leales súbditos, un santuario muy querido por mí y que no volvería a ver tras esta noche.
Pero me contuve y caminé junto a mi traidor hacia los aposentos privados del palacio, que, al llevar largo tiempo en desuso, estaban tan fríos que nuestros alientos flotaron en el aire como niebla. Fui hasta mi comedor privado que tenía adjunta una pequeña celda con un altar ortodoxo de la Virgen María. El soldado que nos acompañaba, un joven fuerte, se puso de inmediato a encender un fuego.
Con un ademán elegante, me quité la capa, el cinturón y la espada, y los coloqué en el suelo junto a la chimenea donde se encontraba el soldado, y le hice un gesto a Gregor para que hiciera lo mismo. Vi que lanzaba furtivas miradas a mi arma, al guardia y a mí. Sus ojos mostraban la desgana del cobarde. Podía matarme, pero a costa de su propia vida.
—Gregor, amigo mío. —Hice un gesto para que aquel hombre ahora cansado se sentara frente a mí en la mesa y me mostré cordial, conciliador—. Es justo que sepas el motivo de este veloz viaje. Necesito… fondos y por eso he venido aquí a hacer uso de parte de mi tesoro. Hay pocos a los que les pueda confiar esta tarea, ni siquiera en el castillo… y por eso no te lo he dicho antes. Pronto volveremos a Bucarest, pero mientras tanto, descansemos y comamos.
Vi en sus ojos el brillo mercenario que precisamente deseaba evocar. Podía esperar hasta que el tesoro estuviera en nuestras manos, y una vez que nos encontrásemos solos en el bosque de Vlasia…
Tras un tiempo el fuego ganó fuerza y la sala comenzó a calentarse. Le ordené al soldado que se quedase con nosotros e hiciese guardia. Un monje de blanca barba y menos dientes que dedos en mis manos, entró con una bandeja de comida: un pollo asado frío, una jarra de vino, pan y queso. Nos sirvió con destreza, rellenando nuestros cálices con una mano tan retorcida por la edad —las venas azules sobresalían en un bajorrelieve de fina piel amarillenta como un pergamino— que me sorprendió que no temblara.
Incluso más elogiable, no mostró miedo ni vergüenza ante el gran príncipe; solo silenciosa dignidad. Me agradó aquello, pues a menudo me sirven idiotas zalameros, pero su singular contención muy bien podría estar originada por un desdén hacia mi herejía. (Pasé años de arresto domiciliario en Hungría, la única manera de ganarme la confianza del rey Matthias y recuperar mi trono era convertirme al catolicismo. Fue una estratagema política nada más —en Turquía me vi obligado a arrodillarme sobre alfombrillas de cara a la Meca y rezarle a Alá— aunque aquello fue desafortunado, pues me gané el desprecio de mi propio pueblo).
¿Debería haber elegido entonces la muerte?
No. No hay nada noble en la muerte, ni siquiera en la de un mártir.
Aun así, el viejo monje cree que he traicionado a Dios, y que por lo tanto merezco su castigo, del mismo modo que Gregor merece el mío.
Quizá el monje se sorprendería al saber que temo a Dios. Lo temo porque sé que su corazón es como el mío: ennegrecido por el poder, extasiado por la capacidad de dictar la hora y el modo de la muerte de los hombres, exultante ante su sufrimiento.
No, su corazón es más malvado que el mío, y más inmisericorde. Elimina a jóvenes, viejos, mujeres, niños, sin importarle su lealtad, su inteligencia, sus circunstancias. Yo perdono a los inocentes y mato solo a aquellos que me traicionan; mato para instruir a los supervivientes mediante el espectáculo.
Dios no tiene tales escrúpulos. Mata tanto a creyentes como a infieles, y el grado de sufrimiento que inflige no guarda relación con la piedad de la víctima. Tampoco le preocupa la justicia. Él ha permitido que un usurpador tras otro hayan robado mi legítimo reino, y ahora que lo he reclamado tras años de arduas luchas, no me va a ayudar a mantenerlo. De modo que nunca me podría aliar con él, sobre todo porque es demasiado celoso como para impartir la inmortalidad que busco.
Pero basta de Dios; ahora hablo de Gregor. Los dos compartimos nuestra última cena en silencio, y tras comer hasta satisfacerse por completo, se apartó de la mesa con un suspiro.
—Amigo mío —le dije—. Últimamente albergo un peso en el corazón, pues sé que no tengo asegurado el apoyo a mi reinado. Los boier me han dado la espalda —entonces comenzó a protestar de manera aparentemente inocente y alcé la mano—. ¡No creas que no lo sé! Y ahora que Stefan ha retirado sus tropas, la situación es aún más precaria.
Esto no podía negarlo. A fin de cuentas, no había permitido que mi mujer y mis hijos se reunieran conmigo en mi corte de Bucarest para evitarles el peligro. Me detuve y, en un tono de absoluta seriedad, le pregunté:
—Gregor. ¿Quieres rezar por mí? ¿Por la seguridad y el éxito de tu príncipe? Sé que eres un hombre de fe, y a mí se me considera un hereje…
Entonces me detuve para mirar de reojo al canoso monje que estaba listo para servirnos (aunque se había acercado al fuego para calentar sus viejos huesos). Pero la mirada del hermano estaba oculta por la capucha y su expresión no decía nada; quizá fuese sordo, pensé, y no había oído nada, o quizá era demasiado sabio como para mostrar su desprecio, a sabiendas de que no podría perdonarlo.
—Ruégale a Dios y a la Virgen por mí.
Evidentemente, Gregor no podía negarse. Asintió, y con solemnidad, me levanté y lo conduje a la pequeña celda cuyo interior, al tener la puerta abierta, podíamos ver desde la mesa. Me persigné (a la manera ortodoxa, algo que sin duda vio el viejo monje) y, deteniéndome en el umbral, le hice un gesto a mi acompañante para que entrase y se arrodillase en la pequeña alfombra frente al solitario altar de la Madre de Cristo.
Se agachó con un gruñido y las rodillas le crujieron. Al igual que yo, ya no era joven.
—Reza por nosotros —le dije con ternura.
Entonces le hice un gesto al joven soldado junto al fuego para que recogiera el arma de Gregor y se pusiera en mi lugar. Podía ver a mi Judas arrodillado de perfil. ¡Qué parecido era a mí! Podría haber sido mi hermano, mi propio hermano apuñalándome por la espalda. Observé el rostro abrasado por el sol, la nariz y la barbilla afiladas, aunque delicadas, los finos labios temblorosos bajo el oscuro y caído bigote. Saboreé el lento y encantador despertar de terror en aquellos grandes ojos tan negros como verdes los míos, mientras el soldado alzaba la espada. Entonces volví a mi lugar en la mesa —tal y como había pretendido, la escena era totalmente visible desde mi asiento (no era la primera vez que usaba la celda, aunque sospecho que será la última)— y alcé mi copa para beber el vino dulce y punzante antes de volver a hablar.
—Reza, amigo mío. Reza porque disfrute de una larga vida… y porque mueran todos aquellos que me traicionen.
Dejó escapar un sollozo de dolor y unió las palmas a modo de súplica mientras se giraba sobre las rodillas para encararme. La pequeña alfombra se llenó de arrugas.
—Mi señor, juro que no os he engañado.
Dejé que pasara un largo momento de tortura antes de contestar con voz suave y llena de curiosidad.
—¿Acaso te he acusado?
Sus ojos se abrieron por completo, entonces parpadeó y apretó los temblorosos labios. En verdad, si hubiese sido capaz de pensar en una respuesta convincente y hubiese yo confiado menos en mi magia, lo habría liberado. Pero estaba seguro de la visión que me había sobrecogido en el círculo, y de mis propios augurios. Aunque no fuese así, el aspecto de desolada culpa que se apropió en aquel instante de las facciones de Gregor me habría convencido. Una sola gota brillante rodó por su mejilla.
—¡Vaya! —exclamé exultante—. ¿Es eso una lágrima?
—Mi señor, os ruego…
—¡Date la vuelta! —grité.
Le hice un gesto al soldado para que blandiera la espada. Su cobardía alimentaba mi ira de tal modo que no podía reprimirla.
—¡Gírate y rézale a la Virgen! ¡Rézale para que te conceda su misericordia, y a mí la victoria sobre Basarab!
Unió las manos con fervor y de nuevo encaró el altar de María. Bajo sus rodillas, la pequeña alfombra se arrugó aún más mostrando una juntura en el suelo de madera. Mi supuesto impostor no se dio cuenta de ello pues estaba sinceramente absorto en la contemplación del icono de la Virgen y, con los nudillos presionados contra la nariz y los ojos cerrados, comenzó a balbucear:
—¡Ten piedad! ¡Dios y Santa Madre, tened piedad! Conceded larga vida y la victoria a mi soberano, y convencedlo de que no lo he traicionado…
—Sí —susurré—. Quizá Dios sea piadoso contigo… Conmigo nunca lo ha sido, de modo que no haré tratos con él.
—Mi señor —gritó con los ojos cerrados de cara al altar sin que pudiese saber si se dirigía a Dios o a mí—. Mi señor, ¡soy inocente de cualquier crimen contra vos! ¿Qué puedo decir, qué puedo hacer para probaros mi perfecta lealtad?
—Muere con valentía —contesté—. Tu vida está condenada, Gregor. Reza lo que tengas que rezar rápidamente. No moriré como mi padre lejos de Bucarest, a manos de un asesino.
Alzó el rostro hacia el cielo, abrió sus suplicantes manos como si fueran un libro y se las llevó a los ojos, llorando. Estudié su reacción ante la noticia de que no había esperanza. Pude ver la agonía eléctrica, la total desesperación, reflejada en cada aspecto de su cuerpo y de su voz (pues sus sollozos cada vez eran más agudos y estruendosos). Durante toda mi vida había sido un estudiante de la muerte, la había con templado cara a cara, con la esperanza, de poder entenderla y ser capaz de aceptar mi propio fin. ¿A cuántos hombres he matado en mi vida? ¿A mil? No, han de ser más, muchos más. Conozco el rostro de la muerte. Observé morir lentamente a cien turcos en el bosque de los Empalados. He oído los gritos y los sollozos de los hombres, y el lento suspiro con que un cuerpo se clava por su propio peso en la estaca.
Y en cada caso he mirado en sus ojos y he intentado entender el secreto oculto allí mientras pasaban de la vida al abismo.
Pero mientras contemplaba la muerte —y comprendía que Dios no era justo, y que allí no había significado, solo indignidad y sufrimiento— llegué a entender que nunca podría aceptarla. Había sido privado de demasiadas cosas que eran mías por derecho en esta vida. Había gobernado el reino de mi padre y mi abuelo durante unos pocos años antes de que me derrocaran injustamente. Pertenezco a la realeza por nacimiento, pero pasé toda mi juventud como prisionero de los turcos, y ocho años de mi edad adulta como prisionero del rey húngaro. Mi reino me ha sido robado en dos ocasiones, una por mi propio hermano: si lo cedo una tercera vez, tendré mi recompensa. Yo que soy más astuto, más sagaz, más merecedor de la admiración de mi pueblo que Matthias, que Mehmed, que Radu o Basarab.
La muerte está ahora más cerca de mí que nunca antes. Pero ni Dios ni los ángeles me conceden mi deseo: la inmortalidad. Solo hay otro que pueda hacerlo.
Mientras Gregor lloraba y rezaba en vano, el soldado en el umbral giró su prometedor y joven rostro (con una barba rala, de niño sobre suaves mejillas sonrosadas) hacia mí y movió la espada. Su mirada contenía una pregunta. Se convertiría en un buen asesino, pues sus ojos brillaban llenos de anhelo y ansia, como los míos.
Solo le hice un leve gesto con la cabeza; aún no. Me alcé y me acerqué a mi excitado asesino, cuidando de que mis botas pisaran fuerte el suelo. Como había previsto, Gregor me oyó, Su espalda se tensó. Sabía que esperaba que la muerte le atacara por detrás, asestada por la espada que blandía la mano del joven soldado. Y aunque no se atrevió a girar la cabeza por completo para mirarme —había sido testigo muchas veces de mi sensibilidad ante la más pequeña de las presunciones en tales momentos, y temía provocar una explosión de ira—, la inclinó levemente sobre el hombro, y giró los ojos en un esfuerzo por ver detrás de él.
Tenía los ojos casi en blanco debido al pavor. Me recordaron vivamente los ojos saltones y aterrorizados del ganado en el matadero.
—Mi señor, mi señor, mi señor, ¡matáis a un hombre inocente!
—¿Ah, sí? —pregunté con voz calmada—. Gregor… —dije con la mayor sinceridad—. Soy un hombre severo y no puedo tolerar ningún grado de ambigüedad. Soy cruel con aquellos que me traicionan, pero justo con los leales. ¿Puedes jurar ante Dios que has actuado con total fidelidad hacia mí, tu soberano?
—¡Lo juro por Dios, mi señor!
Me detuve un instante para observar su expresión, aquella tremenda oscilación entre la esperanza y la condena. Tras un tiempo, dije:
—Muy bien, amigo mío. Son tiempos peligrosos para mí. No tengo otra elección que comprobar la lealtad de los que me rodean. Te creo.
¡Qué alegría surgió en su rostro! De muevo brotaron las lágrimas, aunque esta vez causadas por el regocijo en lugar del miedo.
—Pero —dije al ver que comenzaba a levantarse.
Volvió a agacharse de inmediato.
—Has pasado la prueba por muy poco. Reza ahora por mi victoria sobre todos los enemigos, y da gracias a Dios por tu liberación.
Comenzó a hacerlo, y su exultante sonrisa se amplió cuando le hice un gesto al soldado, que ahora se mostraba decepcionado, para que se retirase hasta la chimenea y se colocara junto al adusto y silencioso monje. Mientras tanto, yo me quedé en el umbral.
Cuando consideré que había llegado el momento, y no podía soportar más mi furia hacia la traición de Gregor y su cobardía, alcancé una palanca de madera que estaba en la pared junto a la celda. Con un esfuerzo vehemente, tiré de ella.
Se oyó el sonido corredizo de la madera contra la madera. Lanzó los brazos al aire y un lastimero grito de decepción y miedo. Sobre su rostro vi de nuevo la turbación animal, una visión fugaz aunque indeleble antes de caer hacia el infierno.
Después los gritos de dolor fueron más agudos y corrí hacia la trampilla abierta para observar mi trabajo.
Así se siente Dios cuando observa los rostros de los muertos: una sensación de poder y de éxito mucho más dulce y embriagadora que el amor.
Gregor había caído en el pozo de rodillas, y así, arrodillado, moriría. Pues las afiladas estacas de hierro estaban clavadas en el suelo a intervalos regulares para asegurar la muerte, y la fosa estaba construida de tal modo que no pudiese caer hacia delante, solo hacia atrás, sobre las estacas (para así ver mejor su rostro), a pesar de sus sacudidas. Una había atrapado su largo pelo negro y le rozaba la parte de atrás del cráneo, dejando su cabeza ligeramente adelantada. Otra salía sanguinolenta de su pectoral derecho. Aún otras sobresalían del codo del brazo derecho y del centro de su palma izquierda (como Cristo), mientras que otras invisibles sin duda le atravesaban las piernas y lo tenían atrapado.
Tenía los ojos muy abiertos, llenos de un asombroso vacío que poco a poco se apagaba. Supuse que no estaba muerto de modo que me puse en cuclillas y lo llamé en voz baja.
—Envíe así Dios tu desleal alma directa al infierno. Morirás, y Basarab morirá, pero yo viviré para siempre.
Me incliné asegurándome de que los dos hombres vivos a mi espalda no pudieran ver, alcé la inerte mano derecha de Gregor y le puse mi propio anillo.
Entonces me levanté y envíe al joven soldado fuera de la habitación para que vigilase. Aparté al monje un lado y le di una misión. Tomaría a los hermanos más fuertes que tuviese, se llevaría el cuerpo a través del lago hasta el bosque Vlasia y una vez allí lo decapitaría. En cuanto a la cabeza, cortarían un agujero en el hielo y la arrojarían en las heladas aguas.
El anciano estaba lleno de temor después de lo que había visto. Me escuchó en silencio y no protestó, aunque le estaba pidiendo que hiciese lo impensable. Dejar un cuerpo a los carroñeros del bosque sin darle adecuada sepultura.
Una vez lo envié a realizar este trabajo, llamé a mi entusiasta ayudante y le dije:
—El viejo monje volverá con algunos hermanos a recoger el cuerpo y enterrarlo lejos de Snagov. Cuando vuelvan quiero que los estés esperando en la atalaya. No dejes que entren. Sal a su paso y mátalos.
Accedió de buena gana.
Entonces le ordené que enviase a otro fiel soldado para que se quedase en la puerta y guardara mis aposentos privados toda la noche de modo que nadie pudiese entrar. Pero antes le ayudé a sacar el cuerpo aún cálido y sangrante de Gregor (¿aún respiraba? No supe decirlo) de su lecho de estacas y envolverlo en la capa del traidor y en la destrozada alfombra para que no hubiese manchas en el suelo. Entonces el soldado arrastró a Gregor por los talones hasta el pasillo y allí se quedó esperando a los hermanos.
En cuanto a mí, cerré la puerta, ya que requería privacidad para convocar adecuadamente un círculo. Ahora que había escapado de Basarab y de mi Judas, era hora de escapar de la muerte. Pues estaba claro que mi éxito como príncipe terrenal era imposible, y que si permanecía como estaba, mi muerte estaba asegurada. De modo que buscaba otro reino, uno que fuese inmortal, pero que me permitiese ejercer poder sobre los mortales.
Me giré con la idea de volver al ver el pequeño santuario donde tantos otros habían muerto y sacar de otra trampilla oculta mis herramientas mágicas para poder realizar un círculo con el que convocar al Señor Oscuro y poder establecer nuestro pacto.
Pero al girarme, vi ante la chimenea un pequeño sirviente con harapos que removía el fuego con un atizador, la visión me sorprendió tanto que grité: «¡Tú! ¡Muchacho! ¿Cómo y cuándo has entrado aquí?». Quería saber si el chico había tenido oportunidad de escuchar mi plan de dejar el cuerpo decapitado de Gregor en el bosque para después matar a los monjes. Por su tamaño, el chico no podía tener más de seis años, y con toda seguridad habría entendido poco de lo que había oído, pero los niños lo repiten todo, y no me arriesgaría a tener la más mínima oportunidad de fracasar.
La pequeña criatura tan solo tembló con mi grito y continuó atendiendo el fuego con una calma sobrenatural. Furioso, me coloqué detrás de él, agarré mi espada y la saqué de la vaina con intención de partir a aquel pequeño en dos.
Pero justo antes de golpear, el chico se giró hacia mí y me sonrió.
¿Chico? ¿Chica? No sabría decirlo. Solo supe que en aquel instante estaba viendo a una criatura exquisitamente hermosa. Su largo pelo rizado brillaba como el oro a la luz del sol, su piel resplandecía como el nácar pulido, sus labios florecían como la rosa más tierna alrededor de unos dientes que eran perlas perfectas. La capa de lana alrededor de sus frágiles hombros estaba hecha jirones, deshilachada, gastada y tan manchada que el color original de la prenda era imposible de adivinar. Aun así, la suciedad no ensombrecía la gloria del portador, sino que servía para resaltarla por el contraste.
Seguramente no había nada en este mundo tan adorable o delicado como aquella pequeña criatura. Sin embargo, solo cuando lo miré a los ojos —más azules que el mar, el cielo o el zafiro, enmarcados por finas pestañas doradas y pálidas cejas— aprecié allí una inteligencia infinita, la mayor sabiduría y conocimiento que jamás haya poseído un hombre… y al mismo tiempo, una inocencia más profunda y genuina que la de cualquier otro infante. Pensé: Estos son los ojos de Cristo.
Mi arma cayó al suelo. A pesar de mí mismo, temblé, pero por pura fuerza de voluntad no caí de rodillas. El orgullo no me podía permitir emular a Gregor. A pesar de todo (cuánto cuesta confesarlo), estaba lleno de temor y miedo.
Supe en aquel instante que estaba en presencia del Señor Oscuro, que había venido a mí por primera vez sin convocarlo en el círculo. Siempre había venido tras ser llamado. Yo era el que había tenido el control de mi destino, de mi pacto con él. El círculo me daba poder, me hacía su señor, lo sometía a mis órdenes, siempre que estuviese dispuesto a hacer el sacrificio requerido.
Ahora parecía que ya no podía controlarlo. El pensamiento provocó en mí un horror amargo.
—Eres el Oscuro —le dije, aunque en realidad nunca había visto nada tan brillante y resplandeciente como aquel sonriente harapiento.
Había venido a mí en numerosas ocasiones en forma de oscuridad, como la sombra sin rasgos de un hombre más sombrío que la medianoche. En dos ocasiones había venido a mí como un hombre con barba, más viejo y arrugado que el monje, con ojos tan inocentes y sabios como aquellos.
Inocente como una paloma, pero sabio como una serpiente…
—Lo soy —dijo la criatura con tono agradable—. He leído tus intenciones y te he ahorrado la necesidad de un conjuro formal. ¿Qué ofreces a cambio de mi don, oh, príncipe?
Hablaba con suave y ceceante voz de niño, aunque sus palabras y compostura eran las de un sabio.
—Si has leído mis intenciones, entonces ya lo sabes.
Se echó a reír con dulzura.
—Para confirmar el pacto tendrás que enunciarlo.
Me detuve. Nunca había tenido mucha consideración por nadie de mi familia debido a la traición de mi padre y mi hermano. Y no amaba a mi segunda esposa, la noble húngara Ilona. Ella había sido como mi conversión al catolicismo o el asalto a Srebrenica, parte de un plan para ganarme a largo plazo el favor del rey Matthias y así conseguir mi libertad, mi reino, Me había dado dos hijos: mi tocayo Vlad, por el momento heredero al trono valaquiano (aunque desafortunadamente no de mi inteligencia) y Mircea, que incluso en su juventud se parece claramente a mi traicionero hermano, Radu, tanto en apariencia como en afectación afeminada.
Pero de toda mi familia, poseía (aún poseo) cierto interés paternal por mi hijo mayor, Mihnea, nacido de mi amada Ana, ya fallecida. Solo él conserva mi astucia y ambición. Si tuviese que elegir una persona sobre la tierra a quien menos desearía sacrificar, sería él.
Pero yo había sido un niño agudo y ambicioso, dispuesto a aprender de mi padre a cumplir mis obligaciones como heredero y, a pesar de ello, me traicionó sin dudarlo entregándome a los turcos, de modo que contesté:
—A cambio de la inmortalidad, te ofrezco el alma de mi hijo mayor.
—No es suficiente —contestó severamente, para mi sorpresa—. No es suficiente. La inmortalidad es para siempre, mi placer al recibir el alma de Mihnea es temporal. Debemos mantener un trueque continuado. El alma del hijo mayor de cada generación. Y tú obligación será entregármela.
Me detuve un solo instante mientras pensaba en el coste de tal responsabilidad.
—Muy bien. Cada generación te entregaré a mi hijo mayor. Pero ¿en qué momento me convertiré en inmortal?
—El cambio comenzará esta noche, una vez que el sol se ponga, y se completará con el alba. Una advertencia: por la mañana deberás encerrarte para no ser molestado. Ya no serás un hombre, sino una criatura totalmente diferente.
—¿Cómo cambiaré?
El niño sonrió, pero no había desprecio ni condescendencia en sus ojos.
—Eso depende de tu corazón y de tu mente. Siempre es diferente. Serás más poderoso, pero habrá condiciones en ese poder. Siempre hay condiciones. Te dejo que las descubras por ti mismo.
—¿Condiciones? —saboreé aquella, nueva información, y experimenté una revelación repentina que restauró parte de mi anterior confianza en que podría controlar a aquella entidad y por tanto mi destino—. Y tú, ¿no tienes condiciones sobre tu propio poder?
Otra risa, dulce y tintineante, después el silencio. El niño me contempló con abrupta solemnidad.
—Solo queda hacer una cosa para completar el intercambio.
Al hablar, la carne de mis brazos y mi nuca hormigueó. Aquel era el momento que había aguardado por tanto tiempo, el momento que me había mantenido vivo durante aquellos últimos días amargos sabiendo que mi reino terrenal y mi vida pronto desaparecerían, el momento en el que traspasaría el umbral hacia la inmortalidad.
—Un beso —dijo el Oscuro—. Solo un beso.
Se apartó del fuego y se puso de puntillas con los brazos caídos y los pétalos rosa de sus labios anticipando un beso.
Avancé hacia él, entendiendo por fin al agacharme por qué había aparecido con forma de niño: así me inclinaba ante él a la hora de recibir su don. Aquello me dolía, pues no me había inclinado ante nadie excepto mi padre y Matthias, y de mala gana. También me llenó de aprensión, pues subrayaba el hecho de que ya no podría controlar al Señor Oscuro y convocarlo a mi placer; ahora yo estaba bajo su control.
Pero no podía aceptar la muerte, de modo que me incliné y lo besé. Y en aquel instante en el que mis labios rozaron aquella carne infinitamente tierna e inmortal, sentí una oleada de poder, de júbilo, que pasaba de él a mí.
Lo miré a los ojos y vi que se oscurecían de celeste a índigo, el color de la noche. Eran oscuros y brillantes, y magníficos, ojos que hacían que un hombre no quisiese otra cosa que mirar en ellos eternamente. No podía resistirme. Al contemplar la profundidad de aquellos ojos, vi en ellos la mirada del amado, la mirada de los muertos. La mirada de la única mujer que me había permitido amar, mi fallecida Ana; la mirada seductora, hermosa y traicionera de Radu; la mirada astuta y calculadora de mi padre, Vlad y detrás, una oscuridad infinita…
Caí tan profundamente en esa oscuridad que cuando volví en mí momentos (¿o fueron horas?) más tarde, abrí los ojos y me vi arrodillado frente al hogar. El niño había desaparecido, y el fuego se había apagado dejando tan solo cenizas y rescoldos. Pero no sentía frío. Mis extremidades, mi cabeza, mi pecho, me cosquilleaban con una extraña sensación. No era el hormigueo de un miembro cuando se duerme, sino una extraña sensación de movimiento interno, como si mi cuerpo hubiese sido vaciado y después rellenado con abejas. Me sentía extrañamente ligero. Y cuando me puse en pie, lo hice con mucha facilidad, sin los dolores de la edad y el crujir de huesos que me habían afligido los últimos años.
Incluso mi visión había mejorado. El resplandor de las cenizas en el hogar parecía brillar de manera imposible, conteniendo los colores del arco iris. De hecho, al mirar alrededor de la sala, vi cada objeto de manera más nítida y con más detalle que en mi juventud; cada uno estaba imbuido de una profundidad de color y textura sorprendentes. Me giré lentamente, disfrutando de cada visión con el asombro de un niño. Me eché a reír en voz alta ante tanto placer. Podía ver el brillo de cada grano de arena de las piedras en el hogar, cada grieta fina como un cabello en la argamasa.
Pero la luz de las velas (que aún ardían, aunque medio consumidas y flotando en charcos de cera) me dañaba los ojos de forma tan dolorosa que las apagué todas. La escasa luz resultó ser más que suficiente, pues ni los colores ni los detalles desaparecieron, aunque una rápida mirada por la ventana me mostró la oscuridad y la nieve en remolinos. El sol se había puesto, y por fin había llegado la tormenta.
Corrí hasta el espejo, deseoso de inspeccionar los cambios en mi rostro, pero no. Cuando contemplé la pulida superficie de metal, mi rostro estaba pálido y difuminado, desapareciendo como un fantasma se evapora en la noche. Había temido que tal cosa pudiese suceder, pues había oído cuentos de las niñeras y otros sirvientes que decían que los rostros de los muertos no se reflejar en los espejos. ¿Era la invisibilidad el coste oculto de mi trato?
Oí que alguien llamaba a la puerta. Contesté y resonó la educada voz de mi joven verdugo, los monjes habían vuelto del bosque y habían sido asesinados según mis órdenes.
Como prueba para ver si seguía siendo visible a los mortales, abrí la puerta y miré al barbilampiño soldado.
—Excelente —dije, esperando que gritase ante aquella voz sin cuerpo, o que pasara a mi lado para mirar más allá de mí buscándome dentro de la sala.
Como poco, esperaba que viese lo que yo veía: un hombre desapareciendo. Sin embargo, me miró directamente a los ojos y se inclinó, sin mostrar signos de intranquilidad o asombro.
—Muy bien, mi señor —contestó.
Le dije que preparase mi caballo y que lo trajera al palacio, pues abandonaría pronto el monasterio.
—Pero está nevando, mi señor. No es seguro viajar.
Me eché a reír con desdén, después repetí mi petición y le di permiso para marcharse. Ya no temo al frío, o a la nieve, o a Basarab. Solo temo a una cosa: al Señor Oscuro.
El caballo ya está listo, pero primero estoy obligado a escribir la historia de mi transformación, pues con toda seguridad en los siglos venideros olvidaré las circunstancias y lo asombroso de tal suceso. Un día, pronto, se anunciará la muerte del príncipe de Valaquia, pues es cuestión de tiempo antes de que se descubra el cuerpo sin cabeza de Gregor en el bosque. No tengo dudas de que Basarab ha devastado mi ejército y mi castillo en Bucarest, pero yo tengo mi victoria. Dentro de una generación, él habrá muerto, mientras que yo viviré para siempre. He enviado un mensajero con una carta para que Ilona y mis hijos se reúnan conmigo en nuestra nueva propiedad en los Cárpatos.
Y ahora cabalgo hacia el norte, para convertirme en leyenda.